33

Una copla se coló por la ventana. Palmas. Risas. Luego empezaron de nuevo los mazazos. Volví a odiar a Cañamares. Mis sentimientos, al menos en aquellos días, eran poco constantes, tanto mi odio por Cañamares como mi amor por Isabel variaban con la hora del día. Me revolví en la cama, escondí la cabeza bajo la almohada y al apretarla contra mis orejas tropecé con un brazo. Me asusté, pero no tuve que mirar para saber que era ella la que yacía a mi lado. En aquel momento el odio por Cañamares se hizo extensivo a Venancia, que tan generosa se mostraba con mi llave. Como era de esperar, sus primeras palabras fueron de reproche:

—Anoche te estuve esperando.

Casi gritó ese «te estuve esperando». Después del incidente con su tía y la forma en que me había ido supuse que tardaría bastante en volver a verla, pero estaba equivocado. Allí estaba y además de mal humor. Yo me sentía aturdido, me pesaban los párpados. Había estado leyendo hasta que se acabó el aceite de los candiles. Al principio despacio, demorándome en indagar cada frase, pero luego, a medida que me fue ganando el tedio del relato, empecé a hacerlo en diagonal. A pesar de las prisas con que devoré las últimas páginas antes de quedarme sin luz, aún me quedaban un par de capítulos por leer.

—No sabía que tuviéramos una cita —me defendí.

No deseaba verla, pero confieso que estaba un poco animado, por la mañanita, en fin, no me hubiera importado arrastrarla bajo las sábanas, ya que estaba allí.

—¿Acaso necesitas una cita para ver a tu novia? —preguntó subiendo el tono.

Aquello acabó de despertarme. Un cubo de agua fría no habría sido más eficaz.

—¿No vas muy deprisa? —pregunté conciliador.

—¿A qué te refieres?

—A eso del noviazgo.

—Al final tendré que dar la razón a mi tía —dijo ella airada. Sus ojos echaban chispas.

—¿Qué dice tu tía?

Isabel se mordió los labios, apretó los puños, miró al suelo.

—Vamos, no te pongas así, sólo digo que…

—Que no me quieres.

Me mordí la lengua. Estuve tentado de darle la razón, pero me eché para atrás.

—No es que no te quiera —murmuré. Empezaba a dolerme la cabeza y tenía un poco de fiebre.

—Pues entonces dímelo. Estás tan raro…

Intenté hacerlo, pero no me salió. En cambio, improvisé una disculpa.

—Tengo problemas —dije.

—Y yo quiero ayudarte. Casémonos.

—¡Pero qué dices!

—Yo a ti sí que te quiero, y sé que me correspondes. Casémonos. Eso es lo que hacen los enamorados —dijo muy convencida.

—Eso lo harán los enamorados que puedan.

—Yo no necesito grandes fiestas. Podemos invitar a comer a unos amigos, eso no puede costar…

—Si no es por las fiestas.

—Tengo una idea. Hagámoslo al viejo estilo, unamos nuestras manos y llamemos al cielo por testigo de nuestra unión —dijo sujetando mi mano entre las suyas.

Yo la retiré de golpe, demasiado de golpe.

—Isabelita, no se pueden hacer así las cosas. La Iglesia ha prohibido esos matrimonios.

—¿Los de amor? —preguntó molesta.

—Sabes a lo que me refiero. Ya no basta con un juramento privado.

—Puede que no baste, pero la mayoría de nuestros padres están casados así, si es que están casados.

—Eran otros tiempos.

—Te niegas.

—Yo no he dicho eso.

—Entonces me aceptas.

—¡Ya basta! Tengo que pensar, déjame pensar.

No dijo una palabra más, se levantó y se fue dando un portazo. Yo volví a esconder la cabeza bajo la almohada. Me sentía avergonzado y ridículo. Los mazazos caían a ritmo de martinete, no debía de quedar en la casa un ladrillo sin golpear. Me incorporé con desgana, de mal humor. Oriné junto al balcón, aliviado por una ligera corriente de aire. Algo bueno tenía la madrugada. Como ya no había manera de pegar ojo, acerqué una silla dispuesto a olvidar la última escena de Isabelita leyendo el final del libro de Avellaneda.

La noche pasada, después del hallazgo del capítulo IV, no había encontrado nada más de interés. El libro me pareció un poco reiterativo, los personajes carecían de sutileza, don Quijote era un loco desmesurado y Sancho un zafio glotón. Además, el autor tendía a extenderse al principio y al final de cada episodio con un largo discurso moral más al estilo de El Guzmán de Alfarache. Eso no me sorprendió, al fin y al cabo la ejemplaridad moralizante es algo que al público le gusta del Guzmán y que echa de menos en el primer Quijote. Sin embargo, me perduró el regusto amargo del descubrimiento anterior. Pensé en don Miguel y no recordé nada que hiciera sospechar las inclinaciones que insinuaba Avellaneda. Tal vez fuera sólo una maledicencia, pensé, una calumnia que podían encontrar quienes la buscaran, porque lo cierto es que si no se está atento pasa desapercibida entre los chascarrillos más o menos groseros que salpican el texto. Lo que no podía ignorar era que aquel descubrimiento abría una tercera posibilidad a las que había contemplado hasta el momento. Además de un amigo o partidario de Lope de Vega (o el mismo Lope, a pesar de Almansa y Cervantes) en busca de satisfacción por viejas rencillas literarias, Avellaneda podía ser alguien cuya única intención fuera desprestigiar y humillar a don Miguel por encima de cualquier otra consideración.

