Recogí del suelo mis cosas lanzando miradas a uno y otro lado y me sacudí el polvo a manotazos. Sorprendentemente, salvo mi autoestima nadie parecía haberse dado cuenta de nada, y eso que los caños estaban abarrotados de gente. Desde la puerta del Juego de Pelota se veían grupos de mozos y mozas timándose, aguadores charlando mientras se llenaban sus cántaras, niños que corrían y jugaban a salpicarse. Aquí el trasiego del agua era mucho más relajado que en las otras fuentes de la ciudad, tal vez porque había muchos surtidores en línea y eso acortaba la espera, aunque también se notaba una jovialidad propia de la tarde, de ese momento en los días de verano cuando el sol declina y la gente se anima a salir a dar un paseo y a tomar un poco el aire. Las puertas de las casas se empezaban a abrir a la fresca, y los dinteles de los zaguanes se iban poblando de sillas bajas de anea. Las mujeres se disponían a aprovechar las dos o tres horas de luz que aún le quedaban al día haciendo labor y observando la calle.
Anduve hasta los caños para limpiarme un poco la cara y enjuagar el lienzo, que a esas alturas parecía una pella de barro.
El agua fresca me despejó un poco. Nadie dijo nada ni se interesó por mí. La mayoría de los aguadores hablaban gallego, aunque distinguí a un par de ellos haciéndolo en francés. Los gritos de los mozos subieron de tono, empezaron a jalearse entre palmas y una muchacha amagó unos pasos de chacona arremangándose un poco la falda y enseñando los pies descalzos. Pronto se refugió riendo entre sus compañeras que la defendieron a palmetazos del acoso de los varones. Yo me sentía extrañamente fuera de lugar. Tal vez mis heridas no fueran llamativas una vez lavada la cara, pero yo notaba que se me empezaba a cerrar el ojo, y el labio superior y la nariz me hormigueaban y estaban calientes. Me tanteé las costillas y, aunque tenía todo el costado dolorido, no noté nada roto. Sumergí el paño en la pileta y lo froté con idea de quitarle la tierra más que de limpiar la sangre. Luego, me refresqué la nuca, las muñecas, me aseguré de que se habían cortado las hemorragias y partí con paso lento de vuelta a casa.
En aquel momento me hubiera gustado dar unas brazaditas en el pasillo de don César Memelosa con Adó pulverizando agua de azahar helada sobre mi cuerpo dolorido, pero me conformé con un vaso de agua de cebada con hielo junto a San Felipe y una visita rápida a Ximenet.
De camino a la barbería hice un alto en el nuevo depósito de nieve de la Puerta del Sol y discutí un rato con el empleado hasta que logré que me vendiera sólo medio vaso, un puñado, lo que cabía en el lienzo aún tiznado de sangre. Fui apretándolo contra el rostro hasta casa de Ximenet para que me enfriara los humores que notaba latir bajo la piel. Gotitas ligeramente rojas me resbalaban de la cara y teñían el borde de mi cuello de lechuguilla.