51

Me desperté asustado por los martillazos, como si los oyera por primera vez. Había bastado un día para olvidar dos meses de infierno. Oriné en la bacinilla, la saqué al balcón y cerré las ventanas. Los golpes cesaron de pronto y entonces distinguí claramente las familiares voces de los albañiles y su canturreo.

Había pasado la noche soñando con Contreras. Incluso despierto no lograba librarme de su gélida sonrisa, así que mientras me tomaba un par de piezas de fruta escarchada y un vasito de aguardiente reflexioné sobre la extraña amistad que unía a Lope con don Alonso y la relación que pudiera tener con esa atracción de Lope hacia los hechos de armas que tan mal se le habían dado a él. Pensé que en cierto modo tenía razón Cervantes cuando decía que Lope le envidiaba su pasado heroico y que de él podía esperarse cualquier desprecio salvo una burla o una sátira de una herida recibida en combate.

Aunque estaba un poco atascado con el encargo de Robles, había asuntos personales que debía atender. Moví la mesa procurando no hacer ruidos que sonaran extraños o sospechosos, levanté el baldosín secreto, saqué el dinero y lo conté. Guardé una reserva, aparté un poco para mis gastos y con lo demás hice un canuto y lo metí en la caja de hojalata de mi tahalí. Ya debía de haber vuelto a la ciudad don César Memelosa, mi genealogista, y tenía mucho interés en ver qué novedades traía y en hacerle entrega de una contribución para mi causa. No es ése carro cuyos ejes puedan quedar sin sebo.

Me bañé a trozos, y al ir a cambiarme de camisa recordé que le había entregado mi muda para lavar a Venancia, así que me vestí a medias, cogí unas monedas y salí en su busca. La mujer me recibió zalamera, sopesó satisfecha su paga y me dijo que Isabelita había estado preguntando ayer por allí, y que pobre muchacha, el disgusto que se había llevado cuando le dijo que ella ya no tenía llave (cosa que recompensé sobre la marcha con las vueltas de la colada). Venancia, satisfecha, me advirtió que Isabel parecía enfadada y que tuviera cuidado que era mujer de armas tomar. Luego me dio mi ropa, subí y me vestí.

Salía ya arreglado y dispuesto para ir a casa de don César cuando me volví a cruzar a Venancia en el zaguán, y entonces le pregunté si sabía algo de las obras, de cuándo iban a acabar y si había hablado a Cañamares del asunto de la letrina. Me contestó que ni idea, ni idea y ni loca, que ya me había dicho ella claramente que nadie iba a cagar encima de sus gallinas.

—Pero entonces, ¿qué van a hacer arriba?

—Dejarán en una esquina un cuartucho con un tablón agujereado y un albañal que baje hasta la calle.

—¿Y no podrían hacer eso también en el primer piso? —pregunté yo, esperanzado.

—Ande ya, no sea guasón, don Isidoro —respondió ella frunciendo el ceño—. Pero qué cosas se le ocurren. El primer piso tiene ventanas.