La orquestilla del balcón del palacio del duque de Lerma había enmudecido. No volverían a tocar hasta la puesta del sol, cuando la gente saliera de nuevo a tomar el aire. Yo, por mi parte, sentí la necesidad de comentar con Chete lo de los cuernos de Cervantes, así que eché a andar por la Carrera de San Jerónimo, me metí por la calle del Pardo y doblé a la izquierda por la del León. Luego giré en la plazuela de Matute para llegar derrengado y sudoroso a mi destino.
A lo largo del camino intenté poner en orden mis ideas, aunque a duras penas conseguí pensar en otra cosa que no fuera la condesa, continuas interferencias de denso pelo negro, pechos turgentes y mirada luminosa. Aun así, logré algún momento de lucidez como para valorar la facilidad con la que Medinilla me había soltado lo de fray Gabriel. Por lo que sabía de él, Téllez era seguidor y defensor de Lope de Vega, de la misma cuerda que el propio Medinilla, por tanto, y un perfecto sospechoso de ser Avellaneda. Sin embargo, lo lógico hubiera sido que Medinilla encubriera al paladín de su maestro y no que me ofreciera su cabeza en bandeja como una Salomé cualquiera. No sabía qué pensar.
El bodegón estaba lleno. No había recuperado aún el resuello, cuando vi a Dieguito venir corriendo hacia mí con un trozo de pan en la mano. Se paró delante mío y me señaló muy serio con el dedo y el brazo extendido. Estuvo así unos segundos. Luego emitió un ruidito, guiñó los ojos, giró la cabeza y se le congestionó la cara. Su padre le alborotó el pelo cuando pasó a su lado. El niño ni se movió.
—Creo que está cagando —dije.
Chete le echó un vistazo. El chaval seguía inmóvil, aguantando la respiración y con las rodillas un poquito dobladas.
—¡Anda donde mamá! —gritó Chete.
El niño no se movió.
—¡Vamos! —dijo dando una palmada.
El pequeño echó a correr hacia la cocina con las piernas separadas.
—Acabo de conocer a una mujer increíble —dije.
Me miró como si no me hubiera oído, pero sí que lo había hecho. No sé por qué pero me sentía contento.
—¿Aún no has aprendido? —preguntó después de limpiar las migas de una mesa con un par de certeros golpes de trapo.
—Es condesa.
—No, no has aprendido. Cállate y ten cuidado —dijo—. No hay mesas libres. Ésta —dijo por la que acababa de limpiar— hace rato que me la han pedido. ¿Te quieres sentar con Vélez y Ximenet? —preguntó.
—¿Están aquí?
Chete señaló el fondo del local con la barbilla. Distinguí a los dos amigos. Ximenet me había visto, alzó un brazo e hizo señas de que me acercara.
—Estupendo —dije—. Quería hablar con ellos.
—Pues apresúrate porque andan con prisa, creo que piensan ir al teatro.
Me acerqué con decisión hasta su mesa. A pesar de que Chete mantenía la sala en una sabia penumbra, hacía mucho calor.
—¡Isidoro!, cuánto bueno por aquí —dijo Luis Vélez—. ¿Qué tal tu novia? —preguntó dispuesto a alegrar la sobremesa a mi costa.
—No es mi novia —respondí sentándome al lado de Ximenet—, y cada vez la cosa está peor. No sé qué hacer, empieza a darme miedo. Esta mañana hemos tenido una pelea. Yo estaba dispuesto a romper con ella definitivamente, pero no me he atrevido. No sé qué me pasa.
—¿Es que sigues durmiendo con ella?
—No, se ha presentado por la mañana. Tiene conquistada a mi vecina.
—Vaya, vaya. Pobre Isidoro. Estás en un buen lío. Ten mucho cuidado, porque el día menos pensado puedes encontrarte con una sorpresita.
—¿Qué sorpresita?
—Tú sabrás lo que haces.
En ese momento apareció Chete llevando un plato con un albondigón y una cebolla, una rebanada de pan blanco y un cuartillo de vino.
—¿Vosotros queréis algo más? —preguntó a los otros, que negaron con la cabeza.
Hizo ademán de irse pero lo retuve agarrándolo por el delantal. No había olvidado el motivo de mi visita, y aquélla era una buena ocasión de preguntarle si conocía alguna razón por la cual alguien pudiera llamar cornudo o bujarrón a Cervantes.
