La llegada a la Corte del conde de Villamediana podía añadir un poco de sal a mi búsqueda. Yo no conocía personalmente a don Juan, pero había oído y leído muchas de las composiciones poéticas que se le atribuían, de esas que circulan en billetes de mano en mano. Es divertido y aterrador. Cuenta con la pluma más fina y la lengua más afilada de cuantos poetas conozco, más que don Francisco de Quevedo, si cabe, aunque resulta menos popular porque sus dardos son más sutiles, menos procaces. A veces. Conozco a algunos que hacen ofrendas en las iglesias para no figurar en sus sonetos, y hay hasta quien dice que pasarle desapercibido es prueba de honestidad.
Aquella tarde no pude ver al conde. Tan pronto satisfice mis cuentas a gusto de Oleiros fui impelido a abandonar el local por la puerta trasera para no incomodar a su excelencia. Tampoco me importó demasiado. Una vez que te echan de un sitio da igual por qué puerta sea.
Aún no era de noche. El cielo estaba en llamas, las moscas parecían haber emigrado y reinaba un extraño silencio. Un par de viejas vestidas de negro tricotaban medias con cuatro agujas sentadas en unas sillitas de enea a la puerta de la casa de enfrente. Me miraron con curiosidad, sisearon una gracieta y se sonrieron. Yo me revisé de arriba abajo en busca del chiste pero no encontré nada llamativo aparte de mi expresión de desconcierto. Muy digno, me sujeté la capa por el borde y eché a andar calle arriba.
Al entrar en la calle del León observé una aglomeración cerca de la plazuela de Antón Martín. Nadie me esperaba en ningún sitio, así que me acerqué a curiosear. El cuerpo de guardias suizos había cerrado el acceso a la plaza para dejar paso a una procesión. El rey en persona avanzaba bajo un enorme palio camino del monasterio de Atocha, precedido por una recua de disciplinantes y flanqueado por dos filas de penitentes con hachas de luz. Algo gordo debe haber pasado, pensé en principio, aunque luego me dije que no necesariamente, que este rey sale en procesión por cualquier cosa, desde que la flota de Indias está envuelta en un temporal a que el heredero tiene aerofagia. Fuera cual fuese el motivo, el espectáculo merecía la pena. Toda la Corte, con sus mejores galas, seguía a su majestad. La calle de Atocha parecía un cauce desbordado de plata y oro, una de esas visiones que hacen concebir esperanza y fe en un futuro mejor. No puede ser de otro modo. Vivimos bajo los auspicios de un rey magnánimo capaz de expulsar los demonios de los cuerpos, y no como el francés, que al pobre no le queda más remedio que dar aire a su dudoso privilegio de curar los lamparones.
Para no estar allí parado, di marcha atrás dispuesto a dar un rodeo, y entonces se me ocurrió que era buen momento para hacer la visita que tenía pendiente a Pablo Cimorro. Me encaminé hacia su despacho, pero a los pocos pasos reparé en la hora que era y decidí que lo más seguro es que se hubiera ido ya a casa. Dudé si dejarlo entonces para el día siguiente, pero al final reemprendí el camino en dirección a la plazuela de la Leña.
La casa de Pablo Cimorro es grande, de dos pisos, de ladrillo rojo y rejas de hierro. Tuve que llamar cuatro o cinco veces antes de conseguir que me abrieran la puerta. Al final lo hizo una de las niñas, que me echó un vistazo y salió corriendo dejándome plantado. En la casa reinaba un desorden total. Esperé unos segundos indeciso, y cuando tuve claro que nadie saldría a recibirme me aventuré por entre la maraña de cajas y baúles que había por el suelo.
—¡Hola! ¡Pablo! ¡Mariana! —grité alternativamente para avisar de mi llegada.
—Adelante, Isidoro, pasa —oí decir a Pablo desde alguna habitación indefinida de la planta baja.
Seguí su voz y me asomé a un cuarto pequeño y sin ventanas con una mesa pegada a la pared sobre la que había dos cofrecillos abiertos y llenos de papeles.
—Dichosos los ojos.
—Lo prometido es deuda. Pensaba pasar por tu despacho, pero se me hizo tarde. Ya veo que si no me llego a dar prisa os hubierais ido antes de que viniera.
—No hombre, aún quedan varios días para la partida, pero ya sabes cómo es recoger una casa con tres niños.
Afortunadamente no lo sabía, pero asentí como si fuera cosa que yo hiciera cada lunes y cada martes.
—¿Vais por tierra? —pregunté imaginando que haría falta una caravana sólo para el equipaje de esa familia.
—No, iremos por barco.
—El canal no es seguro.
—Más que los caminos de Francia. Además, estamos en paz con Inglaterra. Al menos por ahora.
—¿Crees que son de fiar los ingleses? ¿Y los corsarios?
Cimorro se encogió de hombros.
—Ningún inglés es de fiar —dijo—, pero no viajaremos en un galeón. Además, mientras Gondomar tenga la llave de la cebada…
—¿Gondomar, el embajador en Londres?
