29

Antes de llamar a la puerta de Andrés de Almansa compré unas cosas en un bodegón de puntapié. No es aconsejable presentarse ante él con las manos vacías; veneras de diamantes, collares de perlas, cajitas de pastillas de boca…, todo es bienvenido. En mi caso, que tengo un presupuesto para sobornos bastante limitado, me incliné por un par de empanadas, un melón y una botella de aguardiente. Lo importante era el detalle.

Almansa ocupa la primera planta de un piso en la plazuela de la Leña junto a la iglesia de Santa Cruz. Es un piso amplio y bien amueblado, luminoso, confortable. Me abrió la puerta Carranza, su esclavo nubio, un negro grande y fuerte que tiene la «S» y el clavo de su condición grabados en la mejilla con hierro candente. El esclavo se hizo cargo de mis presentes sin siquiera dirigirme la palabra, igual que haría el ama de un médico con el pollo de un paciente labrador. Tras hacerme esperar unos minutos en el recibidor me condujo al dormitorio de su amo que, por cierto, olía a cuadra. Abrió un poco la ventana (no fuera a entrar demasiado oxígeno en aquella burbuja de gases fermentados) y desapareció. Imaginé que iría a comerse las empanadas.

—¡Andrés! —exclamé cariñoso en cuanto vi a Almansa sentado al borde de la cama con cara macilenta. Lo de Almansilla, mamarracho y comemierda, lo dejé para cuando hablara de él con los amigos—, menos mal que te encuentro, llevo dos días buscándote. ¿Se puede saber dónde te habías metido?

—No quieras saberlo —respondió con cara de viuda.

—¿Pero estabas en Madrid?

—En Toledo. Una fiestecita en un cigarral. Vaya, he visto en dos días más cosas que un mameluco en dos años.

—¿Mucho movimiento?

—No te puedes ni imaginar. Hasta he tenido que guardar a Carranza bajo llave, porque corría peligro. ¡Qué nido de Cleopatras!

Sonreí ante la imagen de Almansa peleando con una arpía por la virtud de su esclavo negro, quien, por cierto, lo doblaba en tamaño. Carranza fue un regalo del marqués de Barcarrota durante un viaje que hicieron juntos a Sevilla. Según dicen las malas lenguas lo escogió en el muelle donde trabajaba de estibador por su gran «natura», aunque eso es una chanza que nadie cuenta en voz alta y que yo me atrevo a escribir en estas páginas confiando en su total discreción y a que ha estado usted en Italia, donde ya se sabe que son más permisivos con los que gustan de visitar esos barrios. En boca de todos está que español e italiano pueden compartir coima sin ser por ello cornudos, ya que cada uno atiende su gatera. Pero aquí es otra cosa, los reos de pecado nefando acaban convertidos en chicharrones, y aunque no abundan las delaciones por no ser plato de gusto tener sobre la conciencia la desgracia de nadie, no falta quien lo disfruta.

—¿Y tú qué te traes de nuevo? —me preguntó Andrés entre medias de un bostezo.

—Poca cosa: Lemos que quiere venir a Madrid y dejar colocado a su hermano de virrey de Nápoles; Osuna que desea Nápoles para él; Uceda y Aliaga que apoyan a Osuna; que la Mamora está otra vez sitiada; que el marqués de Hornacho ha ordenado que traigan a la Corte a un niño de dos cabezas…

—El marqués de Hornacho… —dijo Andrés pensativo.

—¿Lo conoces?

—Una vez estuve en su casa. En su gabinete, mejor dicho. Es una maravilla. Nunca he visto cosa igual. Tiene intención de reunir todo lo que el mundo puede ofrecer, y yo creo que lo logrará. Hace años se le antojó poseer el enano más pequeño de la Corte, y como no había ninguno suficientemente pequeño para su gusto, decidió fabricarlo.

—No sabía que se pudiera fabricar un enano.

—No se puede. El marqués lo intentó encerrando a un niño en una especie de armadura para impedir su crecimiento, pero fracasó.

—¿Creció a pesar de todo?

—Creo que no había quien soportara los gritos y los lloros. Al final murió de asfixia.

—Joder con el marqués.