—¿Cornudo? —preguntó Chete sorprendido.
—Como ayer me hablaste de lo de su hija bastarda, tal vez supieras algo de su mujer que…
—¿Qué hija bastarda? —preguntó Luis Vélez.
—Isabel. La hija que don Miguel tuvo con Ana Franca —respondí.
—¿Cervantes? No es eso lo que cuentan —dijo él.
—Ya estamos —murmuró Chete.
—¿Pero tú qué le has dicho? —preguntó Luis.
—La verdad. Don Miguel reconoció a la muchacha, ¿no?
—La verdad, la verdad —se burló Vélez—. Aquello no fue más que un arreglo para salvaguardar el honor de una doncella que no lo era tanto.
—Ana Franca no era ninguna doncella —dije yo recordando que estaba casada.
—¿Quién habla de Ana Franca?
—¿Quieres decir que Ana Franca no era la madre de Isabel? —pregunté.
—Ni don Miguel el padre. Por aquel entonces se decía que Isabel era hija de Magdalena, su hermana pequeña, y de un tal Juan de Urbina. Como no había matrimonio de por medio los Cervantes llegaron a un acuerdo con Ana Franca, amiga por entonces de la familia, para que declarara que la recién nacida era hija suya.
—¿Y el marido?
—La taberna no iba muy bien, necesitaban dinero.
—Vaya. Si eso es cierto, menudo baldón para la familia —dije.
—¡Qué va! —exclamó Vélez burlón—, casi es tradición familiar. Constanza, la hija de Andrea, la hermana mayor, también es bastarda. La mujer se quedó preñada de un tal… ¿Cómo se llamaba?
—Nicolás de Ovando —ayudó Chete, que pese a no gustarle el chismorreo, parecía conocer bien la historia.
—Nicolás de Ovando. Pero tampoco fue ella la primera. Su tía María tuvo también una hija de soltera, Martina. El padre fue don Martín de Mendoza, el arcediano.
—¿No era ese bastardo a su vez de don Diego Hurtado de Mendoza?
—En efecto, era hijo bastardo del duque del Infantado. Creo que Andrea le sacó seiscientos mil maravedíes para mantenimiento de la chiquilla. No fue mal negocio.
—No creo que la palabra «negocio» sea la adecuada —farfulló Chete.
—¿Has oído hablar del asunto de Gaspar de Ezpeleta? —preguntó Luis Vélez.
—No —respondí sin dudar.
—Sucedió en Valladolid, hace ocho o diez años. El tal Ezpeleta apareció muerto a las puertas de la casa de los Cervantes y una vecina consiguió que metieran en la cárcel a toda la familia.
—¿Los acusó de asesinato?
—No directamente porque no había visto nada, pero vino a decir que eran responsables de dicha muerte y que aquello era una casa de lenocinio. Figúrate que vivían juntas dos hermanas, la mujer, una criada, la sobrina y la que se suponía que era su hija con un solo hombre: don Miguel. Y todas con no muy buena reputación. La vecina dijo que había visto más veces a aquel hombre rondando la calle, y que seguro que iba a lo que iba.
—¿Cómo acabó el asunto?
—Se sobreseyó, creo que por falta de pruebas, y los soltaron a todos. Poco después los Cervantes vinieron a Madrid.
—No tenía idea de la liberalidad de las mujeres Cervantes. Tal vez lo de cornudo no le venga por su mujer, o no sólo por ella, sino por consentidor en general de los negocios de las mujeres a su cargo. Pero lo que no acabo de entender es por qué iba don Miguel a reconocer como propia a la hija de su hermana.
—Porque estaba en deuda con ella —afirmó Vélez—. Ten en cuenta que, cuando estuvo preso, tanto Andrea como Magdalena entregaron sus dotes para su redención… Y algo más que sus dotes.
—Habla claro. ¿Quieres decir que se prostituyeron?
—No exactamente, al menos que yo sepa, pero obtuvieron sumas importantes de dinero de distintos hombres a cambio de diversos y dudosos favores, e hicieron entrega de parte de esos beneficios para el fondo de redención de cautivos.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Me lo contó Pablo Cimorro. A las Cervantes se les daban bien los italianos, sobre todo los genoveses. Venían a Madrid una temporada por motivos de trabajo, se instalaban en su casa, ellas los atendían bien y ellos las regalaban a gusto.
