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Se unió a nosotros la muchacha, cogió las frascas de vino y nos precedió hasta su botica. En el piso de arriba reinaba la penumbra. Olía a cerrado y a sudor. En uno de los habitáculos se habían dejado la cortinilla abierta, y llegamos a ver a un tipo que gruñía a medio vestir entre los blancos muslos de una mujer sofocada más por el peso que por la excitación. Las maderas crujían bajo sus embistes, que amenazaban con echar abajo todo el tinglado. Otra joven, sentada en un taburete en la puerta de su botica, contemplaba la escena con indiferencia mientras se retocaba los afeites de la cara.

—¿Qué es lo que celebramos? —preguntó Valenzuela arrojando el sombrero sobre la silla.

En un momento se había despojado del tahalí y la capa y se empezó a aflojar los machos de los valones.

—Tengo entendido que has hecho un encargo a Lope de Vega —dejé caer.

—De eso no puedo hablar —dijo muy serio, y luego se dirigió a la muchacha—. Fuera todo, vamos, quiero verte desnuda.

—¡Oh!, venga —protesté interponiéndome entre ambos.

La joven se aflojó un poco las agujetas de la cintura y el vestido cayó a sus pies. Era verdaderamente hermosa. El cuerpo era algo más oscuro que el rostro —artificialmente blanqueado—, y los labios y pezones formaban tres vértices rojos de un triángulo imaginario. La vulva quedaba oculta entre las piernas y el rapado monte de Venus sobresalía carnoso como el moflete de un niño. En aquel momento me recordó una representación de la primavera surgiendo de su concha, tal y como la pintó no recuerdo qué pintor italiano.

—En serio, no puedo hablar —dijo Valenzuela ensimismado—. Es un trato que he hecho con Lope.

—Alguien pagará el encargo —insistí.

—Yo.

—¿Con tu dinero? Mujer no tienes.

Dije aquello con intención de hacerle saltar, ya se sabe que el mejor sistema para que una compañía consiga obras de Lope es que éste se encapriche de su primera actriz. Tampoco era nada deshonroso, a esas alturas Lope se había acostado ya con la mayoría.

—Sí.

—Sí, qué. ¿Acaso tienes mujer?

—Que sí, con mi dinero.

—¡Venga ya! ¿No será dinero del duque de Osuna?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo lo sabe —mentí—. Pregunta luego en la calle si no me crees.

Me aparté y dejé que la Tronera avanzara sobre él. Valenzuela se recostó hasta apoyar la espalda en el tablero que servía de separación entre las boticas. Al hacerlo se le abrió la camisa y asomó el sexo señalando su garganta. La muchacha empezó a hurgarle entre los muslos mientras a él se le oía murmurar: «Vamos, vamos…».

—Pues si sabes tanto, ¿para qué me necesitas? —preguntó ansioso de que desapareciera de su vista.

—Quiero saber sobre qué escribe Lope.

—Imagínalo.

—No basta —dije sentándome a su lado y poniendo un dedo en la frente de la muchacha que en aquel momento se disponía a actuar sobre su cliente.

—Algo sobre los antepasados del duque —confesó éste irritado.

—Impreciso —dije yo retirando el dedo.

—Para eliminar un malentendido.

—Insuficiente.

La muchacha parecía tocar una flauta sin ganas. Tenía razón Oleiros, conocía bien a sus pupilas. Aquella mujer era preciosa pero resultaba enervante.

—Algo que ocurrió hace un par de siglos —dijo Valenzuela trayendo hacia sí la cabeza de la chica. La Tronera abrió mucho los ojos y se le dilataron las aletas de la nariz.

—Que es… —susurré yo volviendo a poner el dedo en su frente.

—Don Rodrigo Téllez Girón.

—¿Quién?

—¡Don Rodrigo, coño, el gran maestre! ¡Y tú a ver si te aplicas, guapa!

