En la calle apretaba el calor. La superficie del suelo la formaba una película de finísimo polvo que se levantaba al mínimo contacto. Era como andar sobre un lecho de ceniza. No soplaba ni la más mínima brizna de aire. Con la garganta seca, hice una parada en una esquina para tomarme un sorbete.
Desde que han abierto los pozos de nieve proliferan los fabricantes de sorbetes. La mayoría son cocineros de las grandes casas que se sacan de tapadillo un sobresueldo, aunque no faltan los que van a medias con sus amos. Pocos nobles rechazan una forma tan fácil y discreta de obtener unos ingresos extras.
Compré el sorbete de limón y me senté a paladearlo en un portal que olía a manzanas. Estaba dispuesto a no moverme de allí hasta poner en orden mis ideas y ver hacia dónde me dirigía.
Respecto a la inquina de la que había hablado Ximenet por parte de Cervantes hacia Lope y su Arte nuevo, recordé lo escrito en la Adjunta al Viaje al Parnaso, texto al que sólo yo, que revisé las pruebas de imprenta, y el cajista que lo compuso hemos tenido acceso. La Adjunta es una carta que escribió don Miguel para editar junto al Viaje al Parnaso, en la cual reconoce que tiene un montón de comedias sin representar porque ningún actor las quiere y le da pena que se pierdan. No había pensado en ello hasta ese momento, pero entonces recordé las que había visto en la gaveta de su mesa metidas en un cartapacio y supuse que era a ésas a las que se refería. Por tanto, era prioritario que me entrevistara con Cervantes. Seguramente él podría señalar a Avellaneda, o apuntar al menos a un sospechoso. Y por si no era así, no me quedaba más remedio que ir pensando en hablar con Lope de Vega. Fuera o no fuera él Avellaneda, era evidente que estaba relacionado con el libro. Lo malo era que no tenía ni idea de cómo acceder «al de la Ardiente Espada», pero pensé que ya me preocuparía de eso en su momento. Por entonces aún confiaba en que la charla con Cervantes zanjara el asunto.
Cuando llegué a la casa de don Miguel, me encontré con una mula en la puerta y un golfillo colgado de las riendas. Era un animal grande, aparejado con una ancha gualdrapa negra y una silla de altos borrenes repujados.
—¿Médico? —pregunté al muchacho, que ni me miró hasta que le puse una meaja de cobre en la mano.
—Psi —respondió entonces, como si le molestara tener que confirmar lo evidente.
—¿Su nombre?
Como es lógico, tuve que aflojar más la mosca.
—Don Gaspar Lanzueta.
Golpeé un par de veces la aldaba y no tuve que esperar mucho, se veía que la casa estaba alerta.
—¿Otra vez usted? —exclamó desilusionada la vieja sirvienta. Cualquiera diría que había estado esperando al novio—. Pues tampoco ahora es buen momento —añadió e intentó cerrar la puerta.
—¿Por qué no? —dije yo sujetándola con la mano y metiendo el pie junto al quicio por si fuera necesario.
—El médico está con él. Será mejor que vuelva otro día.
—¿Don Gaspar Lanzueta? —pregunté con el tono de un amigo íntimo de don Gaspar con el que precisamente hubiera quedado esa mañana. No coló. La mujer era más vieja que el diablo, y en eso de librarse de visitas inoportunas le daba cien vueltas.
—Psi —dijo entornando los ojos.
—Esperaré —dije yo con seguridad.
—Le digo que mejor vuelva mañana.
—Es muy importante que vea hoy a don Miguel.
—Mire que es usted chocante.
—Haga usted el favor de llamar a la señora.
—No sé si podrá. ¿Pero no le digo que está el médico?
—Dígale que traigo un mandado de parte de su ilustrísima el arzobispo.
La vieja criada se me quedó mirando dubitativa. Le debió de parecer despreciable que usara un truco tan sucio, pero no se atrevió a contradecirme.
—Espere aquí —dijo al fin, y se fue dejándome en la puerta.
No tardó en salir doña Catalina muy agitada.
—¿Qué es eso tan importante? ¿No puede esperar?
—Puedo esperar si luego me permite hablar con don Miguel.
—Dígame a mí lo que quiera, porque mi esposo no está hoy para recibir a nadie.
—Lástima, porque traigo un mandado de parte del arzobispo y debo entregárselo a don Miguel en propia mano.