—No hagas caso, hay mucha maledicencia —protestó Chete.
—Pregúntale a Pablo si no me crees. Estos banqueros ya sabes lo legalistas que son, firman actas de donación y no sueltan un escudo si no hay delante un escribano que dé fe.
—¿Y su mujer, doña Catalina de Salazar? No sabrás tú si…
—No, de doña Catalina no sé nada. Pero salvo por Luisa, que se metió a monja casi niña y ahí sigue en Alcalá, yo no pondría la mano en el fuego por ninguna de las mujeres de la familia.
—¿A qué viene este interés? —preguntó Ximenet—. ¿Sigues con el asunto de Avellaneda?
—Me temo que sí.
—¿Aún no has logrado nada? ¿No te valió lo que hablamos?
—Sí, Lope parece un buen sospechoso, pero el mismo Cervantes duda que haya sido él. Ojalá pudiera subirme a la torre de San Ginés y levantar los tejados de la ciudad para ver sus secretos, pero me temo que las cosas no funcionan así.
—No es mala idea —dijo Luis Vélez—. La torre de San Ginés. ¿Lo has intentado?
Negué con la cabeza.
—Algo habrás descubierto —insistió Ximenet.
—Tengo las cosas aún más confusas que antes. He hablado con Almansa y también él opina que no ha sido Lope, en su caso porque no cree al Fénix capaz de esperar diez años para vengarse de nadie. Por otra parte, el libro de Avellaneda emana una inquina y una voluntad de hacer daño más fuertes que la mera sátira.
—¿Lo has leído al fin?
—Lo he terminado esta mañana, justo antes de encontrarme a Medinilla, quien por cierto ha dejado caer que debía investigar a fray Gabriel Téllez, el mercedario.
—¿Y eso?
—Opina que Avellaneda no escribe por despecho de lo que dijo Cervantes en el Quijote, sino por algo que se insinúa en las Novelas ejemplares.
—Téllez cumple con lo de ser amigo o admirador de Lope, si es que se puede decir que Lope tenga amigos, pero no sé cuándo se ha podido ver atacado por Cervantes. ¿Tú estás de acuerdo?
—¡Yo qué sé! —respondí—. Es cierto que Avellaneda ha leído las Novelas ejemplares, de hecho las critica en su prólogo diciendo que son más satíricas que ejemplares. Sin embargo, yo fui uno de los correctores de las Novelas en la imprenta de Cuesta y no recuerdo ninguna alusión satírica a nadie, al menos patente. De todos modos, mañana me pasaré por el convento de los mercedarios.
—¿Para qué? —preguntó Ximenet.
—Para hablar con fray Gabriel.
—Pero si no está en Madrid. Vive en el convento de Santa Catalina, en Toledo.
—¿En Toledo? ¡Maldita sea! Seguro que por eso Medinilla ha sido tan liberal soltándome su nombre. No creerá que tenga ganas de ir a comprobar su historia.
—Y tengo entendido que se está preparando para un viaje a América —añadió Ximenet.
No lo puse en duda. Ximenet seguía de cerca la carrera del fraile, y siempre que se interesaba por un autor procuraba informarse de los avatares de su vida. Para valorar mejor su trabajo, solía decir.
—Yo opino que deberías fijarte más en el Quijote y dejarte de tonterías —dijo Luis Vélez.
—¿Fijarme en qué? —dije yo descorazonado.
—Más que en qué, en quién. Lope de Vega no es el único que sale mal parado, y no me refiero sólo a poetas.
—Vamos, Luis, no me vengas ahora con acertijos. Dime lo que sepas.
Luis se acarició el bigote y se afiló las puntas guiándolas hacia las orejas.
—Por ejemplo —dijo después de apurar el vino que aún le quedaba en la jarra—, hay un momento, no recuerdo exactamente a cuento de qué, en que Cervantes se chancea de un «señor muy pequeño que decían que era muy grande…», ¿os acordáis?
Luis se detuvo para darnos tiempo a recordar el episodio. Yo, desde luego, no lo recordaba en absoluto, pero asentí como si lo tuviera presente.
—No sé si conocéis personalmente a don Pedro Téllez Girón —dijo entonces Vélez.
—¿El duque de Osuna?
—El mismo. Todo lo que le falta de altura lo tiene de mala sangre. Pero no queda ahí la cosa. Recordaréis la historia de Cardenio, Dorotea, Fernando y Luscinda, que se cuenta en los últimos capítulos.
