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—¡Querido Baltasar! —grité sin mirar con quién estaba ni calibrar antes si era oportuno interrumpirlo en aquel momento—. Me alegro de verte, precisamente estaba pensando en ti…

Medinilla se volvió, balbuceó una excusa a sus acompañantes y saltó del estribo. Por entonces yo ya me había dado cuenta de lo improcedente de mi conducta, y para enmendarla me descubrí, miré al suelo y esperé a que Medinilla hiciera las debidas presentaciones. Mi actitud les debió de parecer lo suficientemente sumisa como para pasar por alto el atrevimiento.

—Condesa, don Alonso, permítanme presentarles a Isidoro Montemayor. Isidoro, la condesa de Cameros y don Alonso de Contreras.

Extendí el brazo con el sombrero en la mano e hice una profunda reverencia. Reconozco que me molestó un poco el que me apeara el «don», me sonó a castigo por mi falta de tacto, y como tal lo acepté. De todos modos no tenía derecho a usarlo, aún no era caballero, aunque es un tratamiento que en los últimos tiempos se concede a cualquiera por mera cortesía. Ya no es raro ver llevar el «don» a muchos nacidos entre terrones, milagros que obra el oro.

Al alzar la vista del suelo tuve oportunidad de contemplar más detenidamente a los reunidos. Al hombre lo reconocí de inmediato, ya de reojo se veía que era soldado, las calzas verdes, las bandas rojas, las cadenas y abalorios en el pecho y el sombrero emplumado lo delataban, pero me sorprendió que se tratara de don Alonso de Contreras, el capitán que había visto en el bodegón de Gaspar de Torres supervisando el alistamiento de su compañía para acudir al auxilio de la Mamora. Y más sorprendente aún, la dama era la misma que había visto el día anterior en la puerta del garito de Robles, la de la mirada asesina y ojos de gacela. Ahora por fin tenía oportunidad de contemplarla a mis anchas, y la verdad es que no desmerecía en absoluto de mi primera impresión. Tenía el rostro afilado, la nariz recta, los labios finos pero bien dibujados y los ojos grandes y oscuros. En esta ocasión llevaba el pelo suelto hasta los hombros, enmarcado y semitrenzado por dos ristras de perlas. El traje, de seda con escote cuadrado y ribeteado de encajes, estilizaba su figura y resaltaba el tono dorado de su piel y el arranque de sus senos. Aquel detalle me hizo suponer que era italiana o que había estado en Italia hacía poco, ya que en aquellas tierras la moda no obliga a las mujeres a comer barro para parecer pálidas y macilentas ni a llevar los pechos vendados o aplastados con planchas de plomo. Ya digo que pensé que era una recién llegada, valiente y, en cualquier caso, sabia, pues parecía consciente del poder que, por encima de las modas, ejercen sobre un varón dos tetas bien puestas. Y además no era pobre. La carroza en la que iba era enorme, de cuatro mulas, de esas que las ruedas traseras son tan altas como un hombre. La acompañaban varios sirvientes; camarera, cochero, lacayo y dos escuderos, aunque de éstos fui consciente más tarde, ya que estaban prudentemente apartados para respetar la intimidad de su ama.

—Isidoro es poeta, gacetillero y tahúr —dijo Medinilla para rematar la faena.

—No tiene tiempo para aburrirse —comentó la condesa con un deje de ironía.

—No crea —respondí con descaro—. Tal vez sea mal poeta, pero aburriéndome no he encontrado rival.

—También ha sido soldado —apuntó Contreras señalando el tubo de plomo que llevaba prendido al tahalí—. A no ser que lo ganara en el juego.

—En efecto, fui soldado.

—¿El Turco?

—Flandes.

—¿Con Spínola?

—Sí señor, mosquetero en la compañía de don Antonio de Ambite.

—¿En qué batallas ha participado?

—Ostende.

Don Alonso pareció reflexionar sobre la verdadera amplitud de mi experiencia militar. No parecía que le hubiera impresionado demasiado, tal vez porque la toma de Ostende se había demorado casi tres años.