—Pero tiene una colección de arte divina. En su pinacoteca la luz entra sólo por el techo, y está orientada de tal modo que en ningún momento el sol incide directamente sobre las pinturas. Aborrece las ventanas en los muros porque dice que los cristales hacen de lentes y queman los colores. Es muy maniático. Según él, a cada cuadro le corresponden un tipo de día y una hora determinados; los hay que gustan de la claridad y los hay que mejoran bajo la luz azulada de un día de tormenta. Guarda muchas obras maestras y curiosidades, entre otras el modelo de Tiziano según el cual hicieron todos los retratos de Felipe II, y una sala dedicada sólo a desnudos, a los que es muy aficionado, y otra a cuadros de motivo mitológico. También está muy orgulloso de su colección de cerámica y de su archivo y su biblioteca. Es un verdadero erudito.

Andrés de Almansa dejó de hablar al ver que yo miraba distraído un cuadrito de san Sebastián acribillado a flechazos que colgaba en el cabecero de su cama. En aquel momento recordé que tenía que echar un vistazo al bodegón de Sánchez Cotán para ver cuánto se parecía al de Robles.

—Pero nada de eso te ha traído hasta aquí, ¿verdad? —preguntó envolviéndose en la sábana.

—Busco a un hombre —dije sin más preámbulos—, un poeta. Ayer estuve en la academia del Juego de Trucos de Sigüenza y nadie supo darme razón de él. Se llama Alonso Fernández de Avellaneda.

Almansa entrecerró los ojillos y negó con la cabeza.

Tenía un aspecto desastroso. Por un lado se le veían los pelos pegados y por el otro le asomaban de punta. En el rostro se adivinaban restos de solimán, una crema a base de mercurio de esas que usan las mujeres para blanquearse la tez, lo que hacía que resaltaran aún más las ojeras que colgaban como dos vejiguillas oscuras. Por primera vez me pareció que las sienes le blanqueaban y me dio la sensación de que era mayor de lo que yo creía. Llevaba puestos, además, unos guantes rellenos de sebo de perro con las puntas recortadas por las que asomaban unas uñas largas y cuidadas, prueba de que nunca hacía trabajos manuales.

—¿Para qué lo buscas? —preguntó al rato.

—Robles quiere verlo —contesté al tiempo que le enseñaba el libro.

Fue a cogerlo, pero yo lo retiré temiendo que lo manchara.

—Es un préstamo —me disculpé.

Almansa bostezó y se rascó la cabeza. Sus delicadas uñas crepitaron y dejaron en su coronilla una mancha de grasa.

—Da igual, ya lo conozco. Es bonita la idea del caballero empuñando una pluma —dijo señalando la ilustración de la portada.

—Es una lanza.

—No, es una pluma afilada. ¿Cuándo se ha visto una lanza con esa punta?

Miré el dibujo. En efecto, la punta estaba cortada a bisel y la verdad es que parecía una pluma, así que no insistí.

—Además, no me interesa —dijo en tono aburrido—. Tengo cosas más importantes entre manos.

Por si las circunstancias de su vida no fueran suficientemente controvertidas, en los últimos tiempos Almansa se había erigido como defensor de la nueva poesía propugnada por su amigo don Luis de Góngora, que no hacía más que cosechar detractores. A pocos lectores les es grato consultar un diccionario tres veces cada dos versos. Andrés, empeñado en ganar la guerra, se encargaba de hacer y distribuir las copias de la obra a las que añadía unas Advertencias de su puño para facilitar un poco la lectura y animar a los remisos a ponerse a la tarea de desentrañar unos versos tan oscuros.

—¿Aún sigues con tu empeño de defender Las Soledades?

—Es lo mejor que se ha escrito desde Garcilaso. Don Luis de Góngora es un genio, pero por desgracia hay un montón de poetas vacuos a los que parece que todo el mundo teme.

La respuesta era evidente, pero a pesar de todo pregunté:

—¿A quién te refieres?

