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En un lado del balconcillo de mi casa tengo un armarito cerrado con una celosía que utilizo en invierno de fresquera, pero que en verano hace mejor las veces de horno. Como hacía demasiado calor en todas partes, dejé mis provisiones directamente sobre el poyete del fogón, todo menos el letuario, que puse en la rinconera junto a la botella de aguardiente. Luego metí dentro de mi Garcilaso el palillo de dientes de plata y lo coloqué en el anaquel junto a los otros libros.

La casa estaba muy caliente y olía a cerrado. Abrí el balcón. Aunque no soplaba nada de aire, sentí un ligero alivio. La tinaja estaba llena de agua, tal y como había dicho Venancia. Como hago cada vez que un desconocido entra en mi casa, eché un vistazo alrededor para comprobar que no faltaba nada. Inconscientemente miré de reojo el escondite del dinero. La mesa no se había movido y el ladrillo seguía perfectamente encajado. Prendí entonces un pebetero con un puñadito de lavanda y romero (mis escasos ingresos no daban para incienso ni para ámbar), encendí dos de las cuatro lámparas del candil y lo coloqué sobre una silla junto al cabecero de la cama. Me descalcé, me quité el jubón y me aflojé las cintas de los valones. Bebí un trago de agua y luego me coloqué despatarrado con la cabeza sobre el lebrillo y me eché un cazo de agua por la nuca. Todavía mojado, me senté en la cama y cogí el libro de Avellaneda.

Cuanto más miraba la portada, más razón le daba a Almansa. Decididamente, no era una lanza lo que enristraba el caballero sino una pluma. Daba la impresión de que hasta eso estaba pensado para provocar a Cervantes, como si deseara retarlo a duelo, sacarlo de quicio, hacerlo saltar.

Leí otra vez el prólogo poniendo atención en cada frase, intentando ver el doble sentido de cada línea, de cada palabra. Un nuevo detalle llamó mi atención: Avellaneda decía que Cervantes al escribir el Quijote se había propuesto ofenderle a él y a quien tan «justamente celebran las naciones extranjeras», es decir, que consideraba que él era el primer ofendido, por delante de Lope de Vega. Tal vez no quisiera decir nada, pero me sorprendió la falta de cortesía en alguien que pretendía erigirse en paladín del Fénix. Seguí leyendo y me encontré de nuevo con la acusación que hace a don Miguel de carecer de amigos y recordé el encargo de eliminar el soneto que debía salir al frente del Viaje al Parnaso. Me hice el firme propósito de hacerlo al día siguiente. Sin falta.

La tripa me hacía ruidos. Empecé a leer la novela. Tenía muy presente lo que me había dicho Ximenet y la discusión de Medinilla con Valdivielso, así que me llamó la atención que el Sancho de Avellaneda hablara de su rucio y comentara que se lo había robado Ginesillo, o sea, que a pesar de lo confuso que decían la otra noche que estaba lo del robo del burro parecía que Avellaneda se había enterado bien de la trama. Seguí leyendo. Un poco después el autor alaba a Lope, esta vez con su nombre, sin eufemismos ni adivinanzas, pero tampoco en un tono encendido sino normal, nada que no se haya oído mil veces en cualquier reunión de literatos. Fue en el capítulo cuarto cuando una referencia sesgada llamó mi atención. En ese capítulo don Quijote le cuenta a Sancho cómo quiere que un pintor le decore su adarga antes de entrar en combate, y es con dos damas de él enamoradas y un cupido lanzándole una flecha que él detiene con su adarga y una letrilla que diga: «Sus flechas saca Cupido / de las venas del Pirú / A los hombres dando el Cu / y a las damas dando el pido». Al oírla, Sancho pregunta qué tienen ellos que ver con ese «Cu», y don Quijote le explica que el «Cu» es un plumaje que se ponen algunos sobre la cabeza, de oro a veces, o de plata, y que con esas plumas algunos llegan al signo Aries, otros al de Capricornio y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes. La alusión no podía ser fortuita. Al tal castillo también se lo conoce como de San Servando y está situado frente a la ciudad de Toledo, al otro lado del Tajo, pero el hecho de usar el topónimo Cervantes tenía que ser un acto deliberado para llamar la atención sobre lo que se acababa de decir. Volví a leer detenidamente el párrafo, y la gracia del «Cu», lo de las plumas, la alusión a Aries y Capricornio, todo parecía colocado para acusar a Cervantes de cornudo, lo cual era grave, o de homosexual, lo que podía llegar a costarle la vida. ¿Acaso había alguna razón para acusarlo de una u otra cosa? ¿O de ambas?

Lo leí de nuevo pensando que estaba sacando las cosas de quicio, pero cuanto más lo repasaba más insultante me parecía. Aquello bien podía ser el motivo de que Cervantes estuviera tan remiso a hablar. Era una posibilidad que debía tener en cuenta. Tal vez Avellaneda conociera algo del pasado de Cervantes que él preferiría no remover. ¿Qué sabía yo de la vida de don Miguel? Muy poco, fuera de que participó en Lepanto y que estuvo varios años prisionero de los turcos en Argel.

Llamaron para cenar. De hecho subió la pequeña Rosita a avisarme, y mientras yo me atacaba los valones se demoró un poco en la puerta echando un vistazo al cuarto. A modo de broma se levantó las faldas para enseñarme su sexo rapado, me guiñó un ojo y se fue riéndose por lo bajo de mi cara de besugo.

Aquella noche no fui un buen compañero de jarana. Aunque la gallina estaba deliciosa yo había perdido el apetito. Pasé el rato con la cabeza en otro sitio y la única idea de deslizarme cuanto antes a mi habitación para seguir leyendo.