27

Don Miguel yacía con los ojos cerrados. Se había quedado inmóvil y su respiración era profunda y tranquila. En aquel momento parecía frágil y desvalido. Sus ojos se hundían en las órbitas sellados por unos párpados de papel de arroz. Tenía la nariz aguileña y los pómulos emergían picudos sobre las guías del bigote. Los labios eran tan finos que apenas simulaban los de una herida. Su mano inútil quedaba oculta bajo las sábanas, y la otra, nervuda, reposaba abierta sobre su vientre. El sol iluminaba su rostro ceniciento. Supuse que le molestaría, así que fui hasta la ventana y corrí las cortinas.

—No —dijo don Miguel con voz firme—. Déjelas abiertas. Tengo un poco de frío.

Obedecí. El sol volvió a acariciar su rostro y él apretó los ojos para defenderse del golpe de luz. Millares de partículas de polvo flotaron sorprendidas entre la ventana y la cama. Era ésta de castaño, con cuatro mástiles labrados en espiral, cielo macizo y cabecero de barandilla. Como era verano se veía libre de colgaduras, por lo que destacaba más la bigotera de gamuza con cintas de seda blanca que pendía a un lado del cabecero. La oscuridad de la madera servía de marco para la blancura de las sábanas que cubrían el cuerpo enjuto del maestro.

Yo no sabía qué hacer, así que esperé.

—Si no abro los ojos —dijo don Miguel pasados unos segundos— no es por cansancio, que lo tengo, sino para rehuir los suyos.

—¿Qué quiere decir?

—Vergüenza. Me cuesta enfrentar la mirada de quien me ha sorprendido de rodillas y en camisón en mi propio dormitorio.

—No debería, no es el primer enfermo que trato.

Era falso, claro, pero algo tenía que decir.

Don Miguel abrió lentamente los ojos y me dedicó una larga mirada.

—Usted es Isidoro, ¿verdad?

—Sí señor.

—Me dijeron que vino ayer. A buscar el libro.

No me dio tiempo a contestar. En ese momento volvió doña Catalina muy acelerada, cerró las cortinas y, dirigiéndose a mí, dijo:

—Lo siento, ya ve usted cómo está mi esposo. Muchas gracias por su ayuda pero tendrá que volver otro día.

Yo la miré desconcertado, iba a protestar pero don Miguel se me adelantó.

—Está bien, mujer, gracias. Tengo ganas de hablar un rato con don Isidoro. Anda, déjanos solos y tráenos un par de vasos de limonada.

—Pero el médico ha dicho…

—No ha dicho que no pueda hablar con un amigo.

—Está bien, como tú quieras —dijo y se fue visiblemente molesta.

En cuanto salió la mujer don Miguel me hizo una seña y yo volví a descorrer las cortinas. Las mejillas del enfermo empezaban a recuperar el color, y yo a sudar ligeramente. A doña Catalina no le debió de sentar bien que se cuestionase su autoridad, porque la que trajo las bebidas fue la criada. Don Miguel se bebió la mitad de la suya de un trago.

—¿Qué es lo que desea exactamente?

—¿Robles no le ha dicho nada?

—¿Qué tenía que decirme?

—Mi misión.

Don Miguel negó con la cabeza. Yo suspiré.

—Robles me ha encargado qué encuentre a Avellaneda.

—¿Para qué? —preguntó Cervantes sorprendido.

—Para ajustarle las cuentas, supongo. Está hecho una furia. Dice que Avellaneda es un estafador que le ha robado y está dispuesto a hacérselo pagar.

—¿A él? ¿Qué le ha robado a él? Robles es insaciable. Y peligroso.

—¿Es que no le parece bien?

—¿Para qué? Hay cosas que es mejor no remover.

—Pues Robles tampoco está muy contento con usted.

—Lo sé, lo sé. Aún le debo demasiado dinero.

—¿Y la venta de las Novelas ejemplares? He oído que va muy bien. A la gente le gustan.

—Sí, eso creo, pero yo apenas he visto un ducado. En estos últimos años Robles me ha ido adelantando cantidades a cuenta, y ahora resulta que los beneficios apenas cubren la deuda. Además, no quiere otra cosa de mí que la segunda parte del Quijote. Lleva años presionándome.

—¿Y usted no se decide a acabarlo?

Me miró suspicaz. Mis palabras significaban que yo sabía que lo tenía empezado, pero eso era algo que él mismo anunciaba así que no podía culparme de nada.

—Todo se andará, si Dios quiere —dijo al fin—. Pero dígame, ¿qué le ha parecido el libro de Avellaneda?

—Aún no lo he leído.

—Tenía entendido que ayer…

—No pasé del prólogo. No me dio tiempo a más.

