Tres horas más tarde me acerqué a casa de Lope. No llegué a llamar. Dentro se oían voces, música, y en la puerta volvía a estar el palafrenero con los caballos del duque. Pasé de largo y me senté en el soportal de un pequeño figón que hay en la esquina junto a la mancebía de la calle Francos. Todo lo tranquila que es la calle de día lo es de agitada por la noche. Como diría don Damián, en cuanto oscurece salen las putas a la calle como el pus cuando revienta un lamparón.
Don Damián es el capellán del convento de Trinitarias que hay un poco más abajo, un tipo rechoncho y sin cuello que ha decidido, por su cuenta y riesgo, que es impropio que haya un burdel a dos manzanas de «sus» monjas. Ya sabe usted que el obispado ha establecido, de acuerdo con los alcaldes de Casa y Corte, un horario en el que los clérigos pueden acceder a las mancebías para exhortar a las prostitutas a abandonar su oficio, pero desde hace un par de meses el tal don Damián se dedica a hacer incursiones sorpresa, con las broncas y tumultos que esto acarrea. Y lo gracioso del caso es que es una batalla perdida, porque la misma diócesis tiene parte en el negocio.
El figón apestaba a corcho triturado y a vinagre. Es uno de esos sitios en que no hacen más que trasegar el vino de los pellejos recubiertos de pez a pequeños lebrillos de barro donde se acaba por picar de tanto airearse y agitarse y queda sólo hábil para consumo de los muy borrachos. No era ése mi caso, así que pedí un vaso de aguardiente y me dispuse a esperar pacientemente a que el duque decidiera volver a casa.
Tuve que esperar cosa de una hora, hora y media. Serían casi las dos de la mañana cuando salió al fin seguido de Cabrera. Parecía satisfecho, sonriente y yo diría que un poco cargado. Cabrera y el palafrenero lo ayudaron a montar y luego se fueron los tres al paso hacia la calle del Pardo. Yo me levanté en el acto, pagué la bebida y me acerqué a la casa. La puerta se había quedado abierta. Varios hombres, dos de ellos gitanos, charlaban en voz baja en el zaguán. Una niña, también gitana, estaba en cuclillas contra el muro abrazándose las rodillas, la cabeza caída sobre uno de los brazos, los ojos cerrados. Parecía agotada. Cuando asomé el cuerpo callaron un momento, me echaron un vistazo y siguieron a lo suyo como si tal cosa. Todo estaba oscuro. Reinaba un ambiente de desolación, de cansancio, de fin de fiesta. El aire parecía tan viciado como si todo él hubiera sido respirado varias veces. En ese momento apareció Candil, les entregó la paga y los despidió afable hasta la próxima. Los hombres respondieron agradecidos con medias palabras, recogieron sus cosas —un hato de instrumentos que había junto a la puerta—, despertaron a la muchacha de una patada y se largaron.
—He vuelto —dije por si Candil no se había percatado de mi presencia.
—Pues ya lo veo. ¿Qué desea?
—¿Puedo pasar?
—Pues no sé si será buena idea. Las señoras todavía están arriba.
—Dijiste que volviese en cuanto se fuera el duque.
—Pues sí, pero ya le digo que las señoras…
—Oiga —le dije procurando controlarme—, llevo cuatro o cinco horas, ya he perdido la cuenta, dando vueltas por ahí, haciendo tiempo para volver a ver a don Lope, así que le ruego que le diga que he vuelto y que estoy esperando. Y si fuera necesario, recuérdele que fue él quien me llamó.
Eso de que lo tratara de usted pareció gustarle, al menos a eso achaqué yo su cambio de actitud.
—Pues veré qué puedo hacer —dijo alzando un dedo en el aire como debía de haber visto hacer a tantos secretarios de las grandes casas.