—¿No echa de menos la pólvora?

Por un instante tuve una rápida visión del campo de batalla, los cuerpos mutilados por las minas, los perros alimentándose de las vísceras de los que hasta unas horas antes habían sido hombres.

—No —dije honestamente.

—Nuestro amigo ha dejado la espada por la pluma —comentó Medinilla.

—Gacetillero —murmuró la condesa—. ¿Está ahora a la busca de noticias?

Noté cierto desdén en su voz, lo que me hizo recordar la mirada de desprecio que me dedicó a la salida del garito de Robles. Ignoraba qué tenía contra mí esa señora pero cada vez que nos encontrábamos me tiraba una coz.

—Eso siempre, señora, aunque no es ése el motivo por el que me he alegrado tanto de ver a don Baltasar —dije yo resaltando el «don».

—¿Un asunto privado? —preguntó ella—. ¿Algo que no se deba oír?

—Todo lo contrario. Es sobre unas ideas que defendió la otra noche don Baltasar en una academia.

—¿Quieres seguir hablando del Quijote? —preguntó Medinilla.

—Sí.

—No retiro ni una palabra. Cervantes es un viejo chapucero y envidioso, y me alegro de que por fin alguien lo haya puesto en su sitio.

—¿Cuál es su sitio? —pregunté inocentemente—. ¿Cornudo? ¿Bujarrón?

—Yo de eso no sé nada —respondió Medinilla disimulando una sonrisa—. Pregúntale a su mujer.

—No es algo que se pueda preguntar así como así. Pero tú eres amigo de Lope, ¿verdad? ¿Lo crees capaz de dedicar esos piropos?

—¿Lope? No digas tonterías. Tiene cosas más importantes que hacer que responder a las invectivas de un poeta mediocre. No es el primero, ni será el último. Después de lo de la Osorio, Lope tiene mucho cuidado con lo que escribe.

No sabía a qué se refería con lo de la Osorio, pero tampoco quería desviar el tema, así que tomé nota mental e intenté continuar con mis preguntas, pero don Alonso me interrumpió.

—Así que es usted el que busca a Avellaneda —dijo el capitán, y algo percibí en el tono de su voz que me hizo sentir incómodo.

—Sí —reconocí—, y agradecería cualquier pista que pudieran ofrecerme —dije con prudencia.

—¿Quién es Avellaneda? —preguntó entonces la condesa.

—El autor de la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha —se apresuró a contestar don Alonso.

—Aunque me temo que es un seudónimo —dije yo.

—Me gusta el Quijote —comentó la mujer, y pude ver con agrado cómo Medinilla se mordía la lengua—. Hay muchos autores que han utilizado o se han inspirado en él para escribir sus propias obras, tal vez Salas Barbadillo, o Francisco de Ávila, o… ¿Cómo se llama ese que ha hecho una obra de teatro usando la novelita de El curioso impertinente?

—Guillen de Castro —se apresuró a contestar Medinilla.

—Eso, Guillen de Castro.

—No es lógico —dije yo—. Esos autores utilizan el Quijote pero lo hacen abiertamente y firman con sus nombres. ¿Por qué iban a ocultarse ahora?

—¿Para insultar a Cervantes? —insinuó la condesa—. Si como usted dice lo llama cornudo y bujarrón, no es raro que pretenda ocultarse.

—No —dije después de pensarlo unos segundos—, para eso se escribe un soneto o una décima, pero no una novela tan extensa. ¿La han leído? —dije enseñándoles el libro.

Por desgracia, la condesa extendió la mano y no tuve más remedio que entregárselo.

—¿Es tan entretenido como la primera parte? —preguntó mientras lo ojeaba.

—Me temo que no —respondí—. Quiero pensar que Lope lo habría hecho mejor. Además, hay otros aspectos que parecen exculparlo, pero digo yo que si no ha sido él, lo más seguro es que sea obra de un amigo…

—Es posible —comentó Medinilla.

