24

La barbería de Ximenet está situada en la plazuela del Ángel, en la confluencia de la calle de Carretas y la de la Cruz, frente al corral de comedias. Es bastante fácil de identificar, tiene un letrero que dice «Barbería», y para los que no saben leer, una bacía y un cartelón con una guitarra dibujada. El local es amplio y bien iluminado, de dos habitaciones, cada una con su ventana al exterior. Nada más entrar, a la derecha, hay una hornacina con una imagen de santa Polonia (patrona de los dentistas y de los desgraciados que los sufren) entre dos candeleros con los pábilos siempre prendidos, un derroche sagaz, pues a la gente le gusta esas cosas. Frente a la imagen de la santa destaca un anaquel con bragueros, dentaduras postizas con moldes de madera y un frasco grande de cristal lleno de sanguijuelas. A lo largo de las paredes desnudas se alinea un banco corrido de madera. Junto a la hornacina se abre una puerta de doble hoja que comunica con el despacho donde está la silla a la que todos tanto tememos. Allí dentro, en sendas bandejas sobre un aparador, se extienden las herramientas del oficio: navaja y brocha en una; botadores, sondas, escoplos, martillo, gatillos, pinzas, buriles y lancillas en la otra. Al fondo del despacho, un pequeño arco de medio punto da acceso a la escalera de caracol que comunica con el piso de arriba, donde Ximenet tiene su casa y un pequeño laboratorio. La puerta que une el despacho con la sala de espera suele estar abierta, salvo cuando el cliente se pone a chillar como un gorrino en San Martín. Los gritos siempre resultan enervantes y desalentadores para los que esperan turno, así que para amortiguarlos el ayudante se pone a leer algo en voz alta.

Hace años que Ximenet dejó de deambular por las ferias. El collar de dientes con que solía adornarse para atraer a la clientela lo tiene ahora colgado de una alcayata detrás del sillón en el que afeita. Pero no siempre fue así. Empezó trabajando como aprendiz con un sacamuelas de Palencia amigo de su padre, que le enseñó a leer además de los rudimentos del oficio. Cuando obtuvo la categoría de maestro se independizó y empezó a hacer sus propias giras por los pueblos. Trabajaba sobre un tabladillo con el collar de muelas al cuello, el gatillo en una mano y un frasco de triaca en la otra. La triaca es esa sustancia que se dice que inventó Andrómaco, el médico de Nerón, para librar a su amo de todos los venenos y pestilencias, y que luego fue desarrollada por Mitrídates en su búsqueda de un fármaco que curara todos los males, el alexifármaco, una especie de antídoto universal. La fórmula de Ximenet se parecía a la original tanto como cualquier otra, pero él obtenía muy buenos resultados porque procuraba cargar la mano en el opio, elemento que intuía fundamental para mitigar el dolor. Pese a no irle mal, aquella vida errante y solitaria empezó a cansarle. Se asoció entonces con un malabarista para que voceara sus habilidades y mantuviera al público entretenido mientras él intervenía, pero como era ta-ar-tamudo la ge-ente se disp-p-p-ersaba antes de que t-t-erminara el anuncio, así que un día le dijo: Lu-uís, que así se llamaba el saltimbanqui, M-me largo, cogió sus trastos y se enroló en la compañía del capitán Mejía con destino a Nápoles. Fue en Italia, por casualidad, donde tuvo la suerte de tropezar con el Dioscórides. Aquel libro supuso un gran progreso en sus técnicas de tratamiento, hasta entonces limitadas a la extracción. Pero el salto cualitativo lo dio al trabar amistad, por una de esas casualidades del destino, con un sacamuelas alemán de Tubinga, enrolado también en su mismo regimiento, que le inició en el uso de la amalgama según el arte desarrollado por Johannes Stokerus. Así que ya no va de feria en feria. Ahora sólo sale para atender avisos de clientes nobles y adinerados que prefieren ser tratados en sus propios domicilios, y los martes y jueves recorre varios palacios para afeitar y repasar a sus dueños con el mondadientes. Además hace sangrías, aplica sanguijuelas, fabrica dentaduras con las piezas que arranca y cose bragueros. Un buen trabajo aunque, como todo el que supone el uso de las manos, carece de proyección social. A pesar de ello, se las arregla bastante bien.

