Salió Pablo Cimorro por la puerta al tiempo que Ximenet conducía al otro cliente hasta la silla después de haber trastabillado por toda la sala. Chuti bajó llevando un cuenco de zinc lleno de brasas que depositó sobre un pequeño pebetero de pie. Por el borde asomaban los mangos de madera de las agujas de acero. Ximenet fijó a la silla la cabeza del paciente atándole la frente con una banda ancha, y luego le hizo una señal a Chuti para que le sujetara los brazos desde atrás. El hombre, medio inconsciente, intentó oponer resistencia intuyendo lo que se le venía encima. Cuando estuvo preparado, Ximenet se colocó a su espalda, le encajó un taco de madera entre los dientes y le sujetó fuerte por la barbilla. Luego embocó la muela dañada con un canutillo de plata con ligera forma de embudo, lo centró, apretó con fuerza para ajustarlo a los contornos de la muela y deslizó por su interior una de las varillas de acero al rojo vivo. El hombre prorrumpió en un aullido de dolor tan agudo que sentí erizarse todo el vello de mi cuerpo. Ximenet, impertérrito, ignoró el grito y siguió hurgando en busca de las raíces con una meticulosidad enervante. El sujeto alternó gritos con sollozos y suplidas hasta que, agotado, se quedó con la mirada perdida y se desmayó. Cada poco parecía despertar, gemía, lloriqueaba y volvía a desmayarse. La habitación se impregnó de olor a hueso quemado. Cuando Ximenet consideró que el trabajo estaba hecho, vertió por el canutillo un poco de mantequilla derretida y sobre ésta una bolita de lienzo que apretó con un botador de punta plana. Luego le sacó de la boca el taco de madera y le soltó la correa de la frente. La cabeza le cayó sobre el pecho. Chuti aflojó la presa de los brazos y se fue a coger una esponja húmeda para pasársela por la cara y la nuca. El hombre volvió en sí con un lloriqueo monocorde. Estaba empapado en sudor, como si hubiese tenido la cabeza metida debajo de un caño.
—Quédate con él —ordenó a su ayudante—. Voy a preparar la amalgama. Tú ven conmigo.
Se quedó el paciente balbuceando y yo seguí a mi primo al piso de arriba. La estrecha escalera acababa en un pequeño distribuidor con dos puertas, una daba al laboratorio y la otra al domicilio.
—Busca por ahí el Quijote —me dijo Ximenet en cuanto entramos en el laboratorio.
Supuse que el «por ahí» se refería a un mueble que ocupaba la mitad de una de las paredes, lleno de matraces, cajas y frascos de todos los tamaños, pero que reservaba un par de estantes para libros. Entre ellos vi los Discursos medicinales de Juan Menéndez Nieto, el Libro de experimentos fáciles y verdaderos, de don Jerónimo Soriano y el de Francisco Martínez, Coloquio breve y compendioso sobre la materia de la dentadura y maravillosa obra de la boca. También tenía un ejemplar del Guzmán de Alfarache, otro del Lazarillo de Tormes, La pícara Justina, El Estebanillo González… El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha… Era una buena colección de libros para entretener a la clientela mientras esperaba turno. En realidad ésa era la única razón por la que Ximenet exigía saber leer a los aspirantes a aprendices que quisieran trabajar con él.
Cogí el Quijote y le eché un vistazo. Era un ejemplar muy manoseado, las esquinas estaban dobladas y le faltaba la cubierta trasera, lo normal; los otros libros de lectura tenían un aspecto similar, habían pasado por demasiadas manos, demasiados lectores, no así los que trataban de dientes. Éstos se conservaban en perfecto estado.
Mientras yo hurgaba entre sus libros, Ximenet echó un par de astillas para avivar el fuego que ardía bajo un pequeño crisol de piedra pulida. Cuando el recipiente estuvo templado, lo retiró del fuego y vertió un chorrito de vinagre fuerte y una punta de un polvo blanco al que creo que llaman vitriolo y empezó a remover muy despacio con una varilla de madera.
—Tengo ganas de orinar —dije cortando su concentración—. Bajo un momento al patio y ahora subo.
—Deja. Estás bien, ¿no? —dijo sin levantar la vista de su mejunje.
—No, tengo ganas de mear.
—Sano, quiero decir.
—Sí, te he entendido. Por eso tengo ganas de mear.
—¿No orinas sangre?
—¡No! —respondí asustado.
—Pues entonces hazlo en esa garrafa.
Tardé un poco en verla, semioculta como estaba detrás de una cómoda. Era como la que tenía abajo llena de dientes, globular, sin mimbres, de cristal incoloro. El gollete me alcanzaba la rodilla, y sobre él, puesto al revés a modo de celada, había un embudo de zinc. Un líquido de un claro tono ambarino cubría la mitad de su panza. Pensé que era bastante extravagante como orinal y que ya iba siendo hora de que lo vaciara, pero tampoco le di mayor importancia. Coloqué el embudo después de quitar el tapón de corcho y me aflojé los machos de los valones.
—No, espera, mejor mea en esta redoma —dijo Ximenet descuidando por un momento su mezcla y tendiéndome una pequeña redoma que había sobre la mesa. Yo lo miré con cara de extrañeza.
—Por si acaso —dijo él.
Obedecí. Cuando hube acabado la tomó de mis manos, la agitó y la alzó contra la luz para comprobar la turbiedad de mis desechos. Satisfecho, vertió el contenido en la garrafa. Yo no había dicho nada en todo el proceso, pero mi silencio debió de parecerle suficientemente elocuente como para verse obligado a darme una explicación.