—A Lope de Vega, a Quevedo y a sus camarillas —contestó sin ningún reparo—. Un montón de ignorantes. Se burlan de don Luis porque no tienen otro medio de anularlo, porque saben que es mejor que ellos, porque le temen. Pero es que además son cobardes, no se atreven a dar la cara, usan monosabios para desgastar al contrario. Fíjate el otro día, por ejemplo: saben que don Luis es mi amigo, que yo le defiendo y admiro, pues un desconocido va y me arroja un huevo, y cuando intento reaccionar otro declama: «Congratúlate hermano de recibir el beso de la malograda progenie del canoro sacerdote de la aurora».

Me dieron ganas de reír, pero logré controlarme.

Las Soledades son para gente inteligente, no para vulgares patanes. El uno no sabe más que entretener a labradores y mosqueteros, y el otro parece que no encuentra mejor motivo de inspiración que sacar versiones chuscas de las obras de don Luis. Unos hipócritas. Dicen que no hay quien lo entienda, pero en cuanto pueden tratan de imitarlo.

—Mira, Andrés, la verdad —dije para tomarle el pelo—, Las Soledades son un tema aparte. Don Luis amenazaba con escribir cuatro, pero yo agradezco que se haya parado en la segunda.

—Porque eres un impaciente y un ignorante como los demás. Tú dale tiempo a que se coloque y mueva sus influencias, ya verás como todos se tragan sus risitas.

—Creo que en este caso te equivocas. Don Luis nunca ha tenido mucha suerte en la Corte. Ya lo dejaron tirado el marqués de Ayamonte cuando fue nombrado virrey de México y el conde de Lemos cuando partió como virrey de Nápoles. Apuestas a caballo perdedor.

—En eso tuvieron mucho que ver los hermanitos Argensola y sus mezquinas envidias.

—Por si te anima, te diré que esta mañana he visto a Cervantes y me ha confesado que le gustan los versos de don Luis.

—¿Lo ves? Los Argensola no tienen gusto ni capacidad. Qué gran razón tiene Villamediana cuando dice que todo lo que hacen es emborronar papel y que sólo sirven para traducir. Pero las cosas han cambiado —dijo en tono de revancha—, don Luis cuenta con grandes valedores y contactos al más alto nivel, ahora es posible que consiga el nombramiento de capellán del rey, y entonces podrá trabajar a sus anchas.

—Pues espero que sea amigo también del confesor, porque si Aliaga se niega…

—Fray Luis estará de su parte, seguro. Según me ha contado ha obtenido audiencia por mediación de fray Félix Hortensio Paravicino, quien por cierto es admirador de su obra.

Pensé que Góngora estaba desesperado o era muy valiente, porque no hay muchos que se atrevan a entrevistarse con el confesor del rey en estos meses de calor, dicen que ha engordado muchísimo, que suda como un segador y que huele como un burro muerto, y así se lo dije a Almansa, quien me contestó entre risas que don Luis haría lo que fuera necesario, así tuviera que proclamar en catorce versos la virtud de Lope de Vega.

—¿Tú defendiendo al Fénix? —comenté irónico—. No te reconozco. Recuerda que la caridad es algo que rara vez se perdona.

—¿Yo? ¿Defender al verraco? Pero si nunca ha estado mejor que ahora. Ya sabes lo que dicen, que desde que el obispo Troya le hizo afeitarse el bigote para ordenarlo sacerdote, no hay quien lo distinga de su vieja criada, «y que cuando por cualquier motivo abre él mismo la puerta de la calle le preguntan: ¿Está el señor en casa?».

—¡Tonterías! Pero calla, que hasta ayer no supe que se había ordenado sacerdote.

—¿Bromeas? Pues sí que estás tú hecho un buen cronista. Pero cuenta, ¿qué decían en la academia?

—En resumen, que Avellaneda es un seudónimo y que probablemente oculta a Lope de Vega o a uno de sus protegidos.

—Tiene sentido. Si existiera, a estas alturas ya lo conoceríamos. ¿Qué mejor propaganda para un autor novel? Es un seudónimo seguro.

—Sí, pero ¿quién se esconde detrás?

—¡Ah! Eso no lo sé. ¿Has preguntado a Cervantes?

—Claro. Está indignado, pero curiosamente no parece muy dispuesto a hablar del tema. Ni siquiera me ha confirmado lo de Lope. Peor aún, dice que no cree que haya sido él.

