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Pasé de largo ante el bodegón de Lazcano, lleno ahora de soldados, buscavidas y putas, que salían a tomar un tentempié antes de reemprender su tarea. Buen tipo ese Lazcano. Una vez me contaron que obtuvo el permiso para el bodegón jineteando gaznates en Ocaña, ya sabe, sentándose sobre los hombros de los ahorcados para ayudarles a abreviar la agonía. Pensar que hay quien llama a eso bien morir…, pero recuerde lo que dije al principio de esta historia, para los curas no es alto el precio si se garantiza la vida eterna, que al final es la que dicen que cuenta.

Antes de doblar la esquina de la calle de la Flor me encontré con mis vecinos, los hermanos de Rosita. Sé que no debería seguir llamándolos hermanos, pero me cuesta pensar en ellos de otro modo. Me saludaron joviales, como siempre, aunque parecían cansados. Entramos juntos en la calle y a media altura decidieron darse otra vuelta. Por la cara que traían dudé que pudiera apetecerles otra cosa que tumbarse en su jergón, pero se despidieron a toda prisa y volvieron hacia Montera. Los observé mientras se alejaban. Se giraron un par de veces, pero no para mirarme a mí. Me dio la sensación de que lo hacían hacia la casa, así que sin querer los imité. Al principio no vi nada fuera de lo corriente, todo estaba a oscuras salvo un pequeño resplandor que salía precisamente de su balconcillo. Supuse que Rosita estaría esperándolos, y entonces me llamó la atención un paño anudado en la barandilla. Parecía una señal, y no había que pensar mucho para saber de qué.

Entré en casa procurando no hacer ruido. El zaguán estaba recogido, las puertas del patio cerradas. Subí las escaleras casi de puntillas en total oscuridad. La única rendija de luz provenía de casa de Rosita. Me acerqué sigiloso a la puerta para ver si podía confirmar mis sospechas. No pude oír nada en concreto ni identificar ninguna voz, pero no estaba sola. Satisfecha mi curiosidad, me disponía a entrar en mi casa cuando alguien habló en la penumbra.

—¿Don Isidoro Montemayor?

Encogí el cuello esperando un golpe y empuñé la vizcaína, aunque al instante me relajé. Si hubiera venido a matarme, yacería en el suelo en medio de un charco de sangre.

—¿Quién lo pregunta? —contesté para ganar tiempo.

—Pues pensaba que podía ser otro cliente.

—¿Cómo?

—Pues su vecina. Parece muy solicitada.

Asentí intentando poner cara de no hay cosa en esta casa que se me escape.

—¿Y tú eres…?

—Pues Candil, para servirle, criado de don Lope de Vega y Carpio —dijo.

¡Vaya! Aquello sí que era una sorpresa. Después de tantas vueltas buscando el modo de entrarle, era el mismo Lope el que se ponía en contacto conmigo. Mis ojos se habían hecho a la oscuridad, y ahora la pálida luz nocturna que filtraba el ventanuco del pasillo era suficiente para intuir el rostro del mensajero. Supuse que el mío también sería visible, y más para él que llevaba tiempo esperando, así que procuré que no se notara que me había hecho gracia lo del «Carpio». Lo había casi declamado con voz engolada, y al oírlo me había venido a la cabeza la historia de los romances y lo del falso escudo de las diecinueve torres.

—¿Quieres pasar? —dije todo lo serio que pude mientras empezaba a hurgar con la llave en la cerradura de casa.

—Pues no es necesario. Sólo vengo a entregarle un mensaje de parte de mi amo —dijo tendiéndome un billete sellado.

—No entres si no quieres, pero necesito luz para leer la carta. Además, supongo que tu amo esperará respuesta.

—Pues sí, en eso lleva razón. Pues voy a entrar —respondió.