—Hablando del rey de Roma —exclamó Ximenet al verme.

Estaba de charla con Pablo Cimorro, un amigo común que, recién afeitado y con el aliento fresco, parecía a punto de irse mascando una bolita de almáciga. Ya sabe usted que la almáciga es como llaman a la resina de los lentiscos de la isla de Quíos, pequeñas lágrimas de color opalino que se ablandan deliciosamente en la boca y cuestan una fortuna. Pero Cimorro es de los que pueden pagarse el capricho. Trabaja como agente de un banquero genovés afincado en Sevilla llamado Adán de Vivaldo, el cual, fíjese qué cosa, resulta que es amigo de don Miguel de Cervantes. Casualidades de la vida. Al final va a ser verdad eso de que el mundo es un pañuelo.

—Le comentaba a Pablo lo de la academia de ayer —dijo Ximenet.

—Entonces, ¿es cierto que buscas a ese Avellaneda? —me preguntó el banquero entornando los ojillos.

Pablo Cimorro es un tipo bastante socarrón al que en vez de sonreír le brillan los ojos cuando disfruta hurgando en alguna herida. Me habló con los labios pegados y la barbilla hundida en el pecho para impostar la voz, como si quisiera simular un interés que estaba lejos de sentir. Siempre actuaba de igual modo con las cosas que yo me traía entre manos, en el fondo ninguna le parecía seria.

—O a quien se haga llamar así —dije en tono misterioso. Ya que él no parecía dispuesto, me correspondía a mí otorgar un mínimo de interés a mi misión.

—¿Es un seudónimo? —preguntó un poco sorprendido.

—Eso dice todo el mundo, y yo empiezo a estar de acuerdo.

La barbería estaba en penumbra. La puerta del despacho estaba abierta y echadas las cortinas de ambas habitaciones. La única luz provenía de la puerta de la calle y de las lamparillas de santa Polonia. En el banco había un hombre sentado con la mirada vidriosa, los brazos cruzados y la mano derecha apretándose el moflete.

—¿Tienes para mucho? —pregunté.

—No, pasa —dijo Ximenet—. El caballero tiene que esperar un rato hasta que le haga efecto la triaca —añadió señalando al tipo con un gesto—. ¡Chuti! —gritó al aprendiz que en ese momento barría el suelo del despacho—. Anda sube, aviva el hogar y mete las agujas. Cuando estén al rojo las traes.

Chuti, un adolescente desmadejado y algo sucio, asintió con la cabeza y desapareció escaleras arriba. Yo, por mi parte, sentí la mano de Ximenet en el cogote y me dejé llevar hasta el potro. Me senté. Ximenet corrió una de las cortinas y la luz me dio de lleno en la cara. Cimorro decidió quedarse un poco más y se recostó en el borde del aparador. A mi izquierda, en una esquina, colocada sobre una banqueta alta como si de una escultura se tratara, había una garrafa enorme de cristal llena de muelas y dientes extraídos a lo largo de quince años de ejercicio de la profesión, además de una surtida muestra de piezas de caballo, cerdo y mula, que daban al conjunto un cierto aire de mítica irrealidad.

—¿Qué tal los negocios? —pregunté a Pablo mientras Ximenet me echaba un paño caliente sobre la cara.

—Bien, supongo que bien.

—¿Supones?

—Mi jefe me ha pedido que vaya a Flandes a abrir una oficina. Cada vez hay allí más movimiento y quiere contar con banco y agente propio. El que tenemos trabaja en realidad de prestado, y debido a la muerte de Marcos Fúcar el mercado está un poco revuelto.

Fúcar era el modo castellano de llamar a los Fugger, rica familia de banqueros alemanes, de los más poderosos en el último siglo, aunque su imperio empezaba a dar muestras de decadencia. El ser los principales banqueros de los Augsburgo les había acarreado muchas ventajas en su momento, pero ahora sufrían las consecuencias de las devaluaciones, las suspensiones de pagos y las bancarrotas.

—Eso es una buena noticia —dije—, quiere decir que confía en ti.

—Sí, estoy contento de que me lo haya pedido… —dijo sin convicción.

Pablo se acarició el mentón y se quedó pensativo con la vista fija en sus zapatos, cuadrