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—¿Es que no quieres volver a verme? —preguntó Isabel tan pronto asomé la cara.

—¡Isabelita! Pero qué cosas se te ocurren. Me alegro de verte —mentí. Instintivamente, guardé la carta en el puño del jubón—. Es que últimamente ando un poco liado. Pero ¿qué haces esperando ahí fuera? ¿Por qué no has entrado? —pregunté fingiendo sorpresa.

—Venancia dice que no tiene llave.

—Es verdad. Perdí la mía y se la tuve que pedir. A ver si me acuerdo de hacer una copia.

Creo que no soné muy convincente, pero ella no prestó atención a mis excusas. Por suerte ya había elegido a su culpable.

—Además, no me fío. Es una mujer tan rara… Últimamente parece que no le agrada verme, así que me he colado cuando nadie miraba.

—Sí que es rara, sí. Pero baja la voz —dije abriendo la puerta— y pasa, pasa.

Isabel colgó su manto en la percha y yo arrojé la capa, el sombrero y el tahalí sobre la mesa. Dejé encima del fogón la comida y abrí el balcón y el ventanuco del dormitorio. No se produjo ninguna corriente, el calor era asfixiante y olía a cerrado. Prendí un pebetero y lo cebé con abundante tomillo. Mi presupuesto para sahumerios es bastante justo, no puedo andarme con lujos. Ella se sentó en una silla, me veía hacer en silencio. Comprobé que habían traído una carga nueva de agua y le serví un vaso. Yo me escancié uno de aguardiente. Estaba tibio y sentí que me rascaba la garganta.

—¿Has comido ya? —pregunté solícito.

Ella negó con la cabeza.

—Tengo empanadas de conejo, sardinas y ensalada —dije resignándome a renunciar a la siesta—. ¿Te apetece algo?

Volvió a negar en silencio. La situación era bastante incómoda. Cogí mis cosas de la mesa y las arrojé sobre la cama. Ahora pienso que lo hice para no tapar su manto colgado de la percha y facilitarle la partida, digo, porque yo siempre cuelgo mi ropa en la percha. Luego eché dos platos sobre la mesa. En uno puse las empanadas y las sardinas y en el otro la lechuga y el tomate troceados y una cebolla partida en cuartos. Rebusqué en la tinaja del pan y saqué los restos del día anterior. Partí un par de rebanadas, le di una a ella y puse una sardina en la otra. Le tendí un cuchillo para que se sirviera y le acerqué la sal. Empezaba a ponerme francamente nervioso. Aquel obstinado silencio estaba fuera de lugar, pero si ella no se decidía a hablar yo tampoco lo haría. Me acabé la primera sardina, le pregunté si quería la suya y como no contestó la cogí. Ella se limitaba a comer de vez en cuando una bolita de miga de pan. Tenía la mirada perdida más allá de cualquier punto. De pronto le empezó a temblar la barbilla y dos lagrimones rodaron mejillas abajo.

—Si no te gusta el conejo no te apures, lo más seguro es que éste haya cazado muchos ratones —dije desconcertado, pero ella me miró aún más enfurruñada si cabe. Me temo que nuestros sentidos del humor nunca habían sido tan divergentes—. Bueno, ya está bien —dije tomando la iniciativa—. ¿Vas a decirme de una vez qué te pasa?

Silencio. Me encogí con gesto de Pilatos, me dije que había cumplido, había intentado entablar una conversación y si no había tenido éxito, pues a otra cosa. Le di un mordisco a la empanada. Estaba sabrosa, sazonada y bien cargada de especias, como cuando quieren ocultar a toda costa el sabor de la carne.

—Tengo un retraso —dijo ella de pronto.

Casi me muerdo la lengua.

—¿Qué retraso?

—Hace unos días que debería haber sangrado.

—Quieres decir…

Isabel me miró angustiada, y sin dejarme acabar la frase, se puso en pie y se fue corriendo a la calle. A su paso tiró una silla y dejó la puerta abierta. El tenue olor a col del descansillo inundó mi cuarto. Tal vez debería haberla detenido, pero me sentí totalmente aplastado por la noticia. Mi futuro pasó en aluvión ante mis ojos, y durante ese tiempo los pulmones dejaron de tomar aire y empecé a notar pinchazos en el estómago. Pero logré controlarme. Mientras colocaba la silla y cerraba la puerta me dije que no había motivo para semejante ataque de ansiedad, no era más que un retraso, eso le podía pasar a cualquiera, no quería decir nada, incluso me avergoncé de haber reaccionado con tanta torpeza y dudé si ir en busca de Isabel para disculparme, pero me dio pereza lo que imaginé que seguiría al encuentro, la discusión sobre el matrimonio, el modo en que vivo y todas esas cosas.

Me quedé bloqueado un rato más.

Al fin reaccioné gracias a la carta que me había entregado Venancia, la noté de pronto en el puño como si me buscara el pulso. La saqué y la abrí. Estaba firmada por la condesa de Cameros, quien me pedía que acudiera esa misma tarde a las seis al Juego de Pelota para tratar un asunto que a ambos nos incumbía. Me quedé un poco perplejo. Así en principio no recordaba nada que pudiéramos tener en común la condesa y yo, pero la mera perspectiva de que lo hubiera hizo que me sintiera bien. Luego recordé que tenía mi libro de Avellaneda, y que seguramente querría devolvérmelo. Sin darme cuenta me vi saboreando el aroma de ámbar que desprendía la carta y reconstruyendo en mi memoria hasta el mínimo rasgo del rostro de su dueña. Durante unos minutos Isabel desapareció de mi cabeza, y en los siguientes deseé que no hubiera entrado nunca.

Me desnudé, llené el lebrillo de agua fresca hasta la mitad y me senté dentro con la espalda pegada a la pared, los pies en el suelo, las piernas separadas, el sexo a su aire como aguja de compás. De tarde en tarde empapaba un paño limpio y me lo escurría sobre el pecho o me frotaba las axilas. Cuando me cansé de la postura, me sequé y me tumbé en la cama. Aún tenía tres horas por delante hasta las seis, así que cerré los ojos y al momento me quedé dormido.