—¿No se fía de mí? —dijo ella poniéndose en jarras.
—No quiero decir eso. A la bolsa —dejé caer lo de bolsa como un descuido, era el momento de dejar oír el tintineo del oro— le acompaña un mensaje personal de su ilustrísima que sólo estoy autorizado a repetir al destinatario.
—Está bien —dijo doña Catalina dándose por vencida—, de acuerdo, pero debe esperar a que acabe la visita de don Gaspar.
Me despojé de la capa y el sombrero, aflojé el tahalí y me arrellané en el banco del recibidor dispuesto a una larga espera. Empezaba a tener un poco de hambre. Del fondo de la casa llegaban voces, ruidos. Las mujeres pasaron un par de veces a mi lado, pero siempre tenían la precaución de cerrar la puerta tras de sí, de modo que no tuve ni la oportunidad ni la tentación de curiosear. Allí no se estaba nada mal, fresco y en penumbra. Apoyé el codo en el brazo de la banca y la cabeza en mi mano con indolencia. Los párpados me pesaban. Estiré las piernas.
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! —oí gritar de pronto a doña Catalina.
Sentí sus pasos en carrera y sus gritos sin acabar de entender lo que ocurría. Súbitamente se abrió una de las puertas y salió la mujer muy excitada.
—¡Venga, por Dios, corra, échenos una mano! —gritó.
Me incorporé de un salto pensando que había un incendio o algo así, y la espada y la vizcaína cayeron al suelo con gran estrépito. Había olvidado que me había aflojado el tahalí y en ese momento me quedé petrificado dudando si recoger mis armas o acudir a donde me reclamaban con tanta urgencia. La señora lo decidió por mí, las apartó de una patada, me cogió del brazo y me empujó hacia el interior de la casa.
—Vamos, vamos, no se entretenga, deje eso. ¡Qué barbaridad!
Yo obedecí. Sin aflojar la presa me arrastró hasta el dormitorio de don Miguel, donde al fin comprendí cuál era la urgencia. El anciano estaba de rodillas a los pies de la cama, y a pesar de que el médico intentaba tirar de él, no se podía levantar. Rápidamente lo cogí del otro brazo y entre los dos lo pusimos en pie y lo devolvimos a la relativa seguridad de sus sábanas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Aquí don Miguel, que es muy testarudo —dijo el médico como si reprendiera a un niño—. Se ha empeñado en levantarse para vaciar la vejiga, y ya ve. Muchas gracias —añadió dedicándome una sonrisa luminosa.
Me sorprendió tanta solicitud en un médico, así que en cuanto desvió la mirada le eché un detenido vistazo. Tenía la cabeza ovalada y el pelo lacio y negro, y si bien su nariz era torcida y tuberosa, los ojos eran tan azules como el Mediterráneo en verano y los dientes más blancos que una montaña de sal. Aunque el conjunto no era muy agraciado, el tipo parecía limpio y buena persona, más de lo que cabe esperar de la mayoría de los médicos.
—No es testarudez —se defendió el enfermo con la respiración alterada—, es que no sé orinar tumbado.
—Para eso le he traído el matraz.
—Ya soy viejo para ciertas cosas.
—Precisamente.
Don Miguel se retrepó en la cama con cara de mal humor y yo me apresuré a colocarle bien las almohadas. El médico, mientras tanto, se dirigió a la ventana agitando en la mano el frasco lleno de orina. Don Gaspar era de espalda ancha, canillas musculadas y pies grandes. Cuando se colocó ante la ventana, la habitación se oscureció.
—Vaya, vaya —dijo mirando el líquido a contraluz. Parecía muy concentrado.
Don Miguel y un servidor nos quedamos en suspenso. Luego lo agitó, lo olió y finalmente lo cató como si fuera aceite, un buchito y fuera. Ahora ya sabía por qué tenía los dientes tan blancos.
—Azúcar —sentenció en alta voz.
Los tres nos quedamos mirándolo en espera de una explicación.
—Bien —dijo dirigiéndose hacia nosotros. Yo estaba muy quieto para no llamar la atención y que no me echaran del cuarto—, creo que va estando claro el asunto.
—¿Sabe lo que tiene, doctor? —preguntó doña Catalina.