—¿Mi mujer? —preguntó, y cuando yo asentí él cabeceó conmigo—. Es todo un carácter.

—¿Y usted qué opina? ¿Sabe quién ha podido ser el autor?

Don Miguel arrugó el entrecejo. Daba la impresión de meditar intensamente, de ordenar sus ideas, de buscar las palabras precisas.

—¿Ha dicho maná? —preguntó de pronto.

—¿Cómo? —contesté descolocado por el súbito cambio de tema.

—Don Gaspar, en la receta de la melecina, ¿ha dicho maná?

—Sí, creo que sí.

—¿Y cómo cree que puedo pagarlo?

—Ha debido de oler el ámbar —dije echando una mirada al pebetero que humeaba en una esquina.

—Mal asunto —dijo sonriéndose—. ¿Cree usted que si le llamo y le digo que me lo envió de regalo el marqués de Hornacho cambiará de parecer?

—Es tarde. Ya ha catado sangre humana.

—Infame profesión cuya opulencia pasa por la desgracia de los demás.

—Eso se podría extender a toda actividad comercial. Pero hablando de dinero, casi olvido el salvoconducto de que me he valido para que su esposa me franqueara la entrada. Tome. Se lo envía don José de Valdivielso por encargo de su ilustrísima el arzobispo de Toledo.

Despacio, teatralmente, saqué la bolsa, la puse en la cama al alcance de su mano y luego le entregué la carta sellada con lacre. Don Miguel levantó la bolsa con esfuerzo y sopesó su contenido.

—Dios bendiga a su ilustrísima. Este don Bernardo es una bendición del cielo. No podía llegar en mejor momento. Déjela en la mesa, por favor.

Obedecí. Mientras tanto, don Miguel hizo saltar el sello de la carta, la desplegó con habilidad e intentó leerla.

—Si no le importa… —dijo señalando los lentes que había sobre la mesilla.

Eran de cristal grueso y montura redonda, y al ponérselos los ojos parecieron aumentar de tamaño. Don Miguel se acercó la carta a la cara y leyó con esfuerzo el par de líneas garabateadas con prisa. En cuanto acabó la plegó de nuevo, la dejó sobre su tripa y se quitó los lentes.

—Mi mujer tiene razón. Cada vez veo peor —dijo frotándose los lagrimales—. Entonces, ¿le han encargado encontrar a Avellaneda? —preguntó de pronto.

—Eso me temo —respondí animado.

—¿Y? ¿Algún progreso?

—He preguntado por ahí, pero nadie lo conoce ni ha oído hablar nunca de él. La idea general es que se trata de un seudónimo.

Pensé un momento mi siguiente paso, y al final me decidí.

—Si le digo la verdad, confiaba en que usted me dijera quién es.

—¿Yo? —exclamó sorprendido—. ¿Cómo puedo saberlo?

—Todos con los que he comentado el tema opinan que usted está en mejor situación que nadie para saber quién es Avellaneda.

—Ojalá. Ya me gustaría saber quiénes son esos «todos». Le aseguro que no tengo ni idea. Y eso que me he leído el libro más de cinco veces —dijo, y de pronto se calló y pareció meditar—. Aunque pienso negarlo… —añadió guiñándome el ojo con una sonrisa pícara en los labios.

—Perdone que insista, pero en el prólogo Avellaneda dice que usted le ofendió en la primera parte de su novela, a él y a Lope de Vega.

—Si no recuerdo mal, Avellaneda no da nombres.

—No, pero a nadie se le escapa quién es el famosísimo dramaturgo, familiar del Santo Oficio y sacerdote de quien habla. Reconozco que al principio no caí porque no sabía que Lope de Vega se había ordenado, pero desde junio reúne todas las condiciones.

—Tal vez había unas cuantas bromas sobre Lope —concedió.

—¿Unas cuantas? Hay quien dice que escribió el Quijote sólo para hacerle rabiar, y por eso salió tan chapucero.

—¿Chapucero? —exclamó indignado.

—Disculpe, no quería decir eso —me excusé, pero no me escuchó.

—¿Qué es lo que dicen en la calle?

—Mejor lo dejamos.

—No, no, me interesa mucho.

—¿Seguro?

Don Miguel asintió. Yo hice un poco de memoria de las cosas que había soltado Medinilla e intenté suavizarlas un poco.

—Pues está el asunto del robo y la recuperación del asno de Sancho, lo que pasó con las monedas que encontraron en la sierra, sobre el acierto o no de meter novelitas entremedias de la historia principal, en fin, esas cosas.

