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—¡Don Miguel! —gritó alzando los brazos don Juan de Tassis, conde de Villamediana.

Un embriagador aroma de retama, romero, ámbar y benjuí inundó la estancia. Yo salté de la silla y me eché a un lado inclinando la cabeza. Cervantes hizo amago de levantarse, pero don Juan se abalanzó sobre él y lo retuvo entre los cojines.

—Don Juan —balbuceó el maestro. Su boca se distendió en una tierna sonrisa—, cuánto honor.

—El que yo recibo de su amistad, don Miguel —replicó el conde sentándose frente al enfermo.

Era la primera ocasión en que veía al conde de Villamediana, y le puedo asegurar que se queda corto lo que dicen de él. Aunque no es mucho más alto que yo, lo parece. Tiene un porte magnífico y la desenvoltura y la actitud de alguien cargado de encanto. Vestía un jubón de seda blanca cubierto de bordados de hilo de plata, valones de terciopelo de tres altos y botas de tafilete atacadas por encima de las rodillas. El herreruelo, sahumado con lavanda, le caía displicente sobre el hombro izquierdo para ocultar el puño de la espada en el que apoyaba la muñeca. Dos cadenas de gruesos eslabones de oro le colgaban del cuello, y en el pecho lucía una venera incrustada de piedras preciosas. En sus dedos, haciendo cierto el rumor, distinguí al menos tres grandes diamantes engastados en plomo. Ése era su capricho, que ningún metal, por noble que fuera, desvirtuara el brillo de los solitarios. Parecía un Dios. Era la personificación de Mercurio, el Mercurio del Júpiter de España.

—Don Miguel, permita que me retire —murmuré.

—Si es por mí no lo haga, no quiero privar a don Miguel de su compañía, yo apenas estaré unos minutos —dijo don Juan encarándome resueltamente.

Aún con los ojos bajos miré de soslayo a Cervantes, a ver qué mandaba.

—Don Juan —dijo éste—, deje que le presente a un buen amigo, don Isidoro Montemayor. Don Isidoro, don Juan de Tassis, conde de Villamediana.

—Caballero —dijo concediéndome generosamente un rango que no me correspondía.

—Señor —respondí yo doblando aún más la cintura.

A partir de ese momento no moví un músculo hasta que don Miguel tuvo a bien incluirme en la conversación.

—He oído que está enfermo, confío en que no sea grave —dijo don Juan.

—No. Cosas de la edad.

—No es usted viejo, don Miguel, déjese de tonterías. El conde de Lemos le envía sus saludos desde Nápoles y me pidió que le entregara esto —dijo sacando una carta— y esto —añadió tendiéndole una letra de cambio—. El conde está sinceramente complacido con la dedicatoria de sus Novelas ejemplares.

—Que Dios bendiga al conde de Lemos —dijo Cervantes estrechando ambos papeles contra su pecho—. Y ojalá cunda su ejemplo entre los grandes. Dígale usted, don Juan, que me he puesto a trabajar en la segunda parte de mi Don Quijote y que es mi intención dedicarla a su persona.

—Esté seguro que el conde lo sabrá agradecer —comentó sonriente Villamediana—. Hombres como él, reconozco que no abundan. Las Novelas han gustado mucho, al menos en Nápoles, pero no espere que entre los grandes cunda otro ejemplo que el de Lerma y Calderón. Ésos tienen a todos bien enseñados a tomar y no dar.

—¡Mi señor don Juan!, calle, por Dios —exclamó Cervantes alterado—. Pronto se ve que acaba de llegar de Nápoles, qué en la Corte no hay nadie que hable en voz tan alta que no tema menguar una cabeza.

—Ahora soy yo quien lo dice, pero pronto lo cantará el pueblo. Ya verá.

—¿Escribirá usted la letra?

—Las letras se escriben solas. Pero hablando de letras, debo darle las gracias por incluirme de forma tan destacada en su Viaje al Parnaso: «… el más famoso de cuantos entre griegos y latinos alcanzaron el lauro venturoso…» —declamó don Juan.

—¿Cómo lo sabe? ¡Pero si aún está pendiente de licencia y no ha salido de la imprenta!

Don Miguel me echó una mirada de falsa furibundia, como si yo fuera el responsable de aquello, y yo me limité a alzar las cejas en señal de sorpresa.

—Vamos, don Miguel, no hay mejor llave que la forjada en oro —intercedió don Juan a mi favor.

Cervantes forzó una sonrisa y cabeceó como diciendo «razón tiene, razón tiene».

—Y por cierto, hay algo que me sorprendió. ¿Cómo es que el libro está dedicado al tontivano de Rodrigo de Tapia?

