Esperé a que se alejara el coche antes de entrar. Saludé al dependiente de la librería, que estaba en la puerta observando la escena tan mudo como yo, y subí a la oficina. La puerta estaba abierta, y ya desde la escalera pude oír a Robles hablando animadamente con alguien. Dudé si esperar pero reconocí la voz de don Ricardo, el prestamista, así que me llegué hasta la puerta del despacho, la golpeé con los nudillos y asomé la cabeza. Me quedé un poco cortado porque había otro hombre además de don Ricardo, un viejo jugador con cara de covachuelista y ropa de segunda mano demasiado holgada, que en cuanto entré saltó de la silla, hizo un ademán con la cabeza y se escurrió casi diría que entre mis piernas.
—No he dicho que pudieras entrar —dijo Robles dedicándome una mirada glacial.
—Perdón —me disculpé.
Di un paso atrás un poco avergonzado y me quedé en el pasillo esperando.
—No es buen negocio —oí decir a don Ricardo.
—Vale más que la deuda. Mucho más —dijo Robles.
—Pero apostaría una mano a que no es suya.
—¿Y a nosotros qué nos importa?
—Habrá que buscar un comprador.
—Déjamelo a mí. Sé a quién le puede interesar —sentenció Robles.
Don Ricardo salió de la oficina intentando evitar mi mirada. Supuse que estaría enfadado conmigo por lo del otro día, pero no sabía hasta qué punto estaba en lo cierto.
—¡Isidoro! —llamó Robles—. Pasa.
Entré y dejé la puerta entornada a mis espaldas. Fui a sentarme en la silla del visitante, pero me quedé a mitad de camino con la vista fija en una preciosa caja de cerámica vidriada de color rojo sangre.
—¿Te gusta? —dijo Robles atento a la dirección de mi mirada.
—Preciosa —respondí.
—Sangre de buey —dijo—. Es china, de la dinastía Ming.
—Es la primera cerámica esmaltada en rojo que veo.
—No es cerámica, es porcelana. No verás otra igual. Conseguir un esmalte de color rojo es extremadamente difícil, sólo los chinos son capaces de hacer algo así.
Acaricié la caja con la yema de los dedos. Su tacto era suave y frío.
—Pero el auténtico tesoro está dentro —susurró Robles.
La abrí con sumo cuidado, dejé a un lado la tapa y contemplé el contenido con admiración. Se trataba de un libro con cubiertas de piel y pan de oro sobrepujado con caracteres cúficos. Levanté la tapa e hice correr las páginas entre mis dedos. Todas estaban profusamente decoradas y en el centro aparecían textos con caligrafía nasjí.
—¿Qué es? —pregunté con asombro.
—Un Corán. Trofeo de don Álvaro de Bazán, recuerdo de la jornada de Lepanto.
Lo miré con incredulidad. ¿Cómo había podido ir a parar semejante joya a manos de un tipo como Robles? Recordé la cara de rata del hombrecillo que acababa de salir y supuse que algo tendría que ver con aquello, pero preferí no preguntar. Robles cerró bruscamente la caja, la metió en una bolsa de terciopelo y se levantó para guardarla en la caja fuerte. Observé que sobre la mesa había un montón de pagarés. Los reconocí en el acto, y también percibí el instante de indecisión del jefe al darse cuenta de que yo los estaba mirando, pero no hizo nada. Parecía animado, así que supuse que sería una buena ocasión para cobrar. Idiota de mí. Había olvidado que nunca es buen momento para pagar.
—Aún no me has dicho para qué has venido —dijo mientras recolocaba unas carpetas en el cofre—. ¿Hay novedades? ¿Has encontrado ya a nuestro hombre? —preguntó.
—No, aún no —respondí apesadumbrado.
Me sentí violento por haber ido sólo a cobrar, pero qué diablos, pensé, el dinero es mío, así que intenté que mis palabras sonaran naturales cuando dije:
—Me temo que su encargo no va a ser fácil. Llevará su tiempo. En realidad venía a por mi parte de la otra noche.
—¿Su tiempo? —preguntó él ignorando mi última frase.
—Al parecer Alonso Fernández de Avellaneda es un seudónimo, pero aún no sé quién se oculta tras él.
Robles me miró con desconfianza, midiendo la verdad de mis palabras.
—¿Es que no te he pagado bastante?
—Desde luego.
—¿Entonces?
—No se trata de eso. Usted me dijo que me pasara hoy a cobrar.
—¿Qué le pasa hoy a todo el mundo? ¿Acaso tengo cara de banquero?
—No pensé que fuera a estar ocupado, normalmente…
—Basta, basta. Déjalo —dijo recuperando la sonrisa.
Volvió a ocupar su silla y empezó a revisar muy despacio un montón de papeles que había en un extremo de la mesa. Cada poco estiraba el cuello, y cada vez que acababa de leer uno se lamía el dedo para ayudarse a pasarlo a otro montón. Por fin pareció encontrar lo que buscaba, hizo unos cálculos en un borrador, sacó la bolsa que llevaba en una faltriquera oculta bajo la ropilla, contó un montoncito de cuartos y me los tendió. Yo recogí aquella limosna desconcertado, porque según mis cálculos debían de corresponderme varios escudos y no un puñado de cuartos.
—¿Algún problema? —preguntó Robles, que debía de estar acechando mi reacción.
—Creo que hay un error.
—¿Error? —exclamó él haciéndose el sorprendido y simulando que repasaba sus notas con gestos exagerados.
—La otra noche había dos mesas ocupadas —dije sintiéndome un poco molesto—, y en el tiempo en que yo estuve abajo tan sólo en una de ellas Donahue le sacó a una señora más de sesenta escudos de oro.
—¡Ah! Luego lo recuerdas…
—¡Por supuesto!
—Entonces también recordarás que por tu culpa casi perdemos ese pequeño negocio. La suerte hizo que yo te llamara precisamente en el mismo instante en que te disponías a interrumpirlo. No me mires así, ¿creías que no me iba a enterar? Sí, don Ricardo estaba indignado. ¿Qué esperabas? El beneficio de la señora se lo han repartido los demás. Me parece lo justo, ya que tú no lo querías.
Me callé. ¿Para qué discutir? En el fondo tenía razón, cuando hice lo que hice sabía que me estaba saltando todas las reglas, así que apreté las monedas en el puño y me puse en pie.
—¿Nada más? —preguntó Robles.
Me di la vuelta sin contestar y me fui dejando abiertas todas las puertas. Una venganza infantil, me avergüenza reconocerlo, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Avísame en cuanto sepas algo de lo nuestro —le oí decir disimulando una risita.