Se había hecho de noche. Soplaba una brisa agradable que invitaba a pasear. La mayoría de las casas tenían las puertas y las ventanas abiertas y en todas se sucedían escenas familiares. La gente estaba cenando o charlaba relajadamente con los platos aún sobre la mesa. Tenía varias horas por delante, así que sin pensarlo mucho subí la calle León, crucé la de Huertas y me presenté en la taberna de Chete para hacer tiempo y de paso llenarme el estómago.
Había siete u ocho mesas ocupadas, y entre unos y otros tenían liada una buena tertulia con el último chascarrillo del día, la noticia de que una banda de unos doscientos gitanos campaban a sus anchas por la frontera de Aragón y tenían aterrorizado a todo el territorio.
—He oído en San Felipe que han llegado a tomar y saquear dos pueblos, y que para cuando llegaron los cuadrilleros ya se habían ido —dijo un tipo un poco obeso que se cubría la boca con ambas manos. Por el esfuerzo de palanca que hacía con la biznaga debía tener media mula atascada entre las muelas.
—Hay quien dice que los cuadrilleros se aseguraron de que ya no estaban antes de ir.
El obeso soltó una carcajada apagada, se le congestionó la cara y dos venas azules se hincharon en sus sienes.
—Dicen que esas bandas controlan comarcas enteras, incluso cortan las cañadas reales y se quedan con el ganado que se les antoja, comen el que quieren y venden como propio lo que les sobra.
—Para acabar con ellos habría que levantar un ejército.
—Ahora no es mal momento, con la cantidad de soldados ociosos que hay.
—¡Oh, vamos! —protestó otro—. Eso sería apagar brasas con fuego. De todos modos nadie se alistaría para una campaña así, esa chusma no mueve un dedo si no cuentan con derecho de saco.
Hubo un murmullo general de aprobación, interrumpido por el carraspeo insistente de un tipo menudo y calvo que tiene fama de reputado arbitrista.
—Yo cuento con un memorial presentado en la oficina del rey sobre este asunto —dijo ajustándose sus lentes redondos—, y en él expongo con total claridad la necesidad de expulsar a los gitanos, igual que en su día se hizo con los moriscos.
—Desde luego —aprobaron algunos.
—Y mientras se articula el modo de hacerlo a satisfacción, prohibirles que lleven armas de fuego —puntualizó.
—¿Usted qué piensa, don Fernando?
El tal don Fernando era un caballero viudo o soltero, eso no lo sé, vecino del barrio, que cenaba en el mesón de Chete casi todos los días. Era igual de calvo que el arbitrista, pero más alto, y tenía barba blanca y afilada y bigotes con puntas de alambre. Antes de contestar se irguió, hinchó el pecho y se limpió la boca con un paño.
—A los moriscos se les acusaba de facilitar las incursiones de los piratas berberiscos y turcos y de aliarse con franceses y venecianos para llevar a cabo una gran ofensiva contra la Corona.
—Todo eso está demostrado.
—Pero no creo que se pueda acusar de lo mismo a los gitanos. Además, los moriscos constituían una comunidad descontenta de miles de hombres asentados sobre todo en las costas de Levante, y los gitanos son menos y andan más repartidos.
—Ya ha oído lo organizados que están. Una partida de más de doscientos hombres…
—Hay partidas como ésa por toda la península —dijo Chete, que llegaba con una bandeja cargada de cuartillos de vino. La apoyó en la mesa y fue poniendo uno delante de cada contertulio mientras seguía hablando—. Cataluña está minada de cuadrillas incluso más numerosas, y al sur de Despeñaperros, para qué hablar. Un vistazo a Peralvillo es como la visión del Apocalipsis, con todos esos cadáveres de ladrones colgados de postes y asaeteados como acericos. Y no son gitanos.
Remató su discurso dando la espalda a la mesa para encararme a mí. Su cuerpo hizo de pantalla y no pude entender con claridad qué le contestó el arbitrista, pero luego volvió a hablar el caballero de barba blanca para decir que en Zaragoza se montaban caravanas para ir a Barcelona, que ése era el único medio de asegurar un viaje tranquilo, aunque ni así había garantía de llegar porque si venían mal dadas los escoltas eran los primeros en desaparecer.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó Chete.
—¿Qué tienes?
—Alcachofas con jarretes de tocino.
—Venga.
Chete se sentó conmigo un rato y Ana trajo la comida.
—Por cierto —dijo la mujer en cuanto dejó el plato sobre la mesa—, ha estado aquí buscándote la chiquita esta…
—Isabel —dijo Chete.
—La morena… —aclaró Ana.
—Isabel —insistió Chete.
