Don César Memelosa, marqués de Casa de la Madera y señor de las Cocheras, es un acreditado genealogista que tiene abierto despacho en plena calle de Platerías, entre las escribanías hereditarias del Ayuntamiento de la Villa y las putas más caras de la Corte.
Hace casi dos años que abrí expediente en su oficina para que me consiguiera una carta de hidalguía que certificara mi limpieza de sangre y me abriera el acceso a puestos de mérito en la administración real. Hasta el momento todo lo que había logrado eran esperanzas y buenas palabras, pero yo confiaba que en su último viaje hubiera obtenido las pruebas que le faltaban para lograr nuestros fines. Mis fines, quiero decir. Y más me valía que así fuera, porque sus tarifas andaban parejas a las de sus vecinos y yo hacía tiempo que había tocado fondo. De hecho no contaba con poder adelantar más dinero a cuenta, y no se me ocurría otro medio para que no arrumbara mi expediente que cederle el censo del solar de mis padres hasta la total liquidación de la deuda. Por suerte, Robles había acudido en mi ayuda sin saberlo.
Creo que debo aclarar algo. He hablado de «tarifas» y «deuda», pero me temo que no son los términos adecuados. Ya se sabe que los nobles desprecian el dinero, les aburre, no está bien visto que revisen o regateen facturas, la mayoría ni se molestan en esperar las vueltas cuando hacen una compra, pero a don César le encanta recibir regalos, los regalos son otra cosa, y cuanto más generosos más facilitan las pesquisas y en mayor medida garantizan los resultados.
Físicamente don César no pasa desapercibido. Su cabeza es algo más grande de lo normal y un poco abombada a la altura de la frente, la nariz le brota recta y ancha con corte de apagavelas y lleva bigotes recios y alborotados a lo militar. En contraste con la cabeza, su cuerpo es seco y pellejudo, tiene las caderas planas y las piernas agudas como floretes.
Me abrió la puerta su criada Adoración, una enorme matrona medio negra y medio india que había sido su ama de cría y que aún le llamaba «mi niño» alargando mucho la «i» como en una almibarada cantinela portuguesa.
—Don Isidoro, precisamente iba a enviar en su busca —dijo don César en cuanto puse un pie en el despacho.
Flotaba en el aire un aroma intenso de azahar, aunque no se veían flores por ninguna parte. Don César estaba de pie entre montones de legajos que se alzaban un metro desde el suelo y muebles atestados de papeles. Vestía un albornoz de algodón color burdeos indolentemente atado a la cintura, bajo el que asomaban unas calzas medio caídas y unos altos gregüescos de terciopelo.
—Vamos, vamos, entre —dijo, pero yo no me atreví a dar un paso más por miedo a tirar alguna de aquellas pilas—. He hecho averiguaciones —añadió mientras rebuscaba entre los papeles de la mesa—. Me temo que no tengo muy buenas noticias.
Me desinflé. En aquel momento sentí un cansancio infinito, pero no dije nada, le alargué el canuto con el dinero y él lo hizo desaparecer rápidamente en la gaveta de la mesa.
—¿Usted recuerda desde cuándo vivió su familia en Sacedillo?
—Desde siempre, supongo —respondí encogiéndome de hombros—. Allí es donde está el solar familiar, ya lo sabe.
—Ya. En efecto, allí está lo que queda de su patrimonio, pero ¿desde cuándo fue de su propiedad?
—Lo ignoro. Sólo sé que nací allí. En el padrón municipal figuran al menos cuatro generaciones, ¿no? —dije un poco molesto.
Aquello empezaba a sonarme a disculpa, a una nueva delación, a pérdida de tiempo, pero estaba equivocado.
—En el padrón sí, pero no consta inscripción alguna en la parroquia —dijo don César marcando muy bien las palabras.
—No entiendo… —dije yo—. Tal vez olvidaran…
—Tal vez, tal vez. Pero discúlpeme, don Isidoro. Aunque le parezca extraño, lo lógico es pensar que sus padres procedían de algún otro sitio… ¿A usted esto no le suena de nada?
Yo negué con la cabeza.
—Debe de haber algún error, no creo que… —balbucí.
—Mire, voy a ser franco con usted —me interrumpió—. En el asunto este de las hidalguías he tenido que ver muchas cosas. He llegado a tratar a auténticas ligas de plebeyos conjurados para testificar unos a favor de otros que son hidalgos desde siempre. Unos vecinos de Talavera incluso fundaron una caja común para financiar la modificación de los antiguos padrones municipales donde sus antepasados figuraban como pecheros, así como los libros parroquiales.
—¿Qué tienen que ver conmigo?
Don César dejó pasar unos segundos, tomó aire con solemnidad y luego dejó explotar la mina.
—Me temo que sus padres eligieron un camino parecido —susurró.
—¡Eso es ridículo! —exclamé—. Mis padres eran hidalgos.
—No sé cómo reunirían su fortuna —dijo él ignorando mi protesta—. Tal vez fueran labradores, tal vez tuvieron suerte con algún negocio, quién sabe, y una vez se vieron ricos decidieron dar el salto social. El primer requisito fue cambiar de lugar de residencia, en el suyo eran conocidos y por tanto les sería imposible medrar. Los pasos habituales suelen ser liquidar el negocio en cuestión e invertir en tierras y rentas fijas. Lo más seguro es que buscaran un lugar que tuviera problemas para recaudar los impuestos exigidos por la Corona y en el que ellos pudieran constituir un censo sobre los bienes del común. Desde ese momento su pueblo de acogida tendría una deuda permanente con ellos y estaría obligado a pagarles una pensión anual. Sacedillo es un lugar pequeño, así que a su padre, además, no le costaría mucho comprar tierras, hacerse nombrar regidor, alcaide, familiar de la Inquisición y todos esos cargos que dice usted que ostentaba.
