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«La verdad sospechosa, obra genial de un ingenio de esta Corte. Representación especial», rezaba con letras de almagre el cartelón fijado con engrudo en la pared derecha del teatro de la Cruz. El anuncio era enorme y estaba colocado justo enfrente de la puerta de la barbería, imposible no verlo al salir. Intenté recordar quién era el autor de esa obra, lo sabía pero no acababa de salirme el nombre, y no por falta de memoria, sino porque la despedida de Ximenet me había trastornado. Su «ten cuidado con la morenita» resonaba en mi cráneo como en un pozo seco. Dándole vueltas decidí hacer parada en el bodegón de Lazcano para tomar un par de empanadas de salmón bien cargadas de azafrán y un cuartillo de vino, a ver si así me despejaba.

Acababa de anochecer y la temperatura era deliciosa. Soplaba una ligera brisa de la sierra y daba gusto estar en la calle. Un par de tipos fumaban a mi lado parsimoniosamente, trenzando azuladas volutas de humo. Se me antojó imitarlos. Apuré el vino, pedí un vaso de aguardiente y pregunté a Lazcano si disponía de alguna pipa libre. Respondió que no, así que me senté en una silla y estiré las piernas dispuesto a esperar hasta que alguien devolviera alguna.

La calle estaba animada. Dos luces señalaban la puerta de la mancebía. Grupos de hombres entraban y salían esquivando el púlpito portátil que el párroco había dejado justo enfrente. Vi trepar hasta arriba a no menos de tres tipos de distintos grupos para hacer la gracia de amonestar a sus amigos por su conducta licenciosa, y entre éstos siempre había alguno al que no le gustaba la burla. Entre bromas y veras, pensé que el cura estaría satisfecho de ver que su catafalco acababa polarizando todas las conversaciones.

Llegó Rosita con una frasca vacía y le pidió a Lazcano que se la llenara de aguardiente. Me vio mientras esperaba y se acercó a saludarme. No me preguntó qué me había pasado, pero me dijo que el aceite de mi rostro espejeaba la luz de los candiles, y durante un rato jugó a verse reflejada en mis mejillas.

—¿Es para ti el aguardiente? —pregunté en cuanto Lazcano le dio la frasca rellena.

—Para el señor Pitu.

—¿Te envía Venancia?

—Yo no tengo nada que ver con Venancia. Ahora está abajo, con Casilda, que se ha puesto de parto.

Vaya, me dije, tenía razón la mujer, han pasado unas cuantas horas desde mediodía.

—¿Está Santiago?

—Pitu, él y mis hermanos —dijo con retintín—, están todos en el zaguán.

—Pues venga, te acompaño.

Los gritos de Casilda se oían desde la calle. Ya había llegado la comadrona y Venancia seguía abajo con ellas. Rosita se puso a jugar con los pequeños, los ciegos y Nicolasete. Se hacía difícil pensar que por la noche ocuparía la cantonera de la esquina. Pitu escanció el aguardiente y sostuvo su vaso con fuerza. Con un pequeño abanico avivaba las brasas del anafre en el que asaba un par de cabezas de ajos. En varias ocasiones lo sorprendí contemplando a Rosita con ternura.

Al fin cesaron los gritos. Subió Venancia las escaleras con los brazos remangados hasta el codo y limpiándose las manos de sangre como cuando hacía morcillas.

—¡Una niña! —anunció a voz en grito—. ¡Es una niña!

Todos prorrumpimos en vítores y nos abalanzamos a felicitar al padre, como si hubiera hecho algo. Santiago recibió los parabienes con naturalidad. «Sólo queda rogar a Dios —dijo—, para que no nazca con el mal de sus hermanos», y, cariñoso, abrazó a las dos criaturas que habían corrido a enredarse entre sus piernas.