Me desperté a las cinco y media pasadas, me vestí lo más rápido que pude y eché a correr hacia el Juego de Pelota. Desde mi casa, el camino más directo es subir por la calle del postigo de San Martín hasta la plazuela de Santo Domingo, para bajar a los caños del Peral siguiendo la tapia del convento de las dominicas. El único inconveniente es que, como la calle va de este a oeste, no hay sombra donde cobijarse, así que llegué empapado de sudor y deseando acabar pronto la entrevista para volver a sentarme en mi lebrillo.
En la explanada exterior del Juego de Pelota había varios coches y unas cuantas literas, lo que supuse que me complicaría bastante la gestión. Cuando los grandes se reúnen, aunque sea a hacer ejercicio, no les gusta verse estorbados por el pueblo, y en aquel momento yo me sentía muy pueblo, sobre todo después de mi entrevista con don César.
Tal como temía, no hice más que acercarme a la puerta cuando dos lacayos me salieron al paso y me invitaron a desaparecer. Les dije que había sido citado por la condesa de Cameros. Dudaron un instante. Uno se quedó conmigo y el otro entró a preguntar. Volvió al rato acompañado por un escudero de la condesa que tenía entradas pronunciadas y bigote cano. Aquel tipo no dijo una palabra, me echó un vistazo de arriba abajo, asintió y ordenó que me llevaran dentro.
Anduvimos por un ancho pasillo que circunvalaba las gradas hasta una sala grande y desangelada con un pequeño ventanuco en uno de sus lados. Fuera se oían los golpes de la pelota contra las palas o contra el muro, ambos secos pero distintos, uno grave y cerrado, el otro agudo y expansivo. A veces llegaban también las voces de los jugadores, caballeros todos ellos, y por el tono se adivinaba su alegría o su frustración. No me extrañó que me desarmaran, de ser noble no se habrían atrevido, pero con tantos aristócratas en camisa por los alrededores era normal que fueran precavidos. Procuré relajarme. Todo me parecía bien por disfrutar de una cita con la condesa. De pronto se abrió la puerta y me giré para recibir a mi, hasta el momento, poco delicada anfitriona. Entró primero el escudero del bigote cano que me había dado el visto bueno, luego dos lacayos con un banco y después la condesa seguida por una doncella y otro escudero.
Doña Micaela estaba radiante. Vestía un traje de seda carmesí bordado con hilo de oro, y andaba regia con la barbilla alta y la vista en el artesonado. Brillaba en el centro del cortejo como un rubí en su engarce. Deslumbrado, me incliné todo lo que soportó mi espalda y barrí las losas con las plumas del sombrero.
—Señora, a su servicio —acerté a balbucear.
Ella no respondió. Esperó a estar cómodamente instalada antes de despedir a los lacayos y a la doncella. Los escuderos se quedaron, el de las entradas y el bigote cano, a su derecha, y el del pelo rizado que llevaba una pala de madera de jugar al frontón, a mi izquierda. Fíjese si estaba obnubilado por el brillo de la condesa, que no vi venir la tormenta.
—Montemayor, es usted un gusano despreciable —dijo doña Micaela sin mediar saludo ni perder la compostura.
—¡Señora…! —intenté defenderme sin saber aún de qué iba aquello, pero antes de que pronunciara otra palabra, el tipo del pelo rizado me hundió la pala en el estómago. Pasé un par de minutos atroces intentando tomar aire y temiendo que aquel golpe fuera el primero de una larga serie.
—Señor Cherinos —dijo entretanto la condesa—, le ruego que no sea tan entusiasta, así no acabaremos nunca. Don Isidoro —me dijo luego a mí con un timbre cálido—, piense sus respuestas y no me haga perder el tiempo. No querrá que al señor Cherinos se le rompa la pala, ¿verdad?
Le brillaron los ojos cuando dijo aquello, yo diría que contuvo una sonrisa.
—¿Pero qué quiere de mí? —pregunté con un hilo de voz.
—Quiero saber por qué ha matado a mi tía.
—¿Yo? —protesté—. ¿Matado? No sé ni de qué tía habla…
Cherinos me puso una manaza sobre el hombro y alzó la pala como para descargar otro golpe. Yo me giré y levanté los brazos, pero me equivoqué. Fue el del bigote cano el que descargó su puño sobre mi lado desguarnecido, y entonces sí, en cuanto acusé el golpe y bajé la guardia, Cherinos me dio con la pala en las costillas. Esa vez no me quedé sin resuello, pero pronto sentí la sangre tibia corriendo por mi cara. El puñetazo me había abierto una ceja y la sangre me velaba un ojo.
—¡Señora, por Dios, le aseguro que no sé de qué me está hablando!
La condesa se puso en pie y se alejó un poco. Supuse que la visión de la sangre no debía de ser del todo de su gusto, o que como sabía que la fiesta no había hecho más que empezar, temía que le acabara salpicando el vestido. Estuve a punto de disculparme por sangrar tanto, pero no me pareció que el ambiente estuviera como para sarcasmos.
—No me gusta que me tome por tonta.
—¿Pero qué le hace pensar que yo he matado a su tía?
—Usted trabaja en el garito de Robles, ¿no es cierto?
