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Volví a la calle dispuesto a pasear pacientemente. Me entretuve ante una tienda de postizos, los pelos de muerto siempre han ejercido sobre mí una intensa atracción-repulsión que no puedo controlar, y fui atacado por las ocas que han hecho de la plazuela de San Juan su territorio. Un poco más allá, dos hombres discutían porque el mastín de uno había despedazado a una cerda del otro. El cadáver del animalito yacía a sus pies destripado y casi partido por la mitad. Al perro no se le veía por ninguna parte. Al pasar por delante de Nuestra Señora del Loreto, el hospicio para niñas abandonadas, me fijé en una escalera de madera enorme tumbada a lo largo del muro y me pregunté si las monjas irían a hacer obras en la fachada, o para qué diablos querrían esa escalera. Antes de meterme por la calle del León eché un vistazo al hospital de San Juan de Dios y me pareció ver en una ventana a una mujer que se parecía muchísimo a la tía de Isabel. Eso no puede ser, me dije perplejo, y volví a mirar con más atención, pero quien fuera se había retirado de la ventana. Bajé y subí varias veces la calle del León, desde Antón Martín hasta la calle del Prado, despacio, pensando en Isabel (tenía gracia que me agobiara tanto como para imaginar a su tía en el hospital de sifilíticos) y en el mejor modo de abordar al tal Valenzuela, si lo encontraba. Media hora más tarde empezó a aparecer gente y a juntarse en corrillos por las esquinas de la calle. El barullo fue creciendo poco a poco. Predominaban los hombres, aunque también había mujeres, comediantas en su mayoría. Yo me iba fijando en unos y otros, y ninguno me parecía que tuviese cara de caballo. Mejor dicho, ninguno más que los otros, así que decidí preguntar. En el primer grupo nadie lo conocía. En el segundo no supieron decirme quién era Damián, pero me señalaron rápidamente a «Valenzuela».

La primera vez que lo vi estaba de espaldas charlando con otros tres tipos en la esquina de la calle de Francos, precisamente en la que vive Lope de Vega, aunque sea más conocida por su reputada mancebía. Parecía pequeño aunque ancho de espaldas, se cubría con capa larga a pesar del calor y llevaba un chambergo de alas sueltas que dejaba su rostro en sombra. «Disculpe», dije tocándole el hombro, y en mala hora porque se revolvió con una daga en el puño. Me llevé un susto de muerte, di un paso atrás y extendí mis manos para que viera que no iba armado. Bueno, sí iba armado, pero no tenía intención de pelear.

—¡Eh!, ¡eh!, ¡eh! —grité antes de que descargara el golpe.

Valenzuela retuvo la cuchillada y se quedó mirándome fijamente. Sus amigos se habían echado hacia atrás abriendo un círculo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó sin bajar la guardia.

—Isidoro Montemayor, para servirle —contesté intentando aparentar seguridad.

—¿Qué quieres?

—Soy amigo de don Luis Vélez de Guevara. Él me dijo que tal vez usted podría ayudarme.

El que lo tratara de usted pareció hacerle gracia, porque me devolvió el tratamiento. Supongo que en su mente se empezaba a abrir la posibilidad de que no fuera un asesino contratado para liquidarlo.

—¿De qué conoce a don Luis?

—Somos viejos amigos —puntualicé—. Yo también soy poeta.

No sé por qué dije eso para dos malos versos que he escrito. Un error, porque si algo desprecian los comediantes es a los poetas desconocidos. También hay que comprenderlo, los pobres no tienen oportunidad de despreciar a mucha gente. A Lope no, desde luego, ni a Luis Vélez, ni a fray Gabriel Téllez, si me apura, pero a los demás tienden a considerarnos a la misma altura que a las prostitutas. Y razones no les faltan. Los que no hemos conseguido entrar de secretarios en ninguna casa llevamos una vida tan movida como las maletas, que es como llaman los soldados a las putas que siguen al ejército a la cola de los bagajes. Pero aquella salida tuvo al menos la virtud de relajarlo un poco. Forzando una media sonrisa, guardó el cuchillo en una funda que llevaba sujeta al antebrazo bajo la camisa y apoyó la mano en el pomo de su espada, que basculó en el tahalí alzando la capa por detrás.

—Disculpe —dijo—, ando un poco inquieto estos días. Cosas del viento. Yo me crie en las islas y aún no he conseguido librarme del mistral. A veces tengo la sensación de que el viento gira dentro de mi cabeza a una velocidad vertiginosa, y entonces me pitan los oídos y hago tonterías.

—Vaya, me alegra que no sea nada personal. Temía que me hubiera confundido con quien no soy y me asestara una estocada en previsión de mayores.

—También.

—¿Un marido? ¿Un acreedor? ¿Un competidor? ¿Un padre?

—Algo de eso —dijo torciendo el gesto.

No había empezado nada bien. Si quería saber cuál era su punto débil debería empezar de nuevo la lista de pretendientes a trincharlo y que fuera negando uno a uno, pero me pareció innecesario. Como me vio dudar, fue él el que preguntó:

—¿En qué puedo servirle?

A estas alturas el corro de sus amigos ya se había rehecho un par de pasos más allá, así que me tomé la libertad de indicarle con una seña que me acompañara en un corto paseo. Él aceptó y se puso a mi lado. Dio los primeros pasos remiso y silencioso. Pensé que así no iba a sacar mucho y entonces recordé el comentario de Vélez. Le propuse tomarnos un par de jarras de vino en La Carbonera. Increíble cómo avivó el paso, entramos en Huertas a zancadas y no se detuvo hasta que plantó un pie en el zaguán de la mancebía.