—Y después de oírte la otra noche y de darle muchas vueltas, se me ha ocurrido que, de ser así, ¿quién mejor que tú para echarme una mano? Lope confía en ti, al menos lo hizo cuando te pidió que le corrigieras las pruebas de La Jerusalén conquistada, ¿no es cierto?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Vamos, Baltasar… Es muy sencillo… Me pregunto si tú serías capaz de escribir por él.

No sé por qué lo dije. En ningún momento había pensado que Medinilla pudiera estar implicado, pero así salió la cosa.

—¿Cómo? —exclamó Baltasar molesto.

—Ya me entiendes, para defenderlo.

—Lope no me necesita ni a mí ni a nadie para que lo defienda.

—Antes has dicho que…

—No deberías fijar toda tu atención en Lope. Es posible que Avellaneda se defienda ante todo a sí mismo, y lo demás sea sólo para despistar y ocultarse.

Asentí con la cabeza. Aquello era posible, de hecho coincidía con lo que yo mismo pensaba sobre el tono en que estaba escrito el segundo Quijote, pero era un camino sin salida por el que no quería adentrarme.

—¿Acaso estás pensando en alguien?

Medinilla me miró socarrón. Parecía haber llegado a la conclusión de que sólo se libraría de mí dándome un nombre, y llevaba toda la razón.

—Deberías hablar con fray Gabriel Téllez.

—¿No es ése el autor de La santa Juana? —preguntó la señora.

—En efecto —respondió Baltasar.

Aunque no lo conocía en persona, había oído hablar bastante bien de fray Gabriel y ahora puedo decir que, después de haberlo tratado, he llegado a apreciarlo sinceramente. Pero ya llegaremos a eso. Por aquel entonces sólo sabía de él que era un fraile mercedario, ferviente admirador de Lope de Vega, que había estrenado con bastante éxito un par de obras acordes a las nuevas formas que propugna el maestro en su Arte nuevo de hacer comedias.

—¿Para qué? —pregunté—. Hace diez años, cuando se editó el Quijote, aún no había escrito nada. No creo que don Miguel supiera siquiera de su existencia.

—¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez Avellaneda no haya escrito agraviado por el Quijote, sino por alguna obra posterior de Cervantes?

Aquello tenía sentido. Recordé mi conversación con Almansa y la pregunta con la que me despidió: ¿por qué ha esperado diez años?, y luego en el prólogo de Avellaneda y en sus comentarios sobre las Novelas ejemplares.

—Es una posibilidad que deberías considerar.

—Las Novelas ejemplares —dije convencido.

—Es posible —dijo Medinilla. Le brillaban los ojos, se diría que estaba satisfecho de haberme llevado a donde quería—. Dicen que fray Gabriel se ha visto retratado en algunas cosas y no le ha hecho mucha gracia.

Lo miré con desconfianza. Estaba claro que sabía más de lo que decía, pero parecía dispuesto a hacerme sudar cada gota de información. La sombra se reducía deprisa, casi desapareció sin que nos diéramos cuenta y el sol empezó a reflejarse en los cristales de la carroza. Tocaron las campanas. Los hombres nos descubrimos y esperamos el fin del toque del Ángelus para retomar la conversación, pero aún perduraba el eco de la última campanada cuando la dama hizo un gesto a sus sirvientes y éstos ocuparon presto sus sitios, incluidos los dos escuderos de aspecto feroz que hasta entonces me habían pasado desapercibidos.

—Señores, ha sido un placer charlar con ustedes… —Y dicho esto se recostó en su asiento y desapareció de mi vista. El conductor arreó a las bestias, la carroza se zarandeó y volvió al camino para unirse a la comitiva que se movía en dirección a la Puerta del Sol y el Palacio Real.

Allá va mi libro, pensé con pena, y acto seguido, sin apenas darme tiempo a reaccionar, Medinilla y don Alonso me palmearon la espalda a modo de despedida y echaron a andar camino de los burdeles de la calle de las Huertas.