—Claro.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—Todos los que pintan algo en las Islas reciben un jugoso emolumento de la Corona española. Desde la condesa de Suffolk hasta los cinco plenipotenciarios que firmaron la paz en 1604, pasando por sir Thomas Blake, secretario de Estado, y el gran almirante lord Nottingham. Gondomar es muy hábil. Y no sólo tiene comprado al gobierno, además mantiene embelesado a su rey Jacobo con la perspectiva de una boda entre el heredero y una de nuestras infantas.
—Eso nunca lo aceptarían los españoles. Nunca con un hereje.
—Ya, pero el inglés no lo sabe.
Cimorro me dedicó una sonrisa enigmática y cambió bruscamente de tema.
—Vienes a arreglar lo del censo, ¿no?
—Sí señor, a ver qué puedes darme.
Me acordé en aquel momento de Isabel y me pareció increíble que mi situación económica despertara interés en ninguna mujer. Mis padres sí poseían una fortuna considerable compuesta por varios censos (una especie de préstamos con interés sobre distintas propiedades de la comarca donde estaba nuestra casa solariega), y dos juros, o aportaciones a los fondos del Estado, por las que periódicamente cobraban intereses. Pero salvo la casa y uno de los censos, tuvieron que venderlo todo durante la epidemia. Debieron de pasarlo muy mal. Mi padre era un hombre orgulloso, pendiente de los modos y las apariencias. No cejaba en repetir que cuidara mi aspecto, mis amistades y mi comportamiento, porque tan importante es lo que se es, decía, como lo que se parece. Era un gran hombre, demasiado rígido, quizás, y muy religioso. Lo que más siento es no haber estado a su lado los últimos días, no puedo evitar el pensar que podría haber aliviado su tránsito. Mi madre al menos lo tuvo a él de consuelo, pero él… Un fraile de San Juan veló sus últimas horas. Al final debió de perder la cabeza porque, pese a haber confesado y comulgado, murió murmurando mi nombre y disculpándose por dejarme sin haber solucionado sus asuntos con Dios.
—Mañana pensaba hacer una visita al genealogista.
—¿Todavía crees que don César conseguirá algo?
—Espero que sí, porque necesito la ejecutoria con urgencia. Empiezo a sentirme acorralado, quiero cambiar de aires.
Pablo abrió su bufete y se puso a redactar un poder para cobrar el censo en mi nombre. Así funcionamos todos, del hidalgo más miserable, como es el caso, hasta el rey. Todos vivimos a cuenta de un dinero que aún no existe, gastándonos las rentas que no hemos generado, y mientras tanto los banqueros genoveses cobran un porcentaje cada vez más alto por los adelantos.
En el piso de arriba se oía jaleo, carreras, voces infantiles. De vez en cuando llegaba nítida la voz de Mariana, la mujer de Pablo, y la de otra con un acento gallego cerrado que supuse sería la criada, o el ama seca. Por lo que yo sabía contaban con ambas a su servicio, además de una cocinera y un morillero para los recados. Alguien bajó las escaleras, una mujer. La tela de su vestido crujía al rozar los baúles que tenía que ir sorteando.
—Isidoro, qué alegría verte por aquí —exclamó Mariana al entrar por la puerta.
Me puse en pie, sostuve la mano que me tendía, incliné la espalda y pegué la barbilla al pecho. Intenté disculparme por no ir más a menudo a visitarlos, y ella se quejó de que en el futuro aún sería más difícil que nos viéramos. Creo que lo hizo para molestar a Pablo, que le dedicó una mirada cansada y evitó entrar en discusión concentrándose en los papeles.
—Discúlpame, pero tengo que seguir empaquetando cosas —dijo saliendo tan bruscamente como había entrado.
Ya en la puerta, se volvió de golpe.
—Supongo que te quedarás a cenar —dijo en un tono que no admitía negativas.
—Me encantaría —respondí torpemente.
Me quedé en silencio observando escribir a mi amigo. Ya había terminado el recibo del adelanto que me pensaba dar allí mismo y extendía una letra a cargo de su sucesor en la oficina de Madrid por el resto del importe menos los intereses. Sólo le quedaba redactar el poder por el cual yo le cedía el cobro del censo. De pronto me dio un vuelco el corazón, y eso que ya sabía que era zurdo, pero se me olvida de una vez para otra. Le supongo al tanto de lo que se dice de los zurdos, que es gente hecha al revés, incluso hay quien duda de si es gente, pero todos coinciden en que, en cualquier caso, son de mal agüero. Creo que ese sentimiento nace de lo que se cuenta en la Biblia, recuerde que en el día del Juicio los condenados se colocarán a la mano izquierda del Señor, así está escrito y será por algo. Pero a pesar de que tratar de negocios con un zurdo sea como darte de cara con un cuervo u oír a una lechuza, lo cierto es que Pablo Cimorro cuenta con una nutrida y fiel clientela. Yo creo que le salva el no ser pelirrojo, reflexioné, porque zurdo y pelirrojo no sobreviviría al miedo de sus vecinos.