—Sí, el tal Fernando es un noble licencioso y pendenciero que no respeta a nada ni a nadie, ni siquiera a la enamorada del que dice que es su amigo —dije sin titubear. En este caso sí recordaba bien toda la historia—. En pocas páginas acumula innumerables vilezas —añadí.
—Pues si tan bien lo recuerdas, verás que al presentar a su padre, el duque Ricardo, dice de él que es un grande de España y que tiene su estado en lo mejor de Andalucía.
—¿Osuna, también?
—Podrían ser otros muchos —comentó Chete.
—Grandes de España no hay tantos. Pero da la casualidad de que la historia que cuenta la cuentan también del propio duque, aunque con otros matices y sin tantos adornos.
—¿Dices en serio que el innoble Fernando, hijo del duque Ricardo, está inspirado en don Pedro Girón, actual duque de Osuna?
—Y Cardenio en Cárdenas de Córdoba, y Dorotea en doña María de Torres, su enamorada, seducida y abandonada por don Pedro. Y por si aún te quedan dudas, recuerda que Dorotea hace a Osuna puerto de mar. Es difícil pensar que sea casualidad tanto el que cite precisamente a Osuna como que lo haga puerto. Más parece burla que error, sobre todo viniendo de Cervantes, que conoce Osuna perfectamente.
—¿Insinúas que el duque de Osuna puede ser Avellaneda?
—No, eso no. Don Pedro sólo sabe empuñar la blanca, y no es en tinta en lo que la moja. Pero no sería raro que lo hubiese mandado escribir.
Me entró la risa. Imaginé a Robles pidiendo cuentas al duque, intentando amedrentarlo mientras él se reía en su propia cara. Luis y Ximenet me miraron sorprendidos sin saber a qué venía aquella expansión.
—Sin embargo —dije procurando controlarme—, se plantea el mismo dilema que con Lope. ¿Por qué alguien de sangre tan caliente ha esperado diez años para vengarse?
Luis Vélez sonrió para sí mismo. Debía de estar esperando la pregunta.
—Tal vez porque es ahora cuando le interesa hacerlo.
—No entiendo.
—¿Es que no estás al tanto de lo que se cuece? ¿Acaso no has oído nada de la guerra que tienen entablada las facciones de Osuna y Lemos para la sucesión del virreinato de Nápoles?
—Sí, algo he oído.
—Pues presta más atención, porque está en juego el futuro de la Corona.
—¿Por culpa de Osuna? —pregunté escéptico.
—Lerma está agotado. Sus próximos dicen, y esto lo sé de buena tinta, que cada día son mayores sus crisis melancólicas y el gobierno se le escapa de las manos. Al parecer ya ha empezado a sondear al nuncio para conseguir un puesto en la curia. Después de tantos años ejerciendo un poder absoluto, planea blindarse contra posibles revanchas tras las faldas del Papa.
—Eso ya lo hizo cuando promulgó la premática en la que decía que su firma valía tanto como la del propio rey.
—Ahora eso ya no le parece suficiente.
—¿Quiere un obispado?
—Y no cualquiera. Está esperando que muera don Bernardo, su tío, al que por cierto él mismo colocó en el puesto, para hacerse con el arzobispado de Toledo. Doscientos mil ducados anuales de renta.
—Una crisis religiosa —bromeó Ximenet.
—Con la ventaja añadida de que un cardenal no responde ante los justicias del rey.
—Y Osuna pretende estar bien colocado para cuando llegue el momento de sucederle.
—Osuna no está solo. Mantiene una estrecha alianza con el duque de Uceda, hijo primogénito de Lerma, y con fray Luis de Aliaga, confesor del rey. Entre los tres controlan todos los resortes del Estado, la política exterior, el gobierno de Madrid y al mismo rey.
—¿Uceda conspira en contra de su propio padre?
—Uceda es lo suficientemente listo como para saber que la estrella de su padre titila, y que si llega a apagarse puede arrastrar consigo a toda la familia. La de Osuna, sin embargo, parece cada vez más brillante. Estando a su lado salvará parte de la fortuna de la familia, y pase lo que pase, ellos ganan. Ten en cuenta que el que compite con Osuna en Nápoles es el conde de Lemos, que está casado con una hija de Lerma, hermana del de Uceda.
—Muchos perros con el mismo collar.