—Pues Isabel —aceptó su mujer—. Le habían dicho en tu casa que no estabas y decidió pasar por aquí a ver si tenía suerte. Parecía tener prisa por encontrarte. Probablemente te esperará en lo de Lazcano.
Aquello me recordó a la sifilítica del bodegón. A lo mejor por eso decía que la conocía, seguramente habrían coincidido más veces.
—Yo que tú me andaría con ojo —dijo Ana de pronto—. No me ha dado buena espina esa mujer.
Miré a Ana con respeto. Tenía la tez tersa y blanca y le brillaban los ojos de un modo especial. No sé por qué, pero viniendo de ella esas palabras cobraban un valor añadido. Recordé entonces la última conversación con Luis Vélez y Ximenet en la que se habían burlado de mis enredos con Isabel, y volví a considerar por qué estaría tan interesada en mí de un día para otro, si sería por el dinero, por la ejecutoria de hidalguía, por la limpieza de sangre… Tal vez fuera injusto pero, en honor a la verdad, reconozco que se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades menos que estuviera sinceramente enamorada.
—¿Cómo te van las cosas? —preguntó Chete devolviéndome al presente.
—Pues… no lo sé. Cada vez más confundido, si soy sincero.
—Te metes en cada lío… —opinó Ana—. En una de ésas te encuentran muerto como a la marquesa.
—¿Qué marquesa?
—Anda éste. ¡Pero en qué mundo vives! La de Hornacho.
—Hoy apenas he salido de casa —me disculpé.
—Nadie habla de otra cosa. Parece que Flandes ya no existe.
—¿No es el marqués de Hornacho el que ha ordenado que trajeran a la Corte un niño con dos cabezas? —preguntó el arbitrista que había cogido al vuelo el comentario de Ana.
—Cierto. Es propietario de un gabinete magnífico —dijo el caballero.
—Sí, yo también he oído maravillas de él.
—A ésa la han matado —dijo Ana.
—¡Qué tontería! —exclamó su marido—. ¿Y tú cómo lo sabes?
—No, si nunca lo sabremos, pero la han matado, te lo digo yo.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —pregunté.
—Dicen que esta mañana su doncella la ha encontrado muerta en el baño —me explicó Chete como en un aparte.
—¿Ahogada? —pregunté yo discretamente.
—Desangrada. El baño estaba rojo de sangre. La muchacha empezó a gritar en cuanto la vio y creo que todavía sigue.
—La han matado, hacedme caso —insistió Ana alzando la voz.
—Un primo mío, caballero de Santiago, me ha contado a mediodía que precisamente esta mañana había coincidido con ella en la misa del Buen Suceso —comentó el caballero.
—¿Qué tendrá que ver? —dijo Chete.
—Pues que el marido ha querido asegurarse de que estuviera en gracia de Dios antes de matarla —dijo el arbitrista con rotundidad—. Ya saben lo que dice san Agustín, que mayor daño hay en la perdición de un alma que en la de mil cuerpos. Y no sería la primera vez que ocurre. ¿Recuerdan al escribano aquel que dio muerte a su esposa el día de Jueves Santo cuando estuvo seguro de que había confesado y comulgado? Y todo por unas sospechas de adulterio que al final quedaron en nada.
—No hay culpa en el injuriado que da muerte a los que ensucian su honra —dijo el caballero.
—No, pero tiene que matar a los dos culpables de la afrenta. No basta con desangrar a la mujer.
—Lo más seguro es que ya esté acordada la muerte del amante.
—Hay que liquidarlos a los dos in fraganti —sentenció el arbitrista—, en caso contrario no es aplicable la exoneración del delito porque puede ocultar una intención viciosa.
—Si así fuera, el marqués estaría detenido y nos habríamos enterado.
—Pues sí que le iba a importar a él la choneración esa —opinó Ana—. Los que tienen dinero pueden hacer lo que les plazca. Luego compran a los jueces, que olvidan el sumario o acuerdan la sentencia y se acabó. Y en el improbable caso de que éstos no acepten el soborno, ya lo harán alguaciles y alcaides, que no hay muros en España que un grande no pueda saltar.
—Ni un chico. Habiendo oro de por medio nadie para en mientes.
—¿Pero por qué iba nadie a matar a la marquesa? —pregunté yo.
—El marido, hazme caso —respondió Ana—, ése es un asunto de cuernos. Si no, explícame, ¿a qué viene tanta sangre?
—Tal vez se haya suicidado —aventuré.
—Quita, quita, pero qué cosas se te ocurren, suicidarse una marquesa, ¡anda que no eres retorcido! Mejor que la hayan matado, hombre, y que Dios la acoja en su seno.