—Quiere decir que…
—Que compró la hidalguía —afirmó fríamente don César—. O lo intentó, al menos, porque algo le salió mal. Por algún motivo no pudo falsificar el libro parroquial como había hecho con el padrón municipal.
—Pero el que falte alguna inscripción puede deberse a un error —dije intentando pensar fríamente.
—En efecto. Por eso busqué las fechas de nacimiento y defunción de las cuatro generaciones anteriores de Montemayor de acuerdo a los datos que usted me había facilitado, y nada. No hay ni un solo Montemayor en el libro parroquial de Sacedillo. Muy raro, ¿no le parece? Sólo constan las muertes de sus padres. Eso no podía ser casualidad. Me planteé dos opciones. O había una confabulación para impedir que el último Montemayor disfrutara de los beneficios de su linaje, o todo era una pura invención de su padre, si me permite decirlo tan crudamente. Para descartar la primera revisé cuidadosamente los libros, comprobé que no había páginas arrancadas, tachaduras ni intrusiones, y una vez confirmado este último extremo no me quedó más remedio que aceptar la realidad.
—Que no soy hidalgo —dije sintiendo cómo todo mi mundo se tambaleaba.
—¡No, hombre! —exclamó don César risueño—. Que el serlo le va a salir un poco más caro de lo previsto.
—¿Qué quiere decir?
—Yo soy de los que creen que la verdadera nobleza reside en los actos más que en la sangre. O al menos se reparte por igual. Y usted, don Isidoro, ha vivido como hidalgo toda su vida. Sería una pena estropearlo ahora. Claro que habrá que acabar el trabajo iniciado por su padre.
—¿Es posible?
—Amigo mío, le seré franco: ¿cómo decía el poeta? Sí. Sólo dos linajes hay, el tener y el no tener.
Se detuvo en el «no tener» y me dedicó una mirada socarrona.
—Desde luego que es posible, y creo haber descubierto su escollo. Al parecer, el sacristán anterior tenía vocación de cartujo y carácter de perro braco, pero por suerte para nuestra causa murió de peste.
—Igual que mi padre.
—Igual que media España. Pero el sacristán actual es un hombre encantador que mantiene barragana y cuatro hijos, y se le ve proclive a llegar a acuerdos razonables.
Hizo una pausa para darme tiempo a entender su propuesta.
—Tampoco pide demasiado, un par de doblones por asiento. Entre nacimientos y muertes, contando que podemos decir que alguna de las mujeres nació en otro sitio, unos trece o catorce asientos, menos los dos de la muerte de sus padres, que esos sí constan, los he visto, pues por unos veinte o veinticinco doblones quedaría todo arreglado. ¡Adó! —gritó alzando la cabeza—. ¡Adó! —repitió al no obtener respuesta—. Esta mujer todavía no ha vuelto, la he mandado a por unos de esos nuevos refrescos de nieve, le gustan, ¿verdad? El alcohol no me sienta nada bien, yo me he aficionado sobre todo al de canela. ¡Adó! —volvió a gritar y se asomó al pasillo para ver si llegaba de una vez su sirvienta.
Yo sonreí como un bobo, asentí con la cabeza y me quedé en silencio intentando asimilar todo lo que acababa de oír. Según don César, mis padres habían empleado la mitad de su vida en reunir un capital para luego colocarlo en tierras lejos de su lugar de origen para inventarse un linaje. Y eso lo habían mantenido en secreto incluso ante mí. De pronto, la máxima de mi padre de que tan importante es lo que eres como lo que los demás ven en ti cobró un nuevo significado. Si vives como hidalgo, los demás darán por hecho que lo eres, pensé. Pero eso no es suficiente, y tú lo sabías, padre. Si no, ¿para qué tomarse la molestia de falsificar los padrones? Entonces entendí también de otro modo la angustia que afloró en sus delirios poco antes de morir, ese miedo irrefrenable a no haber dejado arreglados sus asuntos con Dios. En realidad lo que dejaba sin liquidar no eran asuntos con Dios, sino con el sacristán, lo que supone una sutil diferencia en el escalafón. En fin, la cosa tenía su gracia. Una intensa corriente de simpatía me unió a la memoria de mi padre, al que imaginé observando mis reacciones con media sonrisa dibujada en la cara.
—Vamos, vamos, Adó —dijo don César animando a la sirvienta, que apareció cargada con una bandeja con tres vasos—. Vaya, ¿no había de canela? ¿De qué son? Agua de cebada, seguro, me encanta el agua de cebada, si no hay canela, claro, y el otro de agua de azahar, ¿verdad? Vamos, vamos, que me deshidrato.
Don César dejó caer el albornoz. Con el torso al descubierto salió al pasillo y separó los brazos. La vieja negra lo siguió con el vaso de agua de azahar con nieve. Para mi sorpresa, la mujer dio un buche del refresco y lo arrojó pulverizándolo con los labios sobre su amo que empezó a bracear como si nadara entre una bruma dulce y aromática. Comprendí entonces el porqué del olor a azahar que había notado al entrar. Paredes, muebles y papeles, todo estaba impregnado de ese olor, sobre todo el aliento de Adó y la piel de su niiiiiño.
—¡Oh!, ¡qué delicia! ¡Anímese, don Isidoro! ¡Qué frescor! ¡Esto es vida!
Reconozco que por un momento me dio un poco de envidia, pero a pesar de las noticias que acababa de recibir aún conservaba un resto de dignidad. Decliné su invitación y me dispuse a apurar mi agua de cebada mientras Adoración le rociaba a él solo el vaso entero.