Los mazazos me impedían pensar. Tenía que irme de allí cuanto antes, así que coloqué el lebrillo sobre la mesa, lo llené de agua y hundí en él la cabeza. Sentí un alivio instantáneo. Las sienes dejaron de latirme y un escalofrío me liberó de la sensación febril. Al erguirme el agua resbaló por todo mi cuerpo y aproveché para frotarlo con un paño. A pesar de la falta de sueño, me encontraba renovado. Recordé las indicaciones de Ximenet sobre el cuidado de los dientes y me froté con fuerza las encías con el mismo paño húmedo. Luego hice otro tanto con el pecho y las axilas. Todavía desnudo me serví un vaso de aguardiente y me comí una pieza de pera confitada y otra de albaricoque con el primer trago. Luego mordisqueé un casco de naranja mientras apuraba el resto del vaso. Los martillazos iniciaron un ritmo regular de tres fuertes - dos suaves - blanco - dos suaves - tres fuertes. Eché un vistazo al orinal. Estaba terciado. Pensé vaciarlo antes de irme pero me dije que seguro que me pillaba el alarife y me soltaba su diatriba. Como no tenía ganas de bronca, le eché un par de cazos de agua sucia para diluir un poco el contenido y lo cubrí con la tapa de madera. Lo del orinal, para un tipo que vive sólo como yo y con un horario tan imprevisible, es un engorro.

Con el estómago caliente, sacudí la ropa para quitarle el polvo del día anterior, me vestí y salí a la calle en busca de una sombra tranquila donde acabar el libro.

Venancia guardaba la entrada. Me saludó con suspicacia y un tinte de reproche. Supuse que ya le habría llegado algo de la pelea de la mañana, así que me dirigí hacia ella un poco cohibido. Me pregunté cómo se las habría arreglado Isabelita para caerle tan bien a una mujer como Venancia. No sólo le franqueaba la puerta cuando quería, sino que además le servía de tercera. En cuanto pensé en ello vi clara la respuesta. Isabel sobornaba a Venancia, y entonces me pregunté cuánto le pagaría por vigilarme y mantenerla informada de mis movimientos. Por suerte conocía el género. La única vía de escape en un pleito de ese cariz, como en cualquier otro, es ser más generoso que el contrario. Eso es algo que cualquier cortesano aprende en cuanto acude un par de veces a un tribunal de justicia, así que me mordí la lengua y le puse en la mano dos reales de plata. Supe que había acertado porque el rubor le subió a las mejillas, aunque duró poco.

—Venancia —dije mirándola a los ojos—, tengo mucho trabajo y en adelante desearía que no me molestara nadie.

Venancia me miró dubitativa, yo diría que echó cuentas y debió de decidir que yo era su vecino y una fuente de ingresos segura y que le salía más rentable como estaba que con una mujer. Aun así, no pudo evitar el gesto de mirar hacia atrás antes de hacer desaparecer las monedas en su faldriquera.

—Desde luego —dijo guiñándome un ojo—, faltaría más.

En ningún momento se me ocurrió reclamarle la llave, me interesaba que la tuviera, ¿quién si no se iba a encargar de llenarme la tina de agua, de tirar la comida que se me estropeaba en la fresquera o de meter mujeres en mi cama?

—Por cierto, Venancia —le dije. Ella entrecerró un poco los ojos y giró la cabeza para escuchar mejor, o eso quería dar a entender. En aquel momento confieso que tuve el deseo vehemente, y a menudo refrenado, de ensortijar mis dedos en sus patillas y tirar de ellas como si fueran riendas, porque no creo haberlo dicho, pero Venancia tiene patillas de mameluco. Confieso que es una imagen recurrente no falta de intensidad erótica, las cosas como son, aunque me avergüence reconocerlo. Espanté la imagen con un guiño y me centré en la idea que acababa de tener—, aprovechando su influencia sobre Cañamares, podría proponerle que ya que está metido en obras con el asunto de las buhardillas, no estaría mal que instalara una letrina sobre el corral en el pasillo del segundo piso, cosa sencilla, tan sólo un voladizo con un tablón agujereado, nada más.

—¡Anda!, y nada menos —respondió ella—, de eso nada, hombre, que me caga encima de las gallinas, ¡pues no dice tonterías! Venga y a vaciar en la calle, como debe ser.

Me molestó un poco lo de las «tonterías», creo que dos reales de plata llevan aparejado un poco de respeto, pero Venancia estaba por encima de esos detalles.