El sol de mediodía caía a plomo imponiendo el silencio. Todas las persianas se veían echadas, y todo el que tenía dónde estaba almorzando. Los muros encalados brillaban como montañas de sal. Protegí la vista bajo el ala del sombrero y me encaminé hacia el bodegón de Chete.
El local estaba sombrío y fresco. Ana acababa de fregar el suelo y la humedad concedía un alivio instantáneo a los que entrábamos huyendo de la calima. En un ángulo de la sala, un titiritero preparaba su tingladillo. Era un hombre mayor, enjuto, de barba rala y mirada distraída. Traía un ojo y medio rostro cubiertos con un parche de tafetán y un pañuelo anudado en la nuca a lo aragonés. Sobre uno de sus dos baúles había un mono enano que llevaba un gorrito de terciopelo sujeto por un barboquejo. El hombre bebía de vez en cuando un trago de una jarra de vino, y el mono mordisqueaba con desgana una zanahoria ennegrecida.
Comí un plato de menudo y un cuartillo de vino, y a los postres, como casi no había parroquianos, Chete se me unió con dos pipas cargadas de tabaco y un plato de hojaldre con miel.
—Prometo no decírselo a nadie —dijo retirándome el plato sucio de delante.
—¿El qué?
—Tu dieta. Para aspirar a caballero, bien que te pones de ajo y cebolla —dijo sonriente.
Chete sabe que el ajo y la cebolla son comida de villanos y su consumo está prohibido a los caballeros desde Alfonso X, aunque pocos lo respetan.
—No creo que los maestres huelan el aliento a los aspirantes —me defendí yo.
—Tienes razón. Ésos sólo husmean las bolsas.
—Y la sangre limpia.
—No hay sangre que no limpie un baño de oro —remató Chete—. ¿Quieres saber tu destino? —preguntó señalando al mono con la barbilla.
Eché un vistazo al animal. El mono se agitó inquieto como si notara mi interés.
—¿El mono lee el destino? —pregunté incrédulo.
—¿Es que no conoces a maese Pedro?
Negué con la cabeza.
—Es famoso, aunque raras veces viene a la ciudad. Le van más los caminos. Hace un número en el que el público le hace preguntas y el mono contesta a través suyo. Vamos, que hace como que el mono le susurra la respuesta al oído y él la dice en voz alta.
—¿Y acierta?
—¡Qué sé yo! Pero da lo mismo, el viejo es ingenioso.
Chete no hablaba en voz baja, se diría que quería que el otro oyera sus elogios, aunque el tal maese Pedro no dio señales de darse por aludido.
El tingladillo tomaba forma poco a poco. En realidad tampoco era muy complicado: un rectángulo apoyado sobre una mesa, dos tablas laterales, un dosel de color añil para hacer de cielo y dos cortinajes a los lados para ocultar al artista.
Encendimos las pipas en silencio.
—Cuéntame cómo te va el asunto ese de Avellaneda. ¿Fuiste a la academia?
—Sí, por cierto. Se te echó de menos.
—No me pude escapar. Había demasiada gente.
—Me encontré con Ximenet y con Luis Vélez.
—Y qué, ¿sacaste algo en claro?
—Nadie sabía nada. Valdivielso y Medinilla se enfrascaron en una discusión sobre la calidad del Quijote original, y poco más. Nadie reconoce saber quién es Avellaneda, aunque no le faltan partidarios.
—¿Has hablado con Cervantes?
—Precisamente vengo de hacerle una visita.
—¿Te ha dado algún nombre?
—No. Todo lo contrario. Le he preguntado directamente si creía que Lope de Vega era Avellaneda, y para mi sorpresa ha dicho que no, que no era su estilo. He intentado sonsacarle, pero está enfermo. Parece tan frágil. Es evidente que le ha afectado muchísimo el libro de Avellaneda, pero da la impresión de que prefiere no remover el asunto. Creo que hasta le molesta que Robles me haya encargado encontrar al autor.
—Tonterías. Estará confundido. Si está tan enfermo…
—Yo más bien creo que teme algo.
—No lo pienses, es su forma de ser. Siempre fue bastante reservado.
—¿Es que lo conoces?
Chete inclinó ligeramente la cabeza.
—Hace mucho —respondió—. Pues mira, yo creo que hará veinte o casi treinta años. ¡Madre mía cómo pasa el tiempo! Cuando vine a Madrid no tendría yo más de trece o catorce, por ahí, por ahí. Mi padre me colocó de pinche en la taberna que Ana Franca tenía con su marido en la calle de Tudescos. Era un local bastante popular entre cómicos y escritores, allí es donde me aficioné a la poesía y donde hice mis primeras letras. Entre los habituales estaba don Miguel. Por aquel entonces acababa de regresar del cautiverio, y entre las heridas del cuerpo y las que le asomaban a los ojos, irradiaba una dolorosa melancolía. Yo era un chaval y aún lo recuerdo como si fuera ayer, sentado de medio lado, con su brazo izquierdo colgando inerte al costado y la mirada perdida, fingiendo seguir la conversación de los que lo rodeaban, pero con la mente vuelta hacia otro mundo.
—Por aquel entonces debía de estar escribiendo su Galatea —comenté.
—No recuerdo, pero supongo que sí. Luego trabajé una temporada de alarife, pero seguí yendo por allí a echar una mano de vez en cuando y a comer algo caliente, y en una de esas visitas me enteré de lo de Isabelita.
—¿Qué Isabelita?
—La hija de don Miguel —dijo con naturalidad.
—No sabía que tuviera una hija —dije yo sorprendido.
—Sí hombre, tuvo una hija con Ana Franca, la tabernera.
—¿No has dicho qué estaba casada?
—El marido no dijo nada, al menos no recuerdo que lo hiciera, hay hombres que cuando se casan hacen voto de silencio, como los cartujos, aunque luego bien la pían para cobrar las rentas del huerto. Pero fuera de él, estaba en boca de todos. La propia Ana Franca lo contaba como si tal cosa. Cuando murió, que murió muy joven, a los treinta y tantos, no sé de qué, Magdalena, la hermana de don Miguel, recogió a la muchacha, que a la sazón tendría unos quince años, se la llevó a casa y él la reconoció como hija.
—¿Dónde está ahora?
—Ni idea. Se casó, creo. No sé dónde vive.
—¿Será eso de lo que don Miguel no quiere hablar?
—Es algo que todo el mundo sabe, no es ningún secreto —dijo bajando poco a poco la voz hasta terminar en un susurro.
Chete dio un par de bocanadas de humo y movió la boca como si lo masticara.
—¿Es éste el famoso libro? —preguntó de golpe señalando el Avellaneda.
Yo asentí.
Él dejó la pipa a un lado con cuidado de no verter la ceniza y lo ojeó con rapidez.
—¿Lo has leído ya?
—Aún no. Me lo acaban de prestar.
—¿Qué planes tienes ahora?
—Seguir tu consejo y buscar a Almansa. Ayer no asomó la nariz por ningún sitio, me temo que tendré que ir a su cubil.
Chete me dedicó una larga mirada cargada de intención.
—Hijo —dijo al fin en tono paternal—, ¿estás seguro de que merece la pena?