—Sí, creo que sí. Veamos —dijo mirando a don Miguel, que empezó a asentir cada vez que el otro describía un síntoma—, orina clara y abundante, mucha sed…
—Sobre todo líquidos dulces —puntualizó su mujer.
—Humm, hambre también, come bastante aunque pierde peso, ¿verdad?
—Sí.
—Mareos, cansancio…
—Yo creo que eso es por las sangrías —protestó don Miguel. En ese momento me di cuenta de que llevaba un apósito vendado al brazo, así que no hacía mucho que le habían practicado una—. Hasta ahora no me había caído nunca al suelo al levantarme de la cama.
—Siempre hay una primera vez, pero bueno, no mezclemos las cosas, don Miguel. En su caso la sangría está más que justificada, es evidente que uno de los problemas con los que nos encontramos es el exceso de sangre producido por el régimen de vida que lleva; comida abundante, vino, poco ejercicio y demasiado descanso. Es una suerte que le acabaran de sangrar, que si no es muy probable que todavía estuviera desmayado.
—Y cada vez ve peor —apostilló su mujer.
—Eso son los años —dijo Cervantes.
—Pero ¿qué tiene? —volvió a preguntar doña Catalina.
—Señora mía —dijo el médico subiendo el tono teatralmente—, su marido padece mal de orina.
Todos nos quedamos en silencio.
—¿Qué significa eso?
—Es un proceso bastante complejo.
—Los años —insistió don Miguel.
—No necesariamente, he visto síntomas parecidos en gente joven.
—¿Es grave? —preguntó la mujer.
—Sí, no voy a engañarles. Es grave, pero con una dieta adecuada y las precauciones que ahora les voy a recetar podremos lograr que mejore.
—¿Que mejore? ¿Quiere decir que no tiene cura?
—Me temo que no.
El médico se dirigió a su maletín, sacó un pequeño recado de escribir y se instaló en una mesita a los pies de la cama de don Miguel. Éste estaba aburrido de tanta cháchara y más que en el médico parecía concentrado en ver hasta qué punto podía mover las rodillas sin que le doliesen. El golpe debía de haber sido fuerte y ahora se resentían todos sus huesos.
—Muy bien, eso es —dijo el médico en voz alta mientras escribía. En un par de ocasiones se paró para recolocarse la enorme esmeralda que llevaba en un anillo en el pulgar—, ajá…, en cuatro onzas de agua caliente…, ya está.
Le tendió el papel a doña Catalina que lo leyó en voz alta: «Dos onzas de maná y media de sal de Sedlitz disueltas en cuatro onzas de agua caliente y coladas». Cuando terminó de leer, el médico dijo:
—¿Entendido? El maná y la sal hacen un purgante muy suave, se aplica tibio, no caliente, dos al día, mañana y tarde. La de la mañana mejor se la pone antes de la sangría, así luego puede descansar tranquilo. Supongo que tendrá un cristel en casa.
—Claro, doctor. No es la primera vez que nos recetan lavativas —dijo doña Catalina.
—Don Guzmán —dijo Cervantes casi sin voz—, no dudo de su sabiduría, pero las lavativas… en mi estado…
—Déjese hacer, don Miguel, y no proteste tanto. La ciencia sabe lo que hace.
—Me pregunto por qué la ciencia ha de estar tan enfrentada con la dignidad. Quizá sea por eso que la Iglesia desconfía.
—No diga simplezas. Es usted un paciente muy difícil. Descanse, tome fuerzas y vuelva a su trabajo. Por cierto —dijo dirigiéndose a doña Catalina—, le conviene mucho tomar bebidas astringentes.
—¿Astin…?
—Astringentes, como el agua en la que se haya metido un hierro al rojo o un ladrillo caliente. Y además, el vino tinto muy espeso. Bueno —añadió guardando sus cosas y cerrando el maletín—, si no hay novedades me pasaré por aquí dentro de un par de días.
Salió el médico seguido por doña Catalina, que llevaba su sombrero de tafetán como una bandeja, y yo me quedé quieto esperando que nadie reparara en mí. Las voces se alejaron. Se oyó un golpe metálico, recordé mi espada y supuse que doña Catalina le había dado otra patada. No creo que nadie tenga una espada de tan poco servicio como la mía, que no me canso de dar gracias a Dios por no haberme hecho novio, hermano o padre de dama alguna que pueda costarme la vida.