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En la mayoría de las casas que conozco, la cena es una comida frugal en la que se da cuenta de los restos del mediodía, pero en casa de Pablo Cimorro la cena es la comida fuerte de la jornada. Y me alegré de que así fuera. Aunque el aparador y el trinchero habían sido ya envueltos con sacos de arpillera y paja, la vajilla de cumplido y la cubertería estaban aún accesibles. Propuse tímidamente reducir la ceremonia y compartir con ellos sus útiles de diario, pero Mariana insistió en mantener las formas. A pesar del desbarajuste del momento, ordenó a la criada armar una mesa para Pablo y para mí en una habitación casi vacía del primer piso y extender a sus pies una alfombra y unos almohadones para ella y los pequeños. Los Cimorro son bastante clásicos para esto de las comidas, y salvo en casos de gran gala y riguroso protocolo, las mujeres y los niños cenan en el suelo. Pablo y yo nos instalamos uno frente al otro, como si los demás no existieran, nos lavamos las manos en el aguamanil que nos ofreció la criada y dimos buena cuenta de todo lo que pusieron sobre la mesa: menestra bien cargada de pimienta y azafrán y salpicón de vaca con cebolla. Para postre Mariana ordenó sacar un dulce de membrillo delicioso, que nos dejó terminar en solitario mientras ella supervisaba el acostado de los niños.

Pablo me ofreció una pequeña cajita de plata con afiladas biznagas. Cogimos una por cabeza y nos dispusimos a pasar un rato charlando entre labios y con media boca cerrada.

—¿Dónde vais a vivir? —le pregunté en cuanto nos quedamos solos.

—Ámsterdam.

—Es una ciudad protestante.

—Precisamente.

—¿Lo aguantará? —pregunté refiriéndome a Mariana.

Pablo miró al techo, como si pudiera ver a su mujer a través de la tablazón.

—Seguro —afirmó con rotundidad—. Mejor que yo. Es una mujer muy fuerte.

—Estos últimos días no se oyen más que rumores de desgracias. Te habrás enterado de que Spínola ha invadido el ducado de Cleves-Juliers, ¿no?

—Hace mucho de eso —dijo como si le citara el cerco de Numancia.

—Las noticias tardan en llegar —dije a modo de disculpa.

—¿Quieres saber la última? —preguntó él. Yo asentí—. Pues que Mauricio de Nassau ha hecho otro tanto al frente de un ejército de calvinistas.

—¿Quieres decir que ahora mismo hay 40.000 hombres armados en Cleves-Juliers?

—Mirándose. Esperando una orden para degollarse unos a otros.

Me acordé de la procesión del rey. No hacía falta ser muy listo para saber por qué el rey había decidido ir a hacer unas rogativas a la Virgen de Atocha.

—¿Tú crees que habrá guerra de nuevo?

—Sin duda.

—¿Cómo es que aquí nadie dice nada? Por eso hay tantos soldados exultantes por las calles. Esos sí que parecen saber lo que se avecina.

—Los buitres detectan la carroña a gran distancia. De todos modos sí hay gente que lleva tiempo avisándolo, lo que no hay es nadie dispuesto a escuchar. La Corte entera está sorda y ciega y entregada a sus desmanes. El mismo valido ha desestimado una propuesta de traer a Castilla artilleros alemanes para poner a punto nuestro ejército, con el argumento de que para qué, si hay paz. Su inconsciencia nos costará cara.

—A Lerma le preocupa más salvar su pellejo que la política del Imperio. He oído que piensa hacerse cardenal. Pero los banqueros sí se preparan, por lo que se ve.

—¿Recuerdas la última gran inflación? Las deudas de la Corona eran tan abultadas que decidieron emitir una ingente cantidad de moneda de vellón hecha con metal devaluado, una aleación sin apenas nada de plata. Antes de que el mercado se percatara compraron rápidamente materia prima exportable, lana sobre todo, para venderla fuera por moneda de buena calidad. De ese modo lograron pagar sus deudas, pero provocaron un caos trágico en el mercado interior.

—Cierto —dije asintiendo con la cabeza—. Los precios se multiplicaron por diez.

—Y por más en muchos productos.

—¿Es que ahora se teme algo parecido?

—Las guerras siempre son causa de convulsiones. Lo importante es que no te cojan de improviso.

—Ya veo que tu jefe es previsor.

—No es el único. Los tambores de guerra suenan fuerte. En estos días el mercado monetario se está saturando, nadie quiere dinero en metálico, todo se invierte en materias primas. Pronto habrá escasez. No verás a banqueros hacer negocios que no sean en oro o plata. Las monedas pequeñas están malditas.

—¿Todo por el asunto de Flandes?

—Y la Mamora, y Montferrato. Para todo hace falta dinero.

—He oído decir que si Osuna fuera nombrado virrey de Nápoles se solucionaría todo.

—Se lo habrás oído a algún soldado en alguna taberna, me imagino.

—Más o menos.

—Lo bueno de Osuna es que tiene una idea muy clara de quién es el enemigo. Sabe que hay que neutralizar a Carlos Manuel de Saboya porque no podemos permitir que acose a Milán y que amenace con interrumpir nuestra vía de comunicación con Flandes, y sabe también que la República de Venecia está de parte del saboyano.

—Eso no lo entiendo, los venecianos no se juegan nada en Milán.

—Lo hacen para alejarnos del mar, para mantenernos ocupados en el continente y que de ese modo no podamos inmiscuirnos en los acuerdos que mantiene con la Puerta y quebrar su monopolio sobre los puertos bajo control turco de Levante.