—¿Aún siguen a vueltas con todo eso? La culpa la tiene Cuesta, o el cajista que montó esas páginas. No me va a quedar más remedio que dedicar un capítulo de la segunda parte a aclarar todas esas cosas.

Decidí no llevarle la contraria a ese respecto, y me preparé a insistir en lo que más me interesaba.

—Pero ya le digo que lo más comentado son las alusiones a Lope de Vega.

No dijo nada. Se quedó quieto y callado, escuchando.

—Al parecer, van desde su vida personal hasta su concepción del teatro —insistí, dispuesto a no darme por vencido.

Don Miguel siguió en silencio. Parecía querer disimular una sonrisa y el fondo de sus ojos brillaron socarrones. Estaba claro que aquél era un tema del que no quería hablar.

—¿Sabía usted que fui yo el primero en dividir la acción en tres actos? —preguntó por toda respuesta.

No dije nada. Yo pensaba que aquello no era cierto, pero lo miré con expresión de sorpresa y admiración. Tal vez con un poco de adulación me dijera lo que había ido a escuchar.

—Para que vea. Y luego Lope de Vega escribe su pequeño manifiesto y se lleva toda la gloria, acapara salas y compañías, y a los demás se nos relega, se nos ignora, se nos olvida.

A Cervantes le empezó a temblar la voz.

—Los tiempos están cambiando —continuó—. Los genios se pierden, el arte se manufactura, los hay que pintan en talleres donde cada lienzo lleva el sello de seis o siete manos, los hay que escriben obras en serie. Tengo yo un montón de comedias que los autores no las quieren ni regaladas, son lentas, me dicen, a la antigua usanza, eso al público ya no le gusta. ¿Desde cuándo el público ha de ser juez de los poetas? Al público hay que enseñarle lo que es bueno e instruirlo para que lo aprecie, pero Lope y sus acólitos no, esos al público lo que pida, venga carnaza, lo que le satisfaga, lo que le deje ahíto, no lo que le ensalce sino lo que lo atenace al banco, al fin y al cabo eso es el público, galeotes en un banco, chusma.

Don Miguel carraspeó con la boca seca. Apuró su vaso de limonada y, como aún seguía con sed, terció el mío de un trago. Le había subido el rubor a las mejillas. Lo último que yo deseaba era que nuestra conversación derivara hacia un inventario de agravios, así que aproveché el mínimo receso para volver a centrar el tema.

—¿Entonces usted cree que Avellaneda puede ser Lope de Vega?

Don Miguel se encogió de hombros.

—Es posible, pero no lo creo —dijo al fin.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Hay un detalle importante que no cuadra con su carácter.

—¿Cuál?

Cervantes dio un nuevo trago a mi vaso antes de devolvérmelo.

—Avellaneda se burla de mis heridas —dijo retrepándose un poco en la cama—, de mis cicatrices en el pecho, de mi mano muerta, y eso Lope nunca lo haría. Lo conozco bien. Si algo me envidia el Fénix son precisamente mis cicatrices, el pasado heroico del que él carece, porque yo estuve en Lepanto y luché y vencí al turco, y él se embarcó en la Invencible y volvió derrotado sin llegar a ver al enemigo. No, no es Lope, no puede ser él, aunque bien que se habrá reído. Hay alguien más, pero le aseguro que no sé quién puede ser.

—Alguien a quien molestó lo que usted dijo de él en la primera parte. Tiene que acordarse.

—Hace tanto tiempo…

—Vamos, don Miguel, haga un esfuerzo. Si no recuerdo mal, usted trabajó de comisario para la provisión de víveres destinados a la Invencible, y luego de recaudador de impuestos. Seguramente pisó más de un callo.

—Más de uno, y más de dos, pero bien que me lo hicieron pagar. No era aquélla gente de pandereta, que prefería regalarme con la excomunión y adornarme con barrotes. Cosas tienen los años. Olvido lo que hice esta mañana, y sin embargo es mentarme Castro del Río y me estremezco como si aún retumbara en mis oídos el golpe metálico de la puerta de mi calabozo.

—¿Lo ve?

—¿Qué hay que ver? Le digo que no tengo cuentas pendientes.

Cervantes cerró los ojos. Daba la sensación de estar incómodo. En silencio, me tendió la carta que aún sostenía bajo su mano y me hizo una señal para que la dejara en la mesilla de noche junto a la bolsa con el dinero. Al hacerlo, me di cuenta de que ésta estaba sobre una copia de Las soledades de Góngora caligrafiada por don Gaspar de Ávila, un verdadero artista con una letra maravillosa. Para relajar un poco el ambiente se lo hice notar a don Miguel.