Colgué en el perchero capa, sombrero y tahalí, y busqué con qué encender una luz. Candil se quedó pegado a la puerta. Mantenía el cuerpo rígido, pero sus ojillos se movían en todas direcciones inspeccionando mi casa. Casi parecía que estaba haciendo un inventario de memoria. Rasgué el sello de lacre y leí el mensaje, un par de líneas escuetas en las que Lope me invitaba a acudir a su casa para una entrevista al día siguiente a la puesta del sol. Me pareció de maravilla y así se lo hice saber al mensajero. Tal vez hubiera sido más apropiado devolverle otro billete aceptando la invitación, pero en aquel momento no tenía papel de sobra como para andarme con despilfarros. Candil pareció «pues» un poco decepcionado, pero luego lo convencí de que aquello demostraba que yo ponía en él toda mi confianza y eso pareció complacerlo. Además, el par de cuartos de propina que le solté disiparon todas sus dudas.

No era muy tarde, pero acusaba la falta de sueño y estaba cansado de dar vueltas. Tenía que poner en orden mis ideas y además escribir unas cuantas gacetas, así que en aquel momento decidí que el día siguiente lo pasaría en casa. Lamenté no tener el libro de Avellaneda para releer algún episodio y recordé las buenas manos en que lo había dejado. ¡Qué ojos! ¡Qué mirada! Hacía calor. La casa estaba recalentada. Me desnudé. Entreabrí las puertas del balcón. Me recogí el pelo en la coronilla y me pasé la mano por la nuca empapada de sudor. Unas risas ahogadas llegaron de casa de Rosita. Luego silencio. Me dejé caer en la cama. Las maderas crujieron. Eco de pasos en la calle. Dudas. Vienen a ver si Rosita ha acabado, pensé, nada, hombre, venga, venga, daos otra vuelta que se ve que ha dado con un cliente concienzudo. Tenía la sensación de que cada vez hacía más calor. El aire era una manta de la que no era posible desprenderse. Olía mal. De pronto recordé el orinal sin vaciar desde por la mañana, ¡maldita sea!, me levanté, lo vacié y oriné directamente sobre la calle.

—¿No avisa? —dijo una voz a mi izquierda.

Rosita sonreía desde el balcón contiguo. Estaba desnuda y se reía de verme a mí tal cual. Gritó ¡agua va! Y vació una bacinilla. Luego desanudó el paño y se metió en casa con la sonrisa aún en los labios.

Me volví a la cama. Una ligera brisa entraba por el ventanuco desde el patio. El cuarto empezó a oler a gallinero. Intenté dormir. Estaba exhausto después de la noche anterior casi en vela leyendo el segundo Quijote y el día de aquí para allá, pero mi mente ardía como un montón de yesca, como si aún arrastrara un poco de fiebre. Me asaltaban continuos y fugaces recuerdos de la condesa, su media sonrisa, los dedos asidos al marco de la portezuela del carro, Medinilla saltando del estribo, Isabel en la cocina, las tetas de la condesa, las tetas de Isabel, las tetas de Rosita, medios limones de pezoncitos rojos, la tía de Isabel en el hospital de sifilíticos, olor a hueso quemado, Ximenet hurgándome en la boca con una varilla incandescente, las patillas de Venancia, fray Gabriel Téllez, sin cara, rodeado de indios en América, ¿cómo olerá la piel de la condesa de Cameros?, ¿cómo recuperar el Avellaneda?, tendré que comprar uno nuevo, podría aprovechar para ir mañana a casa de don César Memelosa para ver cómo va mi ejecutoria, mejor no, que mañana es cuando llega de viaje y no estará para recibir a nadie, pasado, sí, mejor pasado, ¿es Cervantes bujarrón?, acabaría antes preguntándoselo directamente, pero para qué, no creo que me contestara, Medinasidonia alcahuete, Osuna asesino, Lemos ambicioso, Uceda parricida y ladrón, Lerma compendio de todos ellos, la flor y nata de los reinos de España, Quevedo secretario de Osuna y amigo de Lope, buen sospechoso, lástima que esté en Sicilia, así no me voy a dormir nunca, hace un calor espantoso, no, mejor nieva, eso es, Madrid se cubre de blanco, las calles son un lodazal, nieva, los tejados blancos, suelos blancos… blancos…