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Don Lope de Vega y Carpio vive en la calle Francos, a la izquierda según se baja desde la del León. No es una casa grande, aunque tiene dos pisos y cuatro balcones a la calle, lo que la convierte en un palacio en comparación a mi cueva. Antes de golpear la aldaba atisbé, siguiendo mis malos hábitos, a través de las ventanas del piso bajo, pero estaban cerradas. Acudió a abrirme una mujer mayor, Catalina creo que se llama (ésa con la que en broma decían confundir a Lope cuando acababa de afeitarse para la ordenación), que le sirve de criada y niñera. Me dejó esperando en el zaguán mientras anunciaba mi visita. Desde donde yo estaba se oían las voces de unos chiquillos jugando en el patio trasero. Me acerqué a echar un vistazo. Había un niño y una niña, y a la sombra de una parra, sentadito en el centro de una cuna de altos barrotes, un bebé roía un mendrugo de pan. Los mayores jugaban a saltar una cuerda que habían atado entre dos arbolitos. Supuse que serían los hijos de Lope. Su segunda esposa, doña Juana Guardo, había muerto hacía un año de sobreparto, así que el bebé de la cuna debía de ser de ella, y los otros de Micaela Lujan, su poética Camila Lucinda, la que Pablo Cimorro decía que había inspirado a Dulcinea, porque su primera esposa, doña Isabel de Urbina, aquella a la que raptó y luego abandonó para enrolarse en la Invencible, había muerto hacía casi veinte años. Según contaban, después de morir doña Juana, Lope decidió reunir bajo un mismo techo a todos los hijos que le quedaban para hacerse cargo de su cuidado y educación. Era una decisión que formaba parte de su arrepentimiento público y era muestra de su decidida voluntad de llevar en adelante una vida ejemplar haciendo honor a sus nuevos votos. Aquél era un acto generoso y magnánimo, una buena puesta en escena en las que era especialista. Sin embargo, el sentir del vulgo era que si además dejara de dormir con Jerónima de Burgos tal vez alguien se tomara en serio su propósito de enmienda. Por otra parte, según las malas lenguas, había otros tantos niños regados por el reino que excedían el alcance de su penitencia.

—¿Le gustan los niños? —preguntó alguien con voz grave y cálida desde el primer rellano de la escalera.

—Sí, aunque no tengo mucho trato con ellos —respondí intentando penetrar las sombras. Yo debía ser totalmente visible para mi anfitrión, pero yo apenas vislumbraba el bajo de su sotana—. Un vecino mío tiene dos hijos ciegos y les tengo mucho cariño.

—¡Ciegos! Eso sí que es mala suerte.

—No sé. Si los viera, parece una familia muy feliz.

—Serán ciegos de verdad, ¿no?

—Sí, sí. Claro.

—Hay tanto sinvergüenza amparándose a la sombra de los privilegios de los ciegos… ¿Puede haber algo más irritante que un falso tullido? Deberían crear un alguacil de pobres que se encargara de comprobar que los tullidos lo son realmente, y de castigar con dureza a los fingidores.

Su voz sonaba firme, propia de un hombre autoritario y seguro de sí mismo.

—Precisamente hoy hemos celebrado que a la hija mayor la han aceptado en la hermandad —dije yo.

—Entonces será ciega de verdad. De todos modos, no crea que me parece bien que los ciegos tengan el monopolio de la venta de pliegos de historias de santos y romances. Acaparan demasiado. Deberían conformarse con lo de los rezos. Lo de rezadores va bien con la ceguera.

—Si sólo se dedicaran a eso, no tendrían para vivir.

Poco a poco yo había rodeado la caja de la escalera y ahora miraba de frente a mi interlocutor. Lope de Vega vestía una larga loba de sacerdote que le sentaba sorprendentemente bien. Tenía más de cincuenta años y seguía siendo apuesto incluso vestido de cura. Tenía la nariz fina, la mirada inteligente, el pelo blanco, corto y peinado hacia atrás y el bigote y la mosca incipientes. Estaba claro que Lope difería del obispo Troya en lo referente a la mejor manera de salvaguardar la dignidad eclesiástica. De todos modos, el que lo compararan con su vieja criada por el hecho de afeitarse era más que exagerado.