—Es magnífico. Difícil, pero magnífico —dijo él—. Lástima que se lo haya dedicado al duque de Béjar —añadió bajando un poco la voz—, en eso creo que se ha equivocado. ¡Si lo sabré yo, que le dediqué mi Quijote! No hay en España nadie tan mezquino, aunque puede que la culpa no sea del todo suya. Hay capellanes ignorantes que por educar a sus discípulos en la modestia los hacen ruines. En fin…

Volvió a entrar doña Catalina, esta vez dispuesta a no retirarse hasta haber cumplido su objetivo. Yo así lo entendí, y para facilitarle la tarea me puse en pie.

—Don Miguel, ¿le importa que me lleve el libro de Avellaneda? Se lo devolveré en cuanto lo lea. Un par de días.

—De acuerdo. ¿Sabe una cosa? —preguntó sujetándome por la muñeca.

La pregunta flotó en el aire. Yo me mantuve en suspenso y él se quedó callado con los ojos cerrados y moviendo la lengua dentro de la boca reseca. Antes de continuar apuró el refresco de mi vaso. Lo hizo con ansiedad, temblando. Un hilo de limonada se le escurrió por entre la barba. Se sorbió el bigote como si secara un tamiz. Con el rostro más encajado, me hizo una seña para que me aproximara. No sé quién temía que estuviera escuchando, pero se le veía nervioso. Doña Catalina, ajena a la inquietud de su marido, colocó los vasos en la bandeja y se plantó a esperar junto a la puerta para acompañarme hasta la salida.

—No es mentira todo lo que dice Avellaneda —susurró don Miguel—. Hay algo en lo que tiene razón, y es cuando afirma que no tengo amigos. Ya ve usted. Eso no le simplifica el trabajo, ¿verdad? Siento no poder serle de más ayuda.

Me quedé observando la expresión desvalida del anciano. Aquello de la soledad le había dolido de veras. Me entristeció verlo así, y no se me ocurrió mejor modo de animarlo que enfadarlo un poco y humillarme a mí mismo.

—Una confidencia por otra, don Miguel. ¿Recuerda lo que ocurrió con la dedicatoria de su Ingenioso hidalgo? Yo acababa de entrar a trabajar de corrector en la imprenta de Cuesta cuando estaban componiendo su libro. Había mucha prisa, teníamos que haber entregado ya las galeradas para su corrección, cosa que en algunas ni siquiera se llegó a hacer, y así salió el libro de erratas, pero el caso es que en aquel barullo se perdió la dedicatoria que usted nos había mandado. Entonces Cuesta me ordenó componer otra como fuese, porque no había tiempo de buscar la antigua ni de pedirle a usted una copia. Puede imaginar mi desconcierto. No sabía qué hacer, así que no se me ocurrió otra cosa que echar mano de mi libro de Garcilaso y copiar a grandes rasgos la dedicatoria escrita por don Fernando de Herrera al marqués de Ayamonte. Sé que también se han reído de usted por eso, porque creyeron que la chapuza era obra suya. Durante todo este tiempo he deseado disculparme, y creo que ha llegado el momento. Lo siento.

Don Miguel me miró atónito. Tardó en contestar, pero me sorprendió la generosidad que demostró cuando lo hizo. Yo ya estaba preparando la excusa de la falta de cabeza, de mi juventud (en aquel entonces andaba por los diecinueve), el temor a mi jefe y a perder mi sustento, qué sé yo.

—No fue mala elección —dijo sonriente—. Es un orgullo compartir con el maestro una dedicatoria de don Fernando.

Creo que fue en aquel momento cuando se ganó toda mi simpatía y el deseo de ayudarle en cuanto estuviese en mi mano.

Doña Catalina me acompañó a la puerta, me entregó el libro, mi capa y el tahalí con mis armas, y ya pisaba la calle cuando la criada me avisó de que don Miguel me pedía que subiera un momento, que tenía algo que decirme. Sin dejar nada de lo que llevaba volví a subir las escaleras y entré en su cuarto, en el que estaban aderezando una mesa para la comida.

—Le he mandado llamar para pedirle un enorme favor —dijo don Miguel con voz entrecortada—. Acabo de recordar que al frente del Viaje al Parnaso hay un soneto en el que precisamente hago un lamento de la soledad en la que vivo y la falta de amigos verdaderos. Es poesía, ya sabe, pero qué satisfacción para ese Avellaneda si viera confirmadas sus palabras por mi propia pluma. No pienso darle ese gusto, así que le ruego que vaya a la imprenta y retire el soneto del original.

—Desde luego. Quédese tranquilo. Mañana a primera hora lo retiro del manuscrito. ¿Quiere que se lo traiga o que lo destruya?

—Destruirlo, destruirlo. Yo tengo copia.

—De acuerdo, pues. Délo por hecho.