—Es buena para los dientes.
—¿La orina?
—Ya lo decían los antiguos: para blanquear los dientes no hay nada mejor que la orina de muchacho.
—No soy ningún muchacho.
—Ni yo, pero ¿conoces a alguien con paladar como para distinguirlo?
—¿Es que hay que bebérsela?
—No, es para enjuagarse. Basta con hacer buches. La vendo en frascos pequeños.
—¿Y tiene éxito?
—Hay mujeres que hacen lo que sea para volver a blanquearse los dientes echados a perder por el solimán con que se untan las mejillas. El mercurio usado así sin ton ni son… Pero la moda manda.
—¿Llegan a hacer gárgaras con orina?
—Si fueses más leído, sabrías que Estrabón ya llamaba la atención sobre la costumbre de los pueblos ibéricos de lavarse los dientes con orina…
—Nunca había oído semejante cosa.
—… costumbre que importó Roma, en donde se puso de moda la orina española. Sí señor —añadió ante mi mirada de jocosa incredulidad—, las meadas de nuestros antepasados viajaron al corazón del Imperio embotelladas en ricas vasijas de ónix, las mismas que reservaban para las más exquisitas esencias de Oriente.
Dicho esto, acercó la nariz al crisol y aspiró el aroma de la mezcla. Luego añadió unas gotas de mercurio que extrajo de un frasco con un fino tubito de cristal y siguió dándole vueltas con el palito.
—Pues tú me dirás para qué me has hecho subir —dije yo un tanto impaciente.
Me daba la sensación de que con eso de la orina y de la amalgama se había olvidado totalmente de nuestro asunto.
—Has cogido el libro, ¿no?
—Aquí lo tengo.
—Pues échale un ojo al capítulo 48, a ver qué te parece.
Ximenet colocó el crisol sobre el anafre y siguió dando vueltas a la mezcla. Yo ojeé vorazmente el capítulo, demasiado vorazmente, quizá, no me enteré de mucho, pero en líneas generales lo recordaba de antes. Se trataba del episodio en el que el cura y el canónigo critican las comedias al uso y añoran las obras escritas a la antigua usanza.
—¿Y bien? —pregunté en cuanto terminé.
—Casi toda esa parte es una crítica al Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, y eso no es malo en sí, el propio Lope se ríe de la gente que acude a aplaudir algunas de sus obras, lo malo es la envidia que rezuma.
—¿Envidia a Lope de Vega?
—Cervantes es envidioso e hipócrita. Critica cosas que él mismo intenta luego aplicar en sus comedias pero de modo soso y descolorido, y claro, sin éxito.
—Y entonces las desprecia.
—Claro. Como él no sabe escribir así, dice que no vale y escribe cosas como ese capítulo que acabas de leer, que si ahora las obras son unos disparates que no siguen el arte, que si tal, que si cual. Por ejemplo, se burla de que se trate a un viejo de valiente, porque tradicionalmente el valor va asociado a la juventud, o a un mozo de cobarde, como si no los hubiera a espuertas. Luego recalca el absurdo de que aparezca un lacayo retórico o una princesa fregona, o cosas como que en el primer acto el protagonista salga como niño de pecho y en el segundo hecho un hombre barbado.
—Puedes estar o no de acuerdo con sus opiniones —dije yo—, pero no creo que por eso se le pueda acusar de hipocresía.
—¿No? ¿Cómo definirías a alguien que critica la falta de verosimilitud en el teatro y después saca a escena la guerra, la sospecha, los celos, el reino de Castilla y hasta el río Duero y les hace soltar párrafos como si fueran personas? También desaprueba los milagros falsos y las apariencias, pero bien que echa mano de demonios, ángeles y ánimas del Purgatorio cuando le interesa.
No era necesario responder. Ximenet siguió hablando sin levantar la vista del crisol. La mezcla empezaba a bullir lentamente.
—Otra cosa. Cervantes critica la falta de unidad de tiempo y espacio. Bien, de acuerdo, pero lo que no puede hacer luego es escribir una obra como El rufián dichoso cuya acción se desarrolla en Castilla y en México.
Se me quedó mirando fijamente para ver si tenía algo que decir, pero yo me limité a asentir.
—Y luego, frente a los que defienden que la comedia debe divertir y entretener, él sostiene que debe educar y formar, y todo para justificar que las que él escribe son tristes y aburridas. Fíjate que ahí aparecen citadas como ejemplares unas comedias tituladas La Isabela, La Filis y…
—La Alejandra —dije yo que aún tenía el título reciente en la memoria.
—Y La Alejandra —confirmó él—, que nadie sabe quién coño las ha escrito. Yo por lo menos lo ignoro. Seguro que serán de alguien tan apolillado como él. ¡Chuti! —gritó de pronto—. Prepara a don Anselmo, que esto ya está listo.
Con ayuda de unas pinzas de hierro retiró el crisol del fuego y lo depositó en una especie de funda de piel rellena de lana. Con ella en una mano y el palito en la otra bajó a toda prisa los escalones. Chuti ya había vuelto a colocar al paciente en el potro. El desgraciado tenía la mirada perdida, con una vaga expresión de terror. Ximenet volvió a colocarse a su espalda, embocó el protector en la muela y comenzó a rellenar el horado con la amalgama aún caliente. Al hombre le temblaba una pierna, no sé si por efecto del opio o del dolor, pero no emitía ruido alguno. De todos modos no resultaba un espectáculo agradable, así que me inventé una cita con mi casero y, con la promesa de volver pronto, me largué.