—La procesión irá por dentro, créame. Los hijos… son lo mejor del mundo, y no hay dolor equiparable a su pérdida.

—Parece que habla con conocimiento de causa.

—He enterrado a tres —dijo con sentimiento—. Antonia, Teodora y Carlos Félix. Tendría ahora nueve años, casi un hombrecito. Lástima. —Y cambiando de tono, añadió—: Pero suba, suba, tenemos que hablar.

Me precedió hasta su despacho con pasos largos. En cuanto entramos en él apareció Candil. No dijo una palabra, me saludó con una ligera inclinación de cabeza, tomó unas cuantas cartas que le tendió su amo y desapareció.

—Siéntese —ordenó Lope señalando una silla al otro lado de la mesa—. Don Isidoro Montemayor.

Después de decir mi nombre en alto se quedó pensativo como valorando su sonoridad.

—No será familiar del autor de la Diana, ¿verdad?

—Me temo que no.

—Lástima. ¿Y bien? —dijo una vez instalado—. Según tengo entendido me anda buscando —añadió con una sonrisa. Me sorprendió ver que conservaba todos sus dientes, blancos y fuertes, una dentadura envidiable para su edad.

—No exactamente —dije haciendo un rápido repaso de quién podía haberle ido con el cuento, pero había hablado ya con tanta gente que me fue imposible aventurar ningún nombre—. No sé qué le habrán contado —aclaré—, pero yo sólo intento cumplir con un encargo.

—Que es…

—Descubrir a quién oculta el seudónimo Alonso Fernández de Avellaneda.

—¿El autor del Quijote? —preguntó con naturalidad.

—Del falso Quijote —puntualicé.

—¿Por qué falso? ¿Acaso el otro existe de verdad?

—Es una forma de hablar. Cervantes creó el personaje.

—Eso está bien, pero ya ha dejado de pertenecerle. Y dígame —preguntó con una abierta sonrisa—, ¿sospecha de mí?

—¡Hombre…!

—La poesía no nace y muere —dijo sin inmutarse—. Está ahí para ser utilizada. La obra de los poetas es patrimonio de la humanidad.

—Pues tengo entendido que a usted le disgusta que otros editen sus obras en su nombre.

Me arrepentí del comentario. Era mal principio incomodarlo con un tema que además no era de mi incumbencia. De todos modos no pareció que le molestara, incluso mantuvo la sonrisa.

—Creo que es un asunto distinto —dijo—. En mi caso un editor sin escrúpulos edita con mi nombre obras teóricamente mías pero que han sido tan alteradas que apenas conservan cuatro versos del original. Y además niega mi derecho a cobrar por ello.

—¿No cobra nada como autor?

—Nada. En cuanto se vende una obra a un comediante pasa a ser de su propiedad, y él la puede alterar, copiar, vender o hasta quemar si ése es su gusto. Al final las venden a los libreros y éstos las editan como les viene en gana.

Lope empezaba a calentarse. A pesar de su evidente autocontrol, aquél era un tema al que era particularmente sensible, y a mí lo último que me interesaba era que se enfadara, al menos por un asunto ajeno al que me había llevado allí.

—Es cierto que Avellaneda no pretende suplantar a Cervantes —dije dándole la razón—, tan sólo hace uso de sus personajes.

—Muchas continuaciones o segundas partes no son obra del autor original, incluso de grandes obras, y hasta ahora nadie había protestado.

—¿Por ejemplo?

—¿Es necesario que se lo diga? Pues la segunda parte del Lazarillo de Tormes, por ejemplo, aunque de ninguna de ellas se conozca al autor está claro que no es el mismo; o La Celestina, cuyo principio unos atribuyen a Rodrigo de Cota y otros a Juan de Mena y la continuación a Fernando de Rojas, por no hablar de La hija de la Celestina, de Salas Barbadillo; o la Diana de Montemayor, su homónimo, y la Diana enamorada de Gil Polo; o la Arcadia de Sannazaro y la mía propia; o la segunda parte del Guzmán de Alfarache escrita por Mateo Lujan, y que Mateo Alemán, autor de la primera, enmendó con su propia continuación…

A punto estuve de comentar que precisamente Mateo Alemán se había despachado a modo con su imitador (lo había incluido en su segunda parte haciendo el papel de ladrón y sinvergüenza), pero el tono de Lope no admitía réplica.