Me dejó solo en el zaguán. Una luz me atrajo hacia el jardincillo trasero. Cuatro lámparas de aceite hacían posible moverse entre los arbolitos y los arriates sin pisarlos. Sin embargo, los estragos de la fiesta eran visibles; había trozos de una jarra de vino, platos con restos de comida por el suelo, un tiesto de geranios roto y un arriate de margaritas pisoteado. De arriba llegaron voces, risas. Las mujeres empezaron a bajar las escaleras y yo me oculté tras la puerta del patio. Del primer vistazo reconocí a Jerónima de Burgos. Era una mujer imponente, de pelo castaño claro y labios carnosos. Lástima que los dientes, grandes y amontonados, afearan su sonrisa, pero se adivinaban otras dotes que hacían que los hombres despreciaran ese defecto. Al pie de la escalera las tres se echaron los mantones sobre la cabeza y salieron a la calle escoltadas por un caballero que reconocí al instante. Se trataba de don Alonso de Contreras, el capitán que estaba llevando a cabo la recluta para socorrer la Mamora y que últimamente me encontraba en todas partes. Buena escolta, pensé. Don Alonso dejó tras sí la puerta abierta. No tardará en volver, me dije al recordar que la de Burgos vivía más abajo en la misma calle y las otras dos seguramente serían pupilas de la mancebía de enfrente.
—¡Eh! ¡Psst! Suba —dijo Candil asomándose a la ventana.
De cuatro zancadas me planté en el despacho, pero estaba vacío. Miré en una y otra dirección hasta que la voz de Lope me orientó.
—Estoy aquí. Adelante.
Me asomé a una estancia amplia adornada con tapices. En una esquina había un estrado cubierto con una alfombra espesa y cojines de terciopelo, y a su lado varias sillas fraileras de respaldo alto. Lope estaba sentado en una de ellas y me indicó otra para que lo acompañara. Junto al estrado un pebetero exhalaba aroma de áloe y ámbar, pero en el ambiente estaba muy presente el del hachís y el tabaco, y como base de todo un penetrante toque de sudor fresco.
—¿Qué es lo que desea ahora? —me preguntó Lope en cuanto nuestras caras estuvieron a la misma altura—. Tenía idea de que ya lo habíamos hablado todo.
No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que estaba borracho, o ido. Tenía los ojos rojos, llorosos, la tez macilenta y el habla algo torpe y arrastrada, pero parecía mantener un total control de sí mismo. En su mano derecha todavía humeaba una pipa de hachís.
—Falta que me diga quién es Alonso Fernández de Avellaneda —dije yo resuelto.
Lope me lanzó una mirada felina y luego sonrió.
—Veo que es usted pertinaz. Creía haberle dicho ya que no lo sé.
—Me da la impresión de que hay pocas cosas que usted no sepa —dije yo lisonjero—. Seguro que al menos puede darme alguna idea.
Lope se relajó aún más en su asiento. Yo lo observé un poco incrédulo. Nunca había conocido a un hombre tan sensible al halago, ni tan seguro de merecerlo.
—Soy hombre de grandes ideas —murmuró con un deje de ironía.
Lope apoyó los codos en los brazos de su silla, unió las manos en actitud orante y se colocó los índices entre los labios.
—Entonces, ¿puede ayudarme? Comprendo que quiera proteger al autor, sé que el Quijote no es plato de su gusto. Además, es evidente que Avellaneda lo admira y lo más seguro es que sea alguno de sus allegados…
—Cervantes debe de estar loco para emprender una cruzada contra su imitador —dijo pensativo.
—No es él quien me ha encargado la búsqueda.
—¿Quién entonces…?
—Robles.
—Acabáramos…
—Y bien… ¿Va a ayudarme? —insistí.
Tardó en contestar. Parecía ensimismado en sus pensamientos, muy lejos de mí y de todo lo que le rodeaba.
—Señor… —insistí, pero su mirada se mantuvo perdida más allá de uno de los tapices que adornaba el estrado.
Aguanté un poco más en silencio, pero al no obtener respuesta decidí sacar de nuevo a colación el encargo del duque de Osuna, a ver si por ahí lograba algo.