—Otros hay que se mueven en las sombras. ¿Conoces a don Baltasar de Zúñiga?
—¿El embajador? He oído hablar de él.
—También ronda la cabecera del Estado.
—¿Y por qué la lucha por el virreinato de Nápoles?
—Dinero. Nápoles recauda en impuestos una cantidad similar a la que aporta la flota de Indias. Para lograrlo, Osuna hace campaña untando a Uceda y a Aliaga y a toda la corte con lo que roba en Sicilia. Cuando Nápoles sea suyo, pondrá los ojos en el puesto del valido.
—Pues no entiendo por qué Lemos deja el cargo —comentó Ximenet.
—No le queda más remedio. Se está acabando el plazo de su mandato. Lemos quiere volver a Madrid, pero dejando a su hermano en el puesto de virrey para seguir controlando ese capital. De todos modos, presumo que el plan de Lemos para alcanzar el poder es a más largo plazo que el de Osuna. Según dicen aspira a colocarse como gentilhombre del príncipe.
—¿Pretende controlar al heredero?
—Así accedió al poder el duque de Lerma —dijo Luis Vélez—. Él era el ayo del príncipe, ahora rey, Felipe. Pero muchos aspiran a ese puesto. El mismo don Baltasar de Zúñiga postula por un sobrino suyo, el conde de Olivares. En este momento, no hay destino más apetecido que la cámara del príncipe, te lo puedo asegurar.
—No tiene sentido. Me hablas de luchas de poder en las más altas esferas y al mismo tiempo de un ridículo arreglo de cuentas con Cervantes.
—Con Cervantes no. Con el pueblo. Osuna es consciente de lo importante que es el apoyo popular y lo busca, lo educa y lo mima por si llegara a necesitarlo. La legitimidad es, en muchos casos, cuestión de propaganda, y en ese sentido el Quijote le interesa porque es un libro bastante conocido. Si Osuna decide que su contenido le perjudica, el camino más fácil para hundirlo es desprestigiar a su autor. No me mires así, no pienses que todo esto son locuras mías. He oído, además, que ha encargado un trabajito para el teatro.
—¿Una obra de teatro? —pregunté escéptico.
—¡Qué mejor púlpito para difundir una idea! Y si no, que se lo pregunten a Lope —dijo con toda la intención.
Como es lógico, yo la cogí al vuelo.
—¿Lope está escribiendo una obra para Osuna? —pregunté realmente interesado.
—No es «para» Osuna. El encargo lo ha hecho un actor amigo mío, pero financiado por Osuna.
—¿Y de qué trata?
—Eso no lo sé, pero puedes preguntárselo al actor. Se llama Damián, pero lo llaman Valenzuela. Seguro que lo encuentras en la calle León, en el mentidero de artistas. Siempre anda por ahí.
Hasta los poco aficionados a la equitación sabemos que se llama «Valenzuelas» a los caballos de pura raza española criados en las cuadras del duque de Sessa. Deben su nombre a don Francisco de Valenzuela, caballerizo mayor, aunque algunos también los llaman «Guzmanes» por ser un caballero llamado Guzmán el artífice del encaste. Sea como fuere, imaginé que el actor en cuestión tendría cara de caballo.
—¿Pregunto por Damián?
—Tú hazme caso —insistió Luis Vélez con una risita—. En cuanto lo encuentres te lo llevas a un lupanar y le haces hablar. Da gusto ver cómo se le suelta la lengua en manos de una mujer.
—¿Y hay en el Quijote más alusiones de ese estilo? —pregunté antes de que decidieran cambiar de tema.
—Ayer precisamente hablaba de esto con un cliente —dijo Ximenet—, y me recordó que hay otro personaje del libro que es real: Ginés de Pasamonte.
—El condenado a galeras que robó el burro… —recordé.
—El mismo. Mi cliente me dijo que en efecto existe un tal Jerónimo de Pasamonte, que además ha escrito sus memorias como se dice en el Quijote. Tal vez te sirva de algo.
Yo medité unos segundos.
—Lo investigaré —dije al fin—, pero yo me refería más bien a aristócratas como Osuna.
—Pues ahora que lo preguntas —dijo Luis Vélez—, la de Osuna no es la única. Hay un par de alusiones graciosas a otro grande, aunque te aseguro que ése las encajó con resignación. ¿Recuerdas al Timonel de Carcajona?
—¿A quién?
