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Me desperté sobresaltado por el silencio. Por increíble que parezca eché de menos los martillazos, los golpes, los ruidos de todos los días. Pero nada. Ya había amanecido, y nada. Las campanas de las iglesias y los gallos del patio. Tal vez hubieran acabado la obra. ¿Sería domingo?

Me levanté y desayuné sin prisa. Hasta la cita con Lope tenía todo el día por delante y había decidido dedicarlo a escribir con calma mis gacetas. Los vecinos de al lado discutían y se movían agitadamente. Una pequeña bronca. Mientras me vestía oí arrastrar objetos, una silla, la mesa. No era la primera vez que se peleaban, tres jóvenes viviendo juntos en una habitación… La convivencia no sería fácil, pero, al menos que yo supiera, nunca habían llegado a las manos, lo que me hacía pensar que los muchachos, aunque favorecieran el trato, no debían chulear a la pequeña.

Me puse a trabajar. En primer lugar ordené mis notas en orden cronológico. Podría hacerlo por temas o lugares, pero lo cierto es que prefiero el otro sistema y tengo comprobado que mis lectores también. Da más variedad al relato y eso lo agradecen mucho. Luego escribí una primera versión con todos los datos de que disponía y a continuación la copié dos veces más. Aquel día había muchas cosas que contar. Por ahí deben de estar todavía algunas de aquellas notas. Aunque no recuerdo el texto exacto, fue algo de este estilo:

19 de agosto de 1614

La flota para socorrer la Mamora está casi preparada. Varias compañías han partido ya de Madrid rumbo a Cádiz. El valiente capitán don Alonso de Contreras tiene puesta mesa de alistamiento en la plazuela de Antón Martín y muchos bravos se están reuniendo bajo su bandera. Pero no sólo en África suenan tambores de guerra. El duque de Saboya mantiene su bota sobre el Montferato y amenaza con atacar Milán. A tanto se atreve por haber sido cuñado de su Majestad Católica, pero día llegará en que le paren los pies. Cada vez suena más el nombre de Osuna como futuro virrey de Nápoles, que dicen que no hay palo que aguante tantas velas como don Pedro Girón. Ha llegado a Madrid don Juan de Tassis, conde de Villamediana, procedente de Italia, digo yo que a hacerse idea de cómo se presentan las cosas para el hermano del conde de Lemos. Se llevará una gran sorpresa al ver lo poco que cuenta. El duque de Lerma, por su parte, parece preparar su retiro. Me han contado que le ha pedido al nuncio que presione al Papa para que le conceda el capelo cardenalicio. En Flandes también se complican las cosas. Si Spínola entró con 20.000 hombres en el condado de Cleves-Juliers, ahora Mauricio de Nassau ha hecho otro tanto con un ejército similar de calvinistas. Por aquí se empieza a temer lo peor, y sólo los soldados se felicitan de tan infaustas novedades. Quiera Dios condenarlos a la pobreza y no dejarnos de su mano. Por lo pronto, el mismo rey ha salido en procesión hasta el monasterio de la Virgen de Atocha a rezar por una solución pacífica del conflicto. Si su majestad católica no logra nada con sus ruegos, nadie puede. En tierras del marqués de Hornacho ha nacido un niño de dos cabezas.

El marqués ha dado orden de que traigan al monstruo a la Corte para regocijo de curiosos. Al parecer, cuando muera tiene pensado meterlo en una redoma con alcohol para incorporarlo a su colección. Dicen que ya cuenta con un cordero de dos cabezas, pero que el niño es mejor. Los frailes no se oponen. No les parece preceptivo cubrir con tierra santa un producto del diablo. Ni se plantean que pueda tratarse de otra cosa. De Roma ha llegado orden de construir confesionarios en todas las iglesias, y que nadie se confiese si no media uno de esos artilugios. Fíjese a qué punto de escándalo ha llegado ya la rijosidad del clero. Se ha convocado para septiembre un concurso poético con motivo de la canonización de santa Teresa. Creo que el presidente del tribunal será Lope de Vega, aunque ya se lo confirmaré. Aún no sé quién es Avellaneda, pero he tenido ocasión de leer el libro y le diré que el trato que dispensa a Cervantes es muy ofensivo. No sólo lo trata de anciano y lisiado, sino que insinúa que es cornudo y bujarrón. Don Miguel está postrado en cama, víctima de mal de orina. Espero que se reponga pronto y deje de darme largas, porque sospecho que sabe más de lo que cuenta.