—¿Es ése el motivo por el que Osuna quiere construir una flota?

—Sí. Su política va encaminada en tres direcciones. En primer lugar piensa financiar a los uscoques, unos piratas albaneses, para que hostiguen a las naves turcas y venecianas que surquen el Adriático. Además pretende dotar a Nápoles y Sicilia de una flota permanente de 40 galeras, 22 galeones y 2 galeazas, y por último proyecta ampliar y mejorar el puerto de Bríndisi, al sur de Nápoles, para ofrecerles a los turcos, el gran enemigo, un destino seguro para sus mercancías.

—Un modo expeditivo de echar a Venecia a un lado.

—Sí, muy de Osuna. Pero a mi modo de ver, es más una fantasía que otra cosa. Y no sólo por el coste de construir los barcos, sino de poderlos usar eficazmente. Las galeras se mueven a remo, como mínimo cada una requiere unos 200 galeotes. 40 galeras, 8.000 hombres, esclavos o reos. ¿De dónde los piensa sacar?

—De todos los penales de España, supongo.

—No creo que Osuna triunfe donde fracasó el gran Felipe.

—¿A qué te refieres?

—Después de Lepanto, Felipe II se hizo con unas 70 galeras turcas como botín de guerra, a añadir a las más del centenar suyas que sobrevivieron a la batalla. En aquel momento pudo haberse hecho dueño absoluto del Mediterráneo, pero le faltaron galeotes. En total fueron más de 150 las galeras que quedaron fondeadas, porque don Juan de Austria, en el calor de los preparativos del gran día, prometió la libertad a los penados cristianos que colaboraran en la victoria. Más de 15.000 galeotes se liberaron de sus cadenas ese día, y con ellos se fue al traste la ventaja obtenida a tan alto precio. Hizo entonces el rey un llamamiento desesperado a todos los tribunales y cancillerías para que se primara la condena a galeras sobre cualquier otra, y ni así logró más de un millar de nuevos reos, apenas suficientes para dotar cinco naves.

—Entiendo. Pero de todos modos, no será fácil hacer entrar en razón al duque de Osuna.

—Desde luego que no, y menos ahora que está en el punto crítico de su campaña. A todo el mundo le gusta oír cómo planea humillar a turcos y venecianos.

—¿Cómo sabes eso del punto crítico de su campaña?

—No hace más que hacer fluir oro hacia la Corte. Para regalos.

—¿Quién te lo ha dicho?

—En los bancos uno se entera pronto de todo. El oro se mueve a través de colegas genoveses, y te puedo garantizar que grandes sumas llegan de Sicilia y se están librando a nombre de Sebastián de Aguirre, agente del duque en Madrid, y de Andrés Velázquez, espía mayor, que se encargan a su vez de repartirlo. Te hablo de decenas de miles de ducados. Osuna se está preparando para engrasar a placer los ejes de todos los funcionarios de la Corona. Hasta está logrando bloquear las protestas que llegan de sus súbditos al Consejo de Italia, y eso que al frente del Consejo está el conde de Lemos, todavía virrey de Nápoles, que no lo puede ver ni en pintura y que si estuviera en su mano lo condenaría al suplicio de Tántalo. Pero no hay problema, don Pedro Téllez Girón está bien relacionado.

—Y tanto, con el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga. El hijo mayor del valido y el confesor del rey.

—Veo que te has informado.

—Supongo que tienes razón en lo de la campaña de Osuna para ganarse a aristócratas y funcionarios, pero ¿qué me dices del pueblo?

—¿Qué quieres decir?

—Hoy he comido con Ximenet y con Luis Vélez. Luis ha sugerido que era posible que Osuna hubiera encargado la segunda parte del Quijote como desagravio a las alusiones que Cervantes le hace en la primera.

Cimorro se quedó mirándome pensativo.

—Es posible —dijo al fin.

—¿No te parece ridículo?

—No, qué va. Espera —dijo, y salió de la habitación.

Lo oí farfullar, mover cajas y maldecir el desorden que reinaba en la casa. Cuando volvió traía un folleto en la mano. Me lo tendió y yo leí el título en voz alta:

—«Relación verdadera de la presa que han hecho las galeras de Cilicia, Malta y Florencia en la Marca, donde hacía el Gran Turco una fortaleza, volviendo victoriosos a Mesina».

Lo ojeé un poco por encima antes de preguntar:

—¿Quién es Manríquez Sarmiento?

Pablo se encogió de hombros.

—Poco importa. Alguien a quien Osuna ha pagado para escribir eso. Lo están repartiendo por palacios, bancos, tiendas y hasta bodegones. Como verás, Osuna se toma interés en airear sus victorias. Vela por su imagen, cuida la opinión del pueblo.

—No me digas que a Osuna le afecta lo que piensa el pueblo.

—Osuna es inteligente y sabe que el pueblo tiene una voz profunda, sobre todo en la Corte. El pueblo cada vez tiene menos reparo en hacerse notar y en demostrar sus inclinaciones.

—Entonces estás de acuerdo con Luis Vélez.

—Sabe bien lo que dice. Al fin y al cabo él mismo se somete a los gustos del pueblo para escribir sus obras.

—¿Es más importante la opinión que la razón?

—¿Y qué es la razón?

No contesté.

—De lo que todo el mundo está seguro es de que el vulgo tiene tripas —añadió Pablo Cimorro—. No hay más que ver la calle para ver sus heces. Ya te digo, creo que es una posibilidad que haces bien en considerar.