—Respecto a lo que hemos hablado esta tarde de don Rodrigo Téllez Girón, he creído entender que tenía problemas…
—Osuna…, Sessa…, Lemos… —murmuró él—. Mezquinos…
—Si se trata de montar una historia, sea lo que sea, yo puedo echarle una mano. Soy bueno pensando historias, no sé hacer versos pero le aseguro que las historias no se me dan mal.
Lope me miró como si me viera por primera vez desde que había tomado asiento.
—Osuna es un mal nacido —dijo repentinamente con voz cavernosa—. Quiere limpiar el origen de su casa. Nápoles es demasiado jugoso para dejar ningún cabo suelto, pero no se puede borrar que el primer duque fue un miserable…
—No conozco la historia, pero algo se podrá hacer.
—Un miserable ambicioso…
—Le propongo un trato. Yo me estudio la vida de don Rodrigo y si se me ocurre algo se lo digo. ¿De acuerdo?
—… ambicioso…
—Y a cambio usted me echa una mano con lo de Avellaneda.
Me miró con extrañeza. Dudé de que se hubiera enterado de algo, demasiado vino, demasiado hachís.
—No le pido que delate a nadie, sólo que me dé alguna pista, ¿comprende?
Lope asintió, aunque no podía estar seguro de que lo hiciera a mi propuesta. Oí unos pasos aproximándose por el corredor, y al momento don Alonso de Contreras se asomó a la habitación.
—Creo que es hora de que se vaya —dijo de forma cortés pero firme.
Estaba en camisa y parecía sorprendido de encontrarme allí a esas horas. Yo me puse en pie.
—En cuanto se me ocurra algo vendré a contárselo —le dije a Lope en voz baja.
El maestro asintió imperceptiblemente y volvió a fijar la vista en un punto indeterminado del tapiz.
—No se encuentra muy bien —le comenté a Contreras al pasar a su lado—. Volveré otro día.
Don Alonso me acompañó hasta el zaguán. Era más bajo que yo y, despojado del sombrero emplumado, la capa, el tahalí con las armas y el coleto de piel de búfalo, yo diría que menos corpulento. Sin embargo, como pude comprobar de inmediato, ambas cosas eran irrelevantes.
—Aquí esta noche no ha pasado nada, ni ha venido nadie ¿verdad? —dijo con una media sonrisa que me heló la sangre.
—¿Cómo voy a saberlo si no he estado? —respondí yo tendiéndole la mano.
Don Alonso me miró detenidamente, midiéndome. Me tuvo unos incómodos segundos con la mano tendida antes de estrecharla, y luego la retuvo más tiempo del debido. No me quedó más remedio que controlar mi aprensión y afrontar de nuevo su atrabiliaria mirada.
—Don Alonso —le dije intentando controlar mi nerviosismo—, usted ha escrito versos para encabezar obras de don Lope, ¿verdad?
Se mantuvo en silencio. Yo tragué saliva. Recordé que me estaba dirigiendo a un hombre que había cobrado su primer muerto antes de cumplir los catorce y que había servido en Malta, dentro mismo de las fauces del Gran Turco. Uno de los lados de su bigote se alzó ligeramente forzando una media sonrisa.
—Buenas noches —se limitó a contestar justo antes de cerrar la puerta.
Me fui insatisfecho, resignado a continuar mis pesquisas por otros derroteros. Las últimas horas habían sido tan intensas que no veía el momento de llegar a casa, pero había una cosa que no podía dejar de hacer esa misma noche. En vez de tirar por la calle Carretas di un pequeño rodeo para meterme por la de la Paz. En el recoveco del muro de San Felipe se alzaba firme la cruz con su advertencia a los caminantes: NO SE ORINA DONDE ESTÁ LA CRUZ. Después de mirar a uno y otro lado oriné donde siempre y luego fijé mi versión corregida del cartel sobre el del cura: NO SE PONEN CRUCES DONDE SE ORINA. Sonreí para mis adentros. A más de uno le iba a divertir.