—Hay un episodio en que don Quijote confunde dos rebaños de ovejas con sendos ejércitos…
Asentí con la cabeza. Ximenet se puso en pie y le dio a Luis un golpecito en el hombro para que abreviara. El teatro estaba a punto de abrir, y a Ximenet le gustaba llegar pronto para coger buenos asientos en el patio.
—Venga, vamos —dijo Luis Vélez poniéndose en pie a su vez—. Al frente de uno de los ejércitos cabalgaba el siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona —añadió mirándome a mí.
—¿Y?
—¿No te dice nada?
—¿Timonel de Carcajona? —pregunté despistado.
—Te daré otra pista. ¿Recuerdas que antes de liberar la cadena de presos don Quijote entabla con ellos una conversación en la que le informan de sus delitos?
—Sí. Precisamente en la cuerda que va el dicho Pasamonte.
—Exacto. Uno de los compañeros de Pasamonte dice que va condenado por alcahuete, y entonces don Quijote comenta que por alcahuete no merecía ir a bogar a galeras sino a mandarlas, que el oficio de alcahuete es muy necesario a la república y que no lo debería ejercer sino gente bien nacida.
—Mandar galeras… Timonel… ¿El Almirante? ¿Medinasidonia?
Luis asintió cubriéndose la risa con la mano.
—Timonel de Carcajona por el timonel de la carcajada, claro, por la vergüenza de la Invencible, pero lo de alcahuete… ¿a qué viene?
—Pregunta por ahí. No se llega a ser grande descuidando los recursos que te brindan tus súbditos… o súbditas.
—¡Qué tontería!
—Sí, tontería —dijo sorteando mesas camino de la puerta—. Pero si decides buscar a Valenzuela, pásate por La Carbonera y pregunta por Oleiros. A ver qué te dice.
Esto último lo dijo casi desde la calle. Me quedé solo. De pronto sentí un enorme cansancio, una lasitud total, así que agradecí que apareciera Chete con la botella de aguardiente, dos pipas cargadas de tabaco y un tablero de chaquete. Podría pasar toda la tarde en aquella penumbra. Chete me observaba con aprensión.
—Supongo que no hace falta que te diga nada —dijo mientras colocaba las fichas.
—¿A qué te refieres? —pregunté yo distraído. Cogí los dados y me puse a jugar con ellos sobre la mesa, a voltearlos, apostando mentalmente a que en algún momento coincidirían las cifras de ambas caras.
—A que tengas cuidado. No he oído todo lo que te ha dicho don Luis, pero sí lo suficiente para saber que te puedes jugar la vida. Y no por el asunto ese de que abusara de la novia de un amigo ni porque le gusten las comediantas ni cosas de ésas. Antes de ser duque de Osuna y virrey de Sicilia, don Pedro Girón fue desterrado en varias ocasiones, y en cada una de ellas medió una muerte violenta.
—Un hijo de puta —dije yo sonriente.
Chete me quitó los dados de entre los dedos y los arrojó contra uno de los laterales del juego.
—Cinco, tres —canturreó en voz baja mientras movía las fichas—. Baja la voz y no te tomes esto a broma —dijo luego—. Osuna es un hombre de Estado. Recuerda la que montó en Niza hace un año. Asesinaron a uno de sus secretarios y él, en represalia, invitó a un banquete a todos los principales del lugar y luego los mandó degollar.
—Eran franceses —dije yo en su descargo—. Hugonotes —añadí por si así la cosa resultaba más aceptable.
—Ya. Pero suena a Godo. Una nueva versión de la campana de Huesca. Te digo que no ganas nada importunándolo. Si él es Avellaneda, mejor que dejes las cosas como están.
—No es que sea él, ya has oído a Luis…
—Me has entendido. Cuentan que una vez mató en una riña a un mercader flamenco y pagó 3.000 ducados a su familia para silenciar el asunto. En otra ocasión mató a un soldado y dio orden de que se diese 300 ducados al padre del muerto. Todo se hizo según sus órdenes sin mayores complicaciones. A cada uno según su valor. Y a ti… ¿cuánto crees que le costaría hacerte matar?
Intenté pensar una suma, pero ninguna me pareció justa ni razonable.
—O mejor aún, ¿cuánto recibirá tu familia cuando se dé el gusto de matarte personalmente?
—No tengo familia.
—Lo sé. ¿Te das cuenta de lo barato que resultarías?