—¿Y por qué no? Don Rodrigo es hijo de don Pedro de Tapia, oidor del Consejo Real, y además es caballero de Santiago —respondió el otro muy digno.

—¡Oh! ¡Vamos! Pero si es un niñato que apesta a sudor. No se puede dedicar un libro a alguien que no se baña nunca. Los caballeros de las Órdenes, igual que tienen prohibido comer cebolla deberían tener prohibido criarla en las axilas.

—Tenga cuidado, don Juan, no airee su amor al baño, que lo tildarán de morisco.

—Ya le gustaría a más de uno… Pero siguiendo con el libro, a los Argensola no les va a hacer mucha gracia que les llame los «Lupercios», ni que diga de forma tan clara que faltan a su palabra.

—Es la verdad —afirmó Cervantes molesto—. Mucho me prometieron para no cumplirme en nada.

—Vamos, don Miguel. Piense que fue por su bien. A su edad, y con su salud, un viaje como ése…

—No me juzgue como ahora me ve —respondió Cervantes molesto—, que cuando Lemos partió para Nápoles yo no estaba postrado entre almohadones.

—Que conste que no los defiendo, no me cansaré de decir que Lupercio sólo escribe bien cuando traduce. De todos modos, tantos se fueron como se quedaron. Mire a don Luis de Góngora, también le hubiera gustado ir, y ya ve, y eso que es el mejor poeta que tenemos. Las Soledades son una maravilla. Por cierto, ha estado valiente al incluirlo en la nómina de los grandes.

—Lo merece, pese a quien pese —afirmó don Miguel.

—A quien pesa es a Lope, y demasiado bien parado sale. Lope es vulgar, simple, populachero, facilón —afirmó Villamediana mirándome a los ojos por si yo era de su cuerda—. Hace versos como el que orina, y con la misma consistencia.

Yo asentí. Cualquiera le llevaba la contraria.

—Ya es tarde para cambiar las cosas —dijo Cervantes rascándose la barba—. Pero hábleme de usted, don Juan, que a más de correo mayor tengo oído que es maestre de campo.

Villamediana se palmeó el muslo con la mano derecha y se puso en pie como empujado por un resorte.

—No me tire de la lengua, don Miguel, que si hablamos de Nápoles habrá que hacerlo de Milán, y es mentar al marqués de Hinojosa y me empieza a hervir la sangre. Que semejante inútil sea gobernador… No hay mayor despropósito que oponer al de Saboya a su amigo más íntimo. Es como poner un salmón a vigilar el baño de un oso. Me temo que allí sólo nos espera la vergüenza. Pero dejemos eso para otra ocasión, don Miguel —dijo dando un paso hacia la puerta—, que ahora no tengo más remedio que acudir a una cita.

—Galante, supongo —comentó Cervantes recuperando el buen humor.

—En cierto modo. Voy a entregar una yegua Valenzuela de pura raza a don Pedro Vergel, alguacil de la Corte. ¿Lo conoce?

—He oído hablar de él. Dicen que es un jinete magnífico. Destaca alanceando toros. Pero entonces, ¿cómo dice que es una cita galante?

—Tiene el hombre una mujer espléndida, ancha de remos y grupa generosa. Me gusta dormir con ella mientras él lidia. Él monta mi yegua y yo monto a la suya. No es mal trato… Buen cornudo este Vergel.

—¿Pero él lo sabe?

—Don Miguel, ya sabe lo que se dice ¿no?, que no hay cornudo que no lo sepa…

—… ni traidor que no lo pague —terminó la frase don Miguel al tiempo que asentía con la cabeza—. Qué gran verdad.

—A propósito, he oído por ahí que un fulano ha sacado la segunda parte de su Quijote. ¿Es cierto?

—Para mi desgracia.

—Lástima que no pueda quedarme a charlar un poco más. Prometo volver pronto para que me cuente esa historia y describirle yo los detalles de eso que cree haberse perdido en Nápoles. Como adelanto le diré que estoy deseando volver a Madrid. A cuidarse, y con Dios.

Salió decidido, de cuatro zancadas alcanzó la escalera, la bajó de una carrerita y dejó la casa temblando de un portazo.

Me acerqué a la ventana a tiempo de verlo montar una yegua torda con la crin y la cola totalmente negras y largas casi hasta el suelo. Su cabeza, la frente, los belfos, las orejas, parecían talladas con cincel. Se situó en el centro de la calle y mantuvo un galope en el sitio. Los arreos, orlados de espuma blanca, emitían un tenue tintineo. Se descubrió, agitó el sombrero en dirección a nuestra ventana, hizo que el caballo se detuviera sobre sus patas posteriores, caracoleó y se largó al galope corto hacia los prados de Atocha.