—Creo que es suficiente —dije con prudencia.

—… o mi Hermosura de Angélica, que al igual que Las lágrimas de Angélica de Luis Barahona es continuación del Orlando furioso de Luis Ariosto, a partir del cual, por cierto, escribió Boiardo su Orlando enamorado

—Basta, basta. Lo he entendido, se lo aseguro.

Lope se retrepó en la silla, alzó el mentón y se alisó la pechera de la sotana.

—Mire, cuando yo hago una continuación o una segunda parte no escondo mi nombre. No me avergüenzo. Al contrario, yo siempre mejoro el original.

Aquello sonaba bastante pretencioso, pero convincente. Además, no estaba en condiciones de discutirlo, desconocía la mayoría de las obras que había citado. Pero al margen de eso, algo había llamado mi atención, un detalle que Ximenet había resaltado cuando me habló de las alusiones a Lope en el Quijote. Se trataba del hecho de que La hermosura de Angélica fuera la continuación de una novela de caballerías, y así se lo hice notar.

—Sí —contestó un poco molesto—, supongo que cuando Cervantes dice que desea acabar con las novelas de caballerías se refiere a mí. ¡Pero qué le vamos a hacer! Son populares y una buena fuente de inspiración, lo mismo que los romances…

—Eso es algo que también le echan a usted en cara.

—¿El qué?

—Su forma de escribir. Mejor dicho, su forma de enfocar los temas.

—¿A quién debo rendir cuentas? —Dudó un momento, y luego se decidió a continuar—: Escribo como lo hago porque es lo que la gente quiere, lo que le gusta.

—Dicen que la función del teatro debería ser formativa.

—¿Dicen? ¿Quién dice? Los que no han escrito una obra en su vida, o si lo han hecho no han logrado estrenarla, y si la han estrenado no ha acudido nadie a verla. —Lope parecía hablar en general, pero si hubiera dado nombres y apellidos no habría sido más claro—. Déjese de tonterías. Lo primero que hay que hacer es llenar un teatro. ¿Acaso se puede educar un corral vacío?

—Pero todas esas situaciones absurdas…

—¡Funcionan! —exclamó con autoridad—. El público las entiende. Más aún, las demanda. Mire, no me importa en absoluto lo que Cervantes tenga que decir sobre cómo hay que hacer teatro. En el fondo resulta hasta gracioso, casi da pena. Y lo curioso es que muchas de las cosas que critica las censuré yo mismo en mi manifiesto original sobre el Arte nuevo de hacer comedias. Pero lo que no soporto, ante lo que no puedo inhibirme, es ante la hipocresía.

—¿A qué se refiere? —pregunté inocentemente.

Me preparé a escuchar la retahíla de contradicciones de las que me había hablado Ximenet, pero me equivoqué.

—¡Por favor! —dijo—. Estoy cansado de rebatir las ideas de Cervantes sobre el teatro, es algo que no tiene ningún interés.

—Pero eso no lo convierte en un hipócrita —insistí a ver en qué paraba aquello.

—¡Ah!, ¿no? —exclamó Lope arqueando las cejas—. ¿Recuerda que en el Quijote, entre críticas hacia mi trabajo, exaltaba como ejemplares unas obras tituladas La Filis, La Isabela, y La Alejandra?

Asentí. Había olvidado los títulos, pero me sonaba que ésas eran las obras de las que me había hablado Ximenet en la barbería.

—¿Sabe quién es el autor?

—No.

—Conocerá a los Argensola.

—Lupercio y Bartolomé.

Lope asintió.

—Esas obritas fueron escritas por Lupercio. Son vacuas, aburridas, pretenciosas, que yo sepa no se han publicado, y si he de decirle la verdad, creo que ni se han llegado a representar. Yo las debo de tener por ahí —dijo señalando sus anaqueles atestados de libros y cartapacios rebosantes de papeles—, un amigo me envió una copia para saciar mi curiosidad, aunque conociendo al autor no me hacía falta ver la letra.

—Parece que a Cervantes le gustaron.

—¡Ja! De entre todos los autores posibles, Cervantes pone como ejemplo la obra de un mal dramaturgo y triste poeta. Pero no se engañe, no es por falta de gusto ni de criterio. Tenía una razón para alabar y ensalzar a Argensola, y es que era el secretario del conde de Lemos, quien, qué casualidad, sonaba por entonces como futuro virrey de Nápoles.

