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Llegué al mercado de San Luis con las monedas aún en el puño y un cagajón de arriero en un zapato. Había salido de tan mal humor de casa de Robles y andaba tan precipitado que no vi el montón de mierda que había al doblar la esquina de Montera y metí el pie de lleno. Llevaba intención de comprar algo para cenar, pero ya no quedaba mucho donde elegir. La plaza estaba en tinieblas y la mayoría de los puestos cerrados hasta el día siguiente. Apenas quedaban abiertos una docena, la mayoría de hortelanos cargados de repollos que no habían logrado vender. Junto al bodegón de Lazcano, que acababa de levantar sus postigos, un conejero desollaba a mano dos de sus últimas piezas para una matrona que lo veía hacer en silencio. El hombre partía el cuello a los animalitos de un golpe certero, y antes de que dejaran de agitarse cogía una oreja con cada mano y les rasgaba de un tirón el pellejo del cráneo igual que si rasgara una tela. Después hurgaba un poco para ahuecar la piel del cuello y mientras con dos dedos los sujetaba por la cabeza, con la otra mano les arrancaba la piel entera de un tirón y sin derramar una gota de sangre. Luego echaba el cuerpecillo al cesto de la señora y el pellejo a un saco para vendérselo a los sombrereros, ya sabe usted lo bueno que es el pelo de conejo para hacer fieltro. Un conejo desollado es como una rata enorme. O como un gato. Están buenas las empanadas de gato, los hay que las prefieren a las de conejo. Dudé si comprar medio para hacer un guiso pero me dio pereza encender fuego con el calor que hacía; total, para mí sólo no merecía la pena. Con cualquier cosa me apaño, me dije, así que me decidí por un par de sardinas saladas y algo de fruta. Sólo quedaba abierto un puesto de pescado, y era porque el dueño estaba enzarzado en una disputa con un cliente. El asunto no era nuevo. Es norma municipal que los platos de las balanzas de las pescaderías estén agujereados para que el agua escurra y no te la cobren a precio de trucha, pero los pescaderos procuran no limpiarlos, de modo que las escamas acaban por obturar los agujeros, y cuando un cliente se da cuenta, se monta el escándalo. Tuve que conformarme con comprar las sardinas a un vendedor de encurtidos, y luego me hice también con un cuarto de queso, pan, un par de manzanas y una caja de frutas confitadas para el desayuno.

Al llegar a casa me encontré a Rosita con la cara limpia, sin rastros de afeites, sentada en la escalera al lado de Pitu. El gallinejero sostenía un cubo de zinc entre las piernas lleno de agua caliente en el que metía de vez en cuando el pollo que estaba desplumando para que se le ablandaran los cañones. Me hizo gracia la escena. Pitu movía los dedos con destreza mientras la pequeña seguía sus evoluciones con tal mirada de orgullo que parecía que le costaba retenerse para no salir a la calle y gritar que vinieran todos a ver el espectáculo, que vinieran si querían ver a un maestro pelando un pollo.

Venancia, mientras tanto, troceaba zanahorias, nabos, cebollas y tomates y los iba echando en la olla que tenía sobre un anafre. Sólo interrumpía su tarea para dar un palmetazo a su hijo Nicolasete cada vez que éste se acercaba demasiado al fuego. El niño jugaba a perseguir a una llueca que acababa de sacar adelante una nidada de patos. Era gracioso ver al chiquillo intentando coger a un patito a espaldas de la gallina, y los saltos que pegaba cuando ésta decidía que se había acercado demasiado y le lanzaba un tiento con el pico.

—Don Isidoro, ha venido el aguador —dijo Venancia en cuanto me vio—, le ha dejado una carga de agua.

—Muchas gracias, Venancia, no sé qué haría sin usted.

—Mmm. Hombres —dijo poniendo cara de asco.

Nicolasete aflojó un momento el asedio a la gallina y corrió junto a su padre.

