Bajé por la calle de la Paz hacia la Puerta del Sol dando vueltas a lo que me había dicho Pablo, en cómo encajaba con lo que yo ya sabía y en qué modo afectaba a mi investigación. Demasiados nombres sonaban con insistencia en mi mente: Lope de Vega, fray Gabriel Téllez, Ginés de Pasamonte, y cada vez con más fuerza don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, de cuya ambición se podía esperar cualquier cosa.
Justo antes de llegar a la plaza tuve una necesidad imperiosa de orinar y, como tantas otras veces, me dirigí al recoveco del lateral de San Felipe, lugar cuyo tufo deja clara su vocación de letrina. Cuál no sería mi sorpresa cuando me topé de cara con una cruz grande de madera con un letrero que rezaba: NO SE ORINA DONDE ESTÁ LA CRUZ. Por un momento miré a mis espaldas pensando que era broma, pero no había nadie para reírse de mi desconcierto, así que imaginé que se trataría de una nueva maniobra del párroco de San Felipe, harto de que todo Madrid meara contra su tapia. Recordé entonces que me habían contado que en las últimas semanas se había puesto muy pesado en las homilías clamando contra lo que él llamaba vicio mingitorio, con el sólido argumento de que el que meaba contra su muro se meaba en la casa de Dios. Tan sensible estaba con ese asunto que amenazaba con acusar de blasfemia ante la Santa Inquisición al que sorprendiera en flagrante acto de desacato. En realidad nadie lo tomaba muy en serio, y el recoveco seguía y sigue recibiendo el mismo uso de siempre, pero el detallito de la cruz de aquella noche me pareció de mal gusto.
Me fui luego al bodegón de Lazcano a tomar un vaso de aguardiente, y allí escuché a unos soldados comentar la noticia de la ocupación del ducado de Cleves-Juliers, pero la de Spínola, la de Nassau no había trascendido todavía. Yo no dije esta boca es mía, pero tomé nota de la alegría de los soldados por lo que consideraban el fin de las vacas flacas.
—Déme algo, si aún le queda —dijo de pronto una voz a mis espaldas.
Me di la vuelta y me sobresalté al sentir el contacto de la bubosa de siempre. Tendía su mano derecha ante mis ojos y con la izquierda me tanteaba el jubón.
—Ande, déme algo antes de que la Despeiná le eche mano.
—¿Pero de qué habla? —dije yo agitándome para desasirme de su contacto.
La mujer soltó una carcajada, se atragantó y empezó a toser con desesperación. La boca y la nariz brillaron húmedas de babas. De pronto amagó con una arcada, pero volvió a toser y luego rompió a llorar. Yo creo que no vomitó porque hacía tiempo que no comía nada. Lazcano salió del tinglado y la empujó hasta las sombras de la calle. Los soldados volvieron a su barullo. Yo intenté concentrarme en mis asuntos, sobre todo en la entrevista con Lope de Vega, que no podía demorar más. Había demasiadas preguntas que sólo él podía responder. Hacía una noche deliciosa después del calor insoportable del día, una de esas noches que Almansa adoraba. Como aún era pronto para irme a casa, se me ocurrió hacerle una visita y preguntarle por la historia esa de la Osorio que se le había escapado a Medinilla y de paso ver si se le ocurría el modo de conseguir un encuentro con el Fénix.
Como no tenía luces, procuré moverme por las calles más anchas y mejor iluminadas, aquellas a las que se abrían los portales de los palacios o principales monasterios de religiosos que colocaban a veces luz en sus dinteles.
Carranza me hizo pasar al gabinete. Mientras esperaba tuve tiempo de comprobar el parecido del cuadro de Sánchez Cotán con el del despacho de Robles, la misma penca de cardo, las mismas perdices. Había otros lienzos, cuatro en total, entre ellos una preciosa miniatura de Felipe de Liaño en la que se veía a Andrés joven y hermoso como un efebo griego. La sala estaba iluminada por un gran hachón con seis bocas, y ante cada cuadro ardía una lucecita que atenuaba la sombra del observador. En un extremo de la sala hay un pequeño estrado con cojines para las visitas femeninas, aunque dicen que es él mismo el que lo utiliza cuando está solo. A veces me pregunto cómo sabe la gente tantas cosas.