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A pesar de haber brotado de mi garganta, sentí ese «no tengo familia» como un golpe de vergajo. No era la idea de que mi muerte pudiera salirle de balde a mi asesino, ni siquiera es cierto que no tengo familia (aunque lejano, Ximenet es mi primó, un primo que nunca entendería que nadie tuviera que indemnizarle por acabar con mi vida, pero primo al fin y al cabo), lo que me ocurrió fue que en aquel momento comprendí lo que debía de sentir don Miguel al verse acusado por Avellaneda de carecer de amigos. Recordé entonces mi promesa de hacer desaparecer su soneto del Viaje al Parnaso y me propuse pasar por la imprenta en cuanto saliera a la calle.

Alargué la sobremesa todo lo que pude. El comedor se fue vaciando hasta que sólo quedaron ocupadas un par de mesas con parroquianos que estiraban su cuartillo de vino en espera de que atemperara la solanera. En los ratos en que Chete los atendía se me cerraban los ojos y daba pequeñas cabezadas. A pesar del sueño ordené mis pensamientos y los pasos que debía dar a continuación. Ante todo, estaba claro que tenía que ver a Lope de Vega. Desde el primer momento, por uno u otro motivo, todo apuntaba en su dirección. Llevaba varios días demorando el encuentro, y lo peor es que no tenía ni idea de cómo acercarme a él. Quizá pudiera lograr una cita a través de Medinilla, o hablar con Almansa a ver si se le ocurría otra solución. No se extrañe, un cortesano que se precie suele conocer mejor a los enemigos que a los amigos. Pero también tenía claro que antes de abordar al Fénix debía prepararme a conciencia, informarme adecuadamente de unas cuantas cosas, como quién era la tal Osorio de la que había hablado Medinilla o de qué trataba la obra de teatro que le había encargado el duque de Osuna. Este último asunto me pareció el medio más prometedor de tender un puente entre nosotros, así que me despedí de Chete y salí a la calle dispuesto a encontrar al comediante conocido como Valenzuela.

El sol ya no estaba en lo alto, pero aun así bajé de sombra en sombra hasta la plazuela de Antón Martín. La mesa de enganche seguía instalada bajo el toldo del bodegón de Gaspar de Torres, pero los hombres se habían dado un respiro y dormitaban en el interior del local. Las cajas descansaban en el suelo con los palillos cruzados sobre los parches y la enseña de la compañía colgaba pesadamente de su vástago como un sello de plomo. El calor parecía haber consumido el aire de la plaza dejando un aroma de verduras fermentadas. El mercado estaba silencioso. La mayoría de los campesinos habían vuelto ya a sus huertas del Guadarrama, y los pocos que quedaban aguantaban inmóviles bajo la escasa protección de sus toldos. Sin embargo, aún era pronto para encontrar a nadie en el mentidero de los artistas, suele ser esa gente de la noche y la hora era más de despertar que de paseo. Tenía que hacer tiempo, así que, ya que estaba al lado de la calle Atocha, pensé en cumplir mi palabra.

En la imprenta estaban todos trabajando. Como de costumbre, Salazar ocupaba el cajón central. Allí, inmóvil con una palmatoria a cada lado, parecía un Dios pagano en un altar secreto.

—¿Vienes a cobrar? —me dijo despectivo sin levantar la vista de sus papeles.

—Entre otras cosas —contesté.

Aunque ya estaba acostumbrado a su tono, no dejaba de molestarme el que considerara que todos los que trabajábamos allí éramos una especie de mercenarios ilustrados y que el único que de verdad amaba y respetaba la letra impresa era él. Lo que me molestaba no era que lo pensara, sino que tuviera razón. Para mí aquello no era más que una ocupación temporal —pese a carecer de perspectivas reales de dedicarme a otra cosa— y no dejaba de sentir cierta envidia por el modo en que Salazar apreciaba los libros.

Salazar tiró de una pequeña gaveta semioculta bajo el tablero de su mesa, sacó un envoltorio de papel con mi nombre y me lo tendió.

—Cuéntalo —me dijo—. Estamos en paz.

No le di el gusto y me lo metí en el jubón sin siquiera abrirlo.

—Tengo un recado de don Miguel —dejé caer. Él me miró como si no supiera de quién estaba hablando—. Me ha pedido que retire un soneto del Viaje al Parnaso.

Salazar siguió mirándome, aunque yo hubiera jurado que no me veía. Como no decía nada, me vi obligado a justificar mi solicitud.

—Ahora resulta que no le gusta, es por algo que dice Avellaneda, le ha molestado… no sé…

Empezaba a ponerme nervioso, pero en vez de callarme acabé liando un poco más el asunto.

—Es terrible la soledad —dije sin venir a cuento.

Entonces, cuando ni yo mismo sabía de qué estaba hablando, Salazar decidió contestarme.

—¿Traes una carta suya?

Me quedé desconcertado. Negué con la cabeza.

—Don Miguel está enfermo, no tiene fuerzas ni ganas de escribir ninguna nota. Me pidió que lo retirara y punto.

—El Viaje está a medio componer. No puedo retirar una página sin orden expresa de Cervantes o de Robles. Además, el trabajo está hecho y alguien tendrá que pagarlo.

—Pero él me ha pedido…

—Escribe tú la carta y que te la firme. Para firmar sí tendrá fuerzas, ¿no?

Salazar sonreía con sus dos sonrisas, con la pequeña de la boca y con la grande y lunar que dibujaba el mentón al hundirse en el bocio. Le había alegrado la mañana.

—¿Te importa que deje una nota en el original para recordar al cajista que retire el soneto en cuanto traiga la carta?

Salazar se encogió de hombros, lo que tomé por un sí. Me senté un momento a la mesa de los correctores y escribí una nota en la que expuse el deseo del autor de que se retirara el soneto en cuestión. Luego pregunté quién estaba trabajando en el Viaje en aquel momento, Salazar me envió a una de las cajas, rebusqué en el cartapacio que contenía el original, localicé el soneto y le cosí mi nota con un alfiler. Por lo menos me quedé con la sensación de haber hecho algo.