—Eso sí que es raro —dijo pensativo, y después de unos segundos añadió—: ¿Has oído hablar del Entremés de los romances?

—No.

—Te gustaría. Es una obrita bastante graciosa. Trata de un tipo llamado Bartolo que enloquece de tanto leer romances y que, días después de casarse con Teresa, el amor de su vida, parte a enrolarse en lo que parece ser la Invencible, pues habla de luchar contra los ingleses, acabar con Drake y tomar prisionera a la reina. Lo acompaña en la aventura su amigo Bandurrio quien, aunque parece cuerdo, le sigue el aire. Nada más partir no recuerdo qué sucede pero se pierden y se separan, y Bartolo se encuentra con un zagal que está teniendo una agria disputa con su novia. Enardecido por sus elucubraciones romanceriles, Bartolo decide intervenir en favor de la doncella y ataca al muchacho tratándolo de moro Tarfe y qué sé yo qué más improperios, pero éste le da de palos con su propia lanza y lo deja tirado y molido en el campo donde lo encuentran sus familiares, quienes habían salido en su busca para llevarlo de nuevo a casa. Acaba el entremés con Bartolo, todavía loco, declamando romances en la boda de su hermana. ¿Te resulta familiar?

—Otro imitador del Quijote. Ya he oído hablar de varias obras de teatro que se inspiran en sus personajes.

—No exactamente —dijo entrecerrando de nuevo los ojillos—. Este entremés fue escrito en los primeros años de la década de los noventa.

—¿Cuándo?

—Diez años antes que el Quijote.

—¿Quién es el autor?

—No se sabe. Circula en copias manuscritas, sin firma.

—Entonces, Cervantes se inspiró en él para su Quijote.

Almansa se encogió de hombros.

—Seguramente —dijo al fin.

—¿Y por qué no lleva firma?

—Te voy a contar una historia —dijo poniéndose en pie.

Con pasos inseguros y arrastrando la sábana, fue hasta un tocador, dejó sobre él los guantes, cogió un lienzo blanco y empezó a retirarse el sebo sobrante de las manos.

—Había una vez un buen muchacho —empezó—, y no mal poeta, a quien le gustaban tanto los romances que, cuando empezó a escribir comedias, llevo a escena las aventuras del marqués de Mantua, de Reinaldos, de Abendarráez, la rota de Roncesvalles, las mocedades de Roldan, las de Bernardo del Carpio y otras cuantas que ahora no recuerdo. Tan lejos llevó su afición que llegó a robarle a este último el apellido, relegando, por poco linajudo, su Fernández materno. Pero no sólo adoptó un apellido de romance sino que también, acorde con su desmesura, se inventó un blasón con diecinueve torres que además tuvo la desvergüenza de imprimir al frente de varias de sus obras.

—¿Lope de Vega y Carpio? ¿El «Carpio» de Lope es inventado? ¿Lo sacó de Bernardo del Carpio?

—No te extrañe tanto. Tu amigo Luis Vélez, por ejemplo, se llama De Santander pero él lo ha cambiado por De Guevara, que suena más rimbombante.

—¿Luis Vélez de Santander? —dije sonriendo.

—Espera. Aún no he acabado la historia. Nuestro poetilla se enamoró perdidamente de una joven, pero como tenía que abandonar la Corte desterrado por injuriar a una antigua amante y a su familia, decidió llevarse consigo a la muchacha sin importarle las consecuencias. Los padres lo denunciaron por rapto, pero él consiguió convencerlos de sus buenas intenciones y de la pureza de su amor, y al fin la familia consintió en el casorio. El joven estaba inundado de amor, puedes imaginarte sus poemas, la pasión desbordaba cada verso, pero cuatro días después de la boda se sintió asfixiado por el tedio matrimonial y decidió partir hacia Lisboa para alistarse en la Invencible, que a la postre no lo resultó tanto.

—¿Es cierto todo lo que me estás contando? ¿Es ésa la historia de Lope?

—En pocas palabras…

—Entonces, el que escribió el Entremés de los romances lo hizo para burlarse de él.