—Papa, papa, ¿pego un brinco? —preguntó ilusionado.

Pitu estaba tan concentrado retirando el plumón que se le quedaba pegado entre los dedos que no se enteró de la pregunta.

—¿Pego un brinco, papa? ¿Pego un brinco?

—Venga, pega un brinco.

Nicolasete se subió al escalón en el que estaban sentados Pitu y Rosita, se puso casi en cuclillas y saltó como un muelle para caer a mis pies.

—¡Cuidado con don Isidoro, niño! —gritó Venancia.

—Papa, papa, ¿me has visto? —preguntó el pequeño ignorando a su madre.

—Sí —dijo Pitu sin levantar los ojos del pollo—, impresionante.

—Para eso sí sirve —murmuró su mujer para que lo oyéramos todos—, para meterle pájaros en la cabeza a los niños, pero para vigilar en el mercado que no nos roben, ¡ja!, para eso no.

Pitu farfulló algo, se rascó la frente con el antebrazo y siguió desplumando el pollo. Algo debía de haber pasado esa tarde en el puesto, algo que no hacía falta preguntar porque Venancia lo iba a soltar de todos modos, incluso me dio la sensación de que me había estado esperando para tener un público ante el que desahogarse; mortificar a Pitu en privado ya no debía de ser suficiente.

—No sé adonde vamos a parar, cada vez hay más robos y nadie hace nada, y mi marido el que menos.

—No creo que Pitu pueda hacer nada al respecto… —dije yo inocentemente.

—Pitu es un dejado y un confiado que se deja robar. A ver si se cree que me chupo el dedo. Me he dado una vuelta por ahí y he preguntado a unos y a otros y a nadie le roban tanto como a él, pero es que le ven con esa cara de pavisoso, que bueno.

Pitu volvió a murmurar algo, e intentó sonreír tímidamente.

—Yo estoy allí trabajando —se le entendió—, no sé si me llevan algo, pero yo estoy atento al puesto y no bebo por la mañana más que el aguardiente del desayuno, y eso ni duerme ni sienta mal a nadie.

—Vamos, sólo faltaría, ¿verdad, don Isidoro? Aunque yo no digo que esté mal que los hombres beban, pero para eso hay que ser hombre antes, y no un don nadie al que todo el mundo le roba los pollos.

—Si hay muchos ladrones últimamente, yo qué quieres que haga.

—Pues cuando voy yo al puesto no me roban nada. Lo que hace falta es tener carácter. Ay Dios mío, no sé por qué me casé con este hombre.

Excepto Venancia, todos nos preguntamos por qué se casaría él con ella, pero nadie se atrevió a formular la pregunta.

—Por cierto, don Isidoro —dijo Venancia cambiando de tono—, hablando de otra cosa, que no ha dicho nada, ¿qué tal durmió anoche?

—Hombre…

—Calle, calle, que hay niños delante.

Rosita me dedicó una sonrisa angelical y se abrazó las rodillas con gesto infantil.

—Papa, papa, ¿pego un brinco? ¿Pego un brinco? —volvió a proponer Nicolasete.

—Venga, pega un brinco —dijo Pitu, y esta vez se quedó mirando a su hijo con cara embelesada.

Nicolasete volvió a saltar desde el mismo peldaño.

—Papa, papa, ¿me has visto?

—¡Impresionante, Nico!, ¡impresionante! —exclamó su padre.

—A lo mejor don Isidoro quiere cenar hoy con nosotros, tenemos guiso de pollo. Por dos cuartos avía la noche —propuso Venancia.

—No es mal trato —dije—. Yo había comprado un par de cosas para una cena fría, pero puedo guardarlas para mañana. Ahí van los cuartos, déme una voz cuando esté listo, que tengo mucho que hacer.

Le di a Venancia las dos monedas y me fui escaleras arriba. Imaginé que Casilda había sucumbido a la oferta del día del mercado, porque el tiro de la escalera estaba saturado de olor a col hervida.