—Sí…
—Entonces es usted culpable.
Yo seguía sin entender nada, pero tenía que darme prisa en adivinar de qué iba aquello antes de que sus dos gorilas me hicieran olvidar hasta el nombre.
—Señora, no sé a qué se refiere, hace días que no voy por allí.
—Mentiroso —dijo ella con desprecio—. Señor Escalante…
El tal Escalante, el de las entradas, dio un paso hacia mí. Yo le encaré y me cubrí el rostro, pero esta vez me sacudió el de la pala en un hombro, y cuando me giré Escalante me clavó un directo en la cara que me partió el labio, abrió las mentes de mi nariz y me dejó erosiones junto al pómulo.
—Basta, señora —supliqué—, le aseguro que no miento.
—¿Aún insiste? ¿Será capaz de negar que el otro día nos cruzamos en la puerta del garito cuando fui a buscar a mi tía?
De eso sí me acordaba, conservaba la escena fresca en la memoria, las dos mujeres abrazadas, los ojos de gacela, la mirada de odio… Entonces no lo entendí, pero ya debía de culparme a mí de las desgracias de su tía.
—¿Esa dama era su tía? —murmuré tontamente, sin encajar aún de qué se me acusaba.
—Sí señor, la marquesa de Hornacho. No se haga el estúpido.
De pronto se me hizo la luz. La marquesa de Hornacho era la dama que habían encontrado desangrada en su bañera, esa de la que hablaban en el mesón de Chete, la que Ana decía que seguro que había sido asesinada por su marido. Sentí miedo. Pensé que alguien intentaba colgarme la muerta, y no sabía por dónde empezar a defenderme.
—Señora —dije a la desesperada—, el otro día sólo fui a cobrar unos atrasos, no tengo nada que ver con su tía ni con su muerte, le doy mi palabra, ¿no se acuerda de mí?, trabajo para Robles pero buscando a Alonso Fernández de Avellaneda, ¿recuerda el otro día en el Prado con Medinilla y don Alonso de Contreras?, el día que entró su tía en el garito fue el mismo que me encargaron a mí la búsqueda de Avellaneda, se lo juro, yo no he recibido ni un real de su tía, puede preguntarle a Robles, dígale que le enseñe sus cuentas.
Debí de sonar verdaderamente angustiado, porque la muy cabrona me miró divertida. Le debió de parecer graciosa la idea de que Robles le enseñara sus cuentas para exculpar a un desgraciado como yo.
—Sí, recuerdo nuestra conversación en el Prado —reconoció pensativa—. El Quijote de Avellaneda…
—¿Lo ha leído? —pregunté intentando distender el interrogatorio.
Yo mismo me sentí ridículo hablando de aquello mientras sorbía por la nariz intentando que dejara de gotear sangre.
—Aún no lo he acabado.
—Y ¿qué le parece?
—Desde luego ha sido escrito por un hombre.
A pesar de tener la cabeza como un bombo y encontrarme cerca del colapso nervioso, debo decir que me sorprendió el comentario. Reconozco que no se me había ocurrido que Avellaneda pudiera ser una mujer, aunque, bien mirado, no era imposible.
—¿A qué se refiere? —pregunté a mi pesar.
—El cuento del soldado que duerme con la recién parida haciéndole creer que es su marido. Ninguna mujer habría escrito semejante bobada. Pero no estamos aquí para hablar del Avellaneda, ¿verdad?
—Espero que tampoco para acusarme de asesinato —dije mirando de soslayo a los escuderos.
—Tendrá que convencerme de lo contrario, señor Montemayor —dijo doña Micaela tendiéndome un fino lienzo que se sacó de la manga para que me limpiara la cara—. A mi modo de ver, las visitas al garito de Robles marcaron las últimas horas de mi tía, y no hay quien me saque de la cabeza que su muerte está de algún modo relacionada.
—¿Qué puedo hacer yo? —pregunté apretándome las heridas con el lienzo, primero la nariz, luego la ceja, después el labio, otra vez la nariz… Acabé abriéndolo entero para taparme media cara. Cada vez que respiraba sentía borbotear la sangre.
—¿No se dedica a investigar? Pues investigue. Entérese de todo. Cuánto había perdido, con quién, qué pagarés quedan pendientes… todo. No basta con ser inocente, señor Montemayor, hay que demostrarlo. Y quiero pruebas ya. No me gustaría tener que forzar otro encuentro como éste.
Su voz sonaba cálida, pero firme. Me miré en su vestido rojo como en un espejo. Mi cara debía de tener un tono muy parecido. Es curioso. Sé que parece increíble, pero al sentir que mi destino pendía de sus manos experimenté una sensación voluptuosa desconocida por mí hasta el momento. Tuve que contenerme para no suplicarle que me pisara el cuello con sus chapines.
Los dos jaques me arrojaron a la calle sin contemplaciones. El del pelo rizado me arrancó el lienzo de la mano, pero luego lo vio tan sucio que me lo volvió a tirar a la cara junto a las armas y el sombrero. De nada sirvieron las protestas, los reniegos ni mi declaración de hidalguía.
—También nosotros somos hidalgos, qué joder —dijeron ellos entre risas—, bien que lo hemos pagado.