—Y el Quijote participa de ello, aunque, como está escrito diez años más tarde, incorpora sucesos posteriores de la vida de Lope que enriquecen aún más la sátira.

—Y ¿por qué no me ha dicho nada Cervantes?

—Tal vez por lo mismo que no firmó su obra el autor del Entremés. Por no buscarse líos, o porque querrá que su Quijote sea algo más que una broma pesada a un rival molesto.

—Según eso, seguro que Lope está detrás de Avellaneda.

—Es posible, pero pensándolo bien, contéstame a una cosa: si de verdad Lope se hubiera sentido tan ofendido por la parodia, ¿crees que habría esperado diez años para responder?

Contesté que no. Era difícil imaginar a un hombre capaz de raptar a una joven en un arrebato pasional, de casarse con ella y luego abandonarla para irse a la guerra, tramando una venganza durante diez años. Semejante espera contradecía el carácter de Lope tanto como la inquina contra unas heridas recibidas por un soldado en circunstancias de gran relevancia histórica. Almansa y el propio Cervantes descartaban a Lope como autor a pesar de todo lo que había oído en los dos últimos días, y su opinión merecía tenerse en cuenta. Aun así persistí en mi idea de hablar con él. Que Lope no fuera Avellaneda, no quería decir que no lo conociese.

Salí de casa de Almansa avanzada la tarde, cuando el cielo ardía en ascuas hacia poniente. Me había hecho el firme propósito de comprar algo para cenar en el mercado de San Luis y encerrarme hasta acabar el libro de Avellaneda. Dudaba mucho que pudiera sacar algo en claro, considerando que el mismo Cervantes había fracasado, pero debía intentarlo. Sin embargo, reconozco que soy un hombre débil. Cuando salí a la calle Mayor y vi la hilera de coches que hacían la rúa y bajaban lentamente hacia el Prado para disfrutar de la fresca, sentí desfallecer mi voluntad y decidí retrasar mi reclusión. Dudé si ir a tomar algo al bodegón de Chete pero todavía era pronto, y entonces recordé que Robles aún me debía dinero y que no era mal momento para pasar a cobrarlo.

Al doblar por la calle Santiago me llamó la atención el coche que estaba parado delante del garito. Era un coche grande, ostentoso, de cuatro mulas y otros tantos sirvientes. El conductor estaba en el pescante, un lacayo sujetaba abierta la portezuela y un escudero parecía vigilar la calle pendiente de cualquier movimiento. Yo era un movimiento, así que lo sentí seguir atento mis pasos hasta que llegué junto a la puerta. Aunque todavía no era de noche, la calle es oscura y era raro que el candil de la puerta estuviese apagado. Además, del zaguán salía un fuerte olor a meados. Tal vez fuera un simple descuido, pero me alegré de que las cosas no marcharan tan bien como cuando yo regentaba el negocio. Quieras que no, aquella dejadez de mi sustituto facilitaría mi vuelta, si es que había pasado por la cabeza de Robles el hacer definitiva mi ausencia.

Aún no había puesto un pie en la casa cuando otro lacayo me echó a un lado para dejar paso a dos mujeres que salían del garito cogidas del brazo con los mantos echados sobre la cabeza y sujetos por delante de la nariz. La más alta parecía sostener a la otra que daba la impresión de tener problemas para andar, como si estuviera borracha o ida. En principio no pude verles las caras, pero reconocí en la pequeña y renqueante a la señora que había estado jugando las últimas noches. En un momento en que ésta trastabilló, la otra soltó su manto. El escudero que cerraba la marcha se apresuró a recogerlo y echárselo de nuevo sobre la cabeza, pero aun así tuve tiempo de sobra para contemplar su rostro. Era morena de piel, llevaba el pelo castaño recogido en un moño bajo del que escapaban dos densos bucles y una mirada… ¡Qué mirada! Tenía los ojos de una cierva entre las llamas, grandes, almendrados, enmarcados por unas cejas negras y bien dibujadas y pestañas como juncos. Sin embargo, al cruzarme con ella sentí una profunda desazón. Yo diría que me miró con odio. No, con odio no. Más bien con desprecio.