—Precisamente ahora acaba su mandato.

—En efecto. Entonces decían que el conde había encargado a su secretario que reclutara una auténtica corte de artistas dispuestos a acompañarlo durante su estancia en el extranjero.

—¿Cervantes quería ir a Italia?

—Más que nada en el mundo. Y eso no me lo ha dicho nadie, lo sé de primera mano. Él mismo es incapaz de disimular el rencor que siente por los hermanitos, tanto por Lupercio como por Bartolomé. A pesar de todas las promesas que le hicieron lo dejaron en tierra.

Y no sólo a Cervantes, me dije, a Góngora también, y me pregunté si no habrían hecho lo mismo con Lope, aunque por aquel entonces Lope ya servía al duque de Sessa. Recordé el tono poco agradable, casi rencoroso, con que Cervantes alude a los Argensola en el Viaje al Parnaso, y vi claro cuál era el motivo. O sea, que por medio del Quijote les hizo la pelota, y ahora los fustiga, pensé. De todos modos el Viaje todavía no había sido publicado, y por tanto los Lupercios, como los llamaban en broma, aún no se habían visto tan desfavorablemente retratados y no era posible sospechar de ellos como posibles Avellaneda.

—Le falta talento —sentenció Lope de Vega—. Si quería irse a Italia era porque ya se había dado cuenta de que aquí no tenía futuro. Resulta ridículo. Aborrece lo nuevo porque él no es capaz de escribirlo.

A pesar de la crítica feroz, recordé que en el Quijote había un sincero elogio para «un felicísimo ingenio» que todos identificaban con Lope de Vega, y así se lo hice notar.

—Esa es su especialidad —respondió el Fénix con desprecio—. Un judas. Te besa para condenarte.

—Pero, si no he entendido mal, usted mismo reconoce estar de acuerdo con algunas de esas críticas.

—Tal vez el teatro que yo escribo sea vulgar, pero yo no tiro la piedra y escondo la mano. Yo lo acepto como un mal menor, porque la realidad es que los teatros se llenan cada día y el público demanda más y más comedias que les digan cómo tienen que actuar. Los poderosos se han dado cuenta de su importancia y lo controlan, o lo intentan al menos. Pero los destinatarios de las obras no son ellos, sino el pueblo.

—¿Encargan obras los poderosos?

Me miró con recelo. Me dio la sensación de que meditaba una respuesta de compromiso, pero antes de dejar que se escapara con evasivas decidí atacar de plano.

—Tengo entendido que ahora usted tiene un encargo de don Pedro Téllez Girón.

—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó irguiendo la cabeza.

—Se sabe —respondí inocentemente.

—¿Qué más se sabe?

Decidí arriesgar.

—Que es algo relacionado con su antepasado don Rodrigo.

Lope sonrió, así que decidí continuar por ese camino.

—Supongo que debe ajustar algo al gusto e interés del duque.

—¿Conoce la historia?

—No —reconocí a regañadientes.

—Es un maldito galimatías —dijo sin prestarme atención.

—Tal vez pueda ayudarle —me ofrecí.

Lope me miró fijamente, sopesando mi oferta. Se notaba que estaba deseando compartir sus pensamientos con alguien, pero no acababa de decidirse a hacerlo conmigo. Al fin y al cabo yo había ido allí para cazarlo.

—Rescribir la historia… —murmuró pensando en voz alta—. Todos creen que soy un mago.

Yo permanecía atento, en silencio, pero unos aldabonazos en la puerta de la calle nos sobresaltaron. Lope se levantó con disgusto y se acercó al balcón a echar una mirada al impertinente. En cuanto se asomó se le demudó la cara.

—Aguarde un momento —dijo dirigiéndose con paso vivo hacia la puerta.

Oí voces a lo lejos, un revuelo general en la casa. Yo no aguanté sentado ni dos minutos, me levanté y me acerqué a la ventana. En la calle había tres caballos lujosamente enjaezados que sujetaba por la brida un palafrenero. Luego me asomé a la caja de la escalera. Para entonces ya entendía bien las voces, pero hasta que no vi a los visitantes no me hice cargo de la situación.