Me levanté dispuesto a dejar solos a los amantes, con la sangre un poco caliente, lo reconozco. Uno puede aparentar indiferencia, pero ver cómo se trajinan a otro siempre despierta ciertos apetitos. Eché un vistazo a mi bolsa, no quedaba mucho pero recordé el envoltorio que me habían dado en la imprenta, lo tanteé bajo el jubón y lo saqué con avidez. En ese momento Valenzuela aulló como si le aplastaran los pulgares. Yo aún estaba en el pasillo junto a la botica, dudé si entrar y reclamar mi turno, pero luego recordé una máxima de obligado cumplimiento: el único cómico que es inevitable que te preceda en la cama de una mujer es su marido, pero no siendo ése el caso es mejor evitarlo, que es gente de muchos caminos y pisa muchos barros. Volví pues abajo en busca de la Sultana —eso de que pecara a lo jabalí me había sonado bastante alentador—, y fue ella la que me propuso el numerito de la Sala de Ordenes. Yo hubiera preferido algo más sencillo, sobre todo porque, de haber seguido mi inclinación, quizá nos hubiera dado tiempo a acabar antes de que nos interrumpieran, pero me dejé llevar. Está claro que lo mío con las mujeres no tiene arreglo, me manejan a su antojo. Sólo me queda rezar para no caer en manos de desaprensivas. El asunto de las Órdenes consistía en que disponían de un armario con uniformes de las distintas Ordenes Militares (Alcántara, Calatrava, Santiago, San Juan), para que las putas se disfrazaran. Según me contó la Sultana (al ver mi reticencia a participar en ningún jueguecito que pudiera llevarme a la hoguera), el uso lúdico de tales enseñas no podía considerarse sacrílego por cuanto se trataba de donaciones de los propios caballeros a quienes excita sobremanera copular con mujeres ataviadas de esa guisa. No me pregunte por qué, ni quiera saberlo. En fin, reconozco que la Sultana desnuda bajo una capa de calatravo tenía un efecto explosivo.

Para qué extenderme más. Ahora no recuerdo exactamente la secuencia de los acontecimientos, pero creo que cuando empezó el jaleo yo estaba tumbado en la cama boca arriba entre las piernas de mi dueña, que se contoneaba ataviada tan sólo con una gola enorme y un jubón desabrochado con la cruz de Santiago al pecho. De pronto se oyó un gran barullo en el piso de abajo, gritos, carreras. La Sultana saltó al suelo, descorrió la cortinilla y se asomó a ver qué pasaba.

—¡Mercurio! —dijo al pasar una joven muy excitada—. ¡Ha llegado Mercurio!

La Sultana se quitó su disfraz en un santiamén, se enfundó la saboyana con la que atendía a los clientes en el bodegón y desapareció corriendo. Yo no entendía nada. No se oía ruido de pelea, más bien eran risas y música. Al momento apareció Oleiros dando voces de que desalojáramos el local.

—¿La ronda? —pregunté por decir algo, porque una redada era impensable en un local de su excelencia que contaba con todas las bendiciones.

—Lo siento, pero tiene que largarse —insistió Oleiros.

—Es que aún no he acabado —protesté.

—Eso no es asunto mío. Tiempo ha tenido de sobra. Si no ha podido…

—Oiga, que yo no he dicho eso, pero es que no me ha dado tiempo a nada.

—Vuelva otro día.

—¡Pues no pienso pagar! —dije airado mientras me ponía la camisa.

De un manotazo Oleiros me lanzó contra la tablazón de la botica. El estruendo del choque resonó en toda la casa. Al final sus manos no eran tan blandas como parecían.

—Atiéndame bien, don fulano, que ya soy viejo para perro muerto.

—Isidoro.

—Don Isidoro, si así gusta que le llame, arreglémonos como gente de bien y tengamos la fiesta en paz.

Oleiros hablaba con la misma desgana con la que describía las habilidades de sus protegidas, pero su actitud contradecía su voz. Se había colocado de medio lado cubriendo la puerta de la botica con el brazo derecho oculto tras su espalda y me dedicaba una mirada zahína, de abajo arriba, buscando el camino más corto hacia mis tripas.

—Ese es mi nombre —dije dignamente—. ¿Puedo saber a qué se debe el desalojo? —pregunté dando por terminado el pleito y rebuscando la bolsa entre mi ropa.

No sé si pensará que hice mal, pero yo creo que no hay cadáver más triste que el que aparece ensangrentado a la puerta de un burdel. He visto demasiados casos. No importa la estirpe, las batallas ganadas, los países conquistados. Una muerte como ésa degrada una existencia. En una fracción de segundo pasas de prócer a chascarrillo jocoso para relleno de gacetilleros. Es el reverso del bel morir. Un vil morir tutta la vita disonara.

—Don Juan de Tassis acaba de cerrar el local para una fiesta privada —decidió confiarme el jaque al ver mi buena disposición.

—¿El conde de Villamediana? ¿En Madrid?

Aquello sí que era una noticia increíble. Claro, Mercurio. Así es como gustaba llamarse a sí mismo: Mercurio el mensajero de Júpiter. Júpiter no era otro que el rey Felipe y él era su correo mayor.

—Acaba de llegar de Nápoles —aclaró Oleiros—, y al parecer viene con ganas de juerga.