Al final recreé la pelea de Valenzuela en Italia como si hubiera sucedido ayer mismo en mi presencia en un figón de las Tenerías. «A esto nos ha llevado la paz de Lerma —pensé poner al final como reflexión—, los poderosos descarnan el cadáver del Estado mientras por Madrid van recalando todos los soldados de Europa dispuestos a hacer daño, porque al que lleva la guerra en el corazón poco le importan los tratados», pero no lo hice, claro, que no hay nada tan peligroso ni testigo más fiable que un papel firmado, así que me limité a un «Que Dios nos ayude en estas horas difíciles», fórmula universal de buenas intenciones que ni compromete a nada ni acusa a nadie. En cualquier caso, si usted conserva mis envíos podrá comprobar fácilmente lo que digo.

Sellé con lacre las gacetas y quedaron listas para la posta. Era casi mediodía. Se oían risas frescas en el zaguán, aunque no pude reconocer las voces. Sentí hambre. Eché un vistazo al anaquel que hacía las veces de despensa en verano y vi que aún tenía las sardinas saladas que había comprado para cenar un par de días atrás. No me pareció comida suficiente, así que salí a buscar algo para acompañarlas.

—¡Don Isidoro! —gritó Santiago en cuanto me vio. Se le veía radiante, con una sonrisa enorme en la cara y una botella de vino en cada mano—. ¡Únase a nosotros!

—¿Qué se celebra? —pregunté. Un olor delicioso a ajo, tomate y tomillo subía por la escalera desde su casa.

—La niña, don Isidoro. La han aceptado en la cofradía de ciegos oracioneros —dijo el hombre exultante de felicidad. Junto a él estaba Casilda, su mujer, y los dos ciegos, el niño junto a su madre, la mayor acurrucada a los pies del padre con una sonrisa boba dibujada en los labios. Venancia los miraba satisfecha con un brazo cruzado en la tripa y una manaza en la mejilla. El pequeño Nicolasete barría el patio amontonando el gallinazo.

—Sí, don Isidoro, quédese. La nena ya trae dinero a casa —añadió la madre como si hiciera falta justificar más su alegría—. Estoy preparando gazpachos con conejo y pichones.

Aquello me sonó a gloria. Casilda es una mujer encantadora que, pese a ser gallega, tener la cara redonda, la nariz chata y los ojos claros, no es puta. Es uno de esos extraños casos que hacen dudar de la validez de los postulados científicos. Hay tantas cosas que todavía ignoramos, que asusta pensarlo. Por aquel entonces estaba en avanzado estado de gestación y tenía los tobillos, los labios, las manos, las tetas (y cito lo más llamativo) tan hinchados que parecía imposible que se pudiera mover, y más aún que tuviera fuerzas para preparar una comida para tanta gente, pero se la veía muy animada. Supongo que fue eso lo que me decidió a aceptar la invitación, era la primera vez que la veía sonreír abiertamente, sin ese velo de tristeza que solía envolverla.

Salí a comprar algo para el postre, deambulé entre los puestos de la plaza, saludé a Pitu y compré un melón catado. Un par de cerdos pequeños iban de un lado a otro comiendo lo que tiraban los comerciantes. Me encontré al más joven de mis vecinos ofreciéndose de esportillero, lo contraté, y para aprovechar el viaje compré aceitunas, queso, un poco de leña y una hogaza de pan. Le di un cuarto de propina y le dije que lo llevara todo a casa y se lo entregara a Casilda. Todo menos la leña, que debía dejarla delante de mi puerta.

Aproveché para estirar las piernas y acercarme a la posta. No tenía a menudo ocasión de pasear sin prisa y me resultaba agradable hacerlo. Al pasar ante el bodegón de Lazcano eché un vistazo para ver si estaba por allí la sifilítica (lo que me había dicho la noche anterior me había dejado un poco incómodo), pero el casetón tenía los postigos cerrados y no había ni rastro de la mujer. El calor empezaba a apretar. Frente a la mancebía quedaba el púlpito vacío, como una torre de asalto abandonada. La verja del pan estaba despejada y a su amparo se veía trabajar a los panaderos amasando la última hornada del día. La verja parecía innecesaria, pero si volvía la carestía se haría de nuevo imprescindible para salvaguardar de la chusma a los trabajadores y a los depósitos de trigo.

Casi sin querer empecé a pensar en el encuentro de la tarde. ¿Cómo debía comportarme? ¿Era buena idea soltar a Lope lo que había averiguado, las ironías, las alusiones? ¿Podía preguntarle directamente por su acuerdo con el duque de Osuna? Seguramente sería un error, de lo primero no iba a descubrirle nada nuevo y lo segundo podía ser hasta peligroso. Concluí que lo mejor sería dejarle hablar a él y esperar; al fin y al cabo la cita había sido idea suya.

Llegué a la posta justo a tiempo de que incluyeran mis gacetas en las sacas que salían en ese instante. Pregunté cuándo llegarían y me respondieron que era imprevisible, que de una semana a esta parte se habían recrudecido las partidas de bandoleros, que el camino era inseguro y que el último correo tuvo que estar casi dos días en Calatayud hasta que lograron empujar a las partidas hacia Huesca. Y lo mismo ocurría en el camino de Badajoz y en el de Ciudad Real, pese a que es en sus inmediaciones donde está Peralvillo, lugar preferido por la Santa Hermandad para asaetear a los bandidos y dejar sus cadáveres expuestos para escarmiento de cristianos y comida de alimañas.

Volví a casa dando un rodeo. Subí a dejar mis cosas, coloqué la leña en su sitio y cogí mi cuchara de madera. En cuanto bajé, el queso y las aceitunas ya habían volado, como era de esperar. Santiago me puso en una mano una rebanada de pan y en la otra un vaso de vino, y al poco ya estábamos todos en corro dando cucharada y paso atrás, todos salvo los ciegos, a quienes sirvieron sendas escudillas que abrazaron como si en ello les fuera la vida.

Después de comer se me empezaron a mover las tripas. Subí a mi habitación, cagué en el orinal y me limpié con la noticia del asedio de la Mamora. Olía a azufre. No recuerdo qué había comido, pero el olor irritaba la garganta. Le eché encima un par de cacillos de agua sucia y lo vacié todo por el balcón después de asegurarme de que no había nadie debajo. Luego cerré las ventanas para librarme de las moscas y corrí las cortinas. Me quedé en una oscuridad total. Sólo se oía el zumbido y los impactos contra el cristal de un par de moscones perdidos. Los aplasté con las cortinas y luego me tumbé en la cama dispuesto a echar una ligera siesta, que se prolongó durante casi tres horas. No recuerdo qué soñé, pero me desperté indignado con el cura que había escrito ese estúpido cartel de NO SE ORINA DONDE ESTÁ LA CRUZ. Decidí contestarlo. Rebusqué hasta dar con un trozo de papel limpio por una cara, revisé lo escrito por el revés para comprobar que no había nada que pudiera delatarme, y luego escribí por el otro lado: NO SE PONEN CRUCES DONDE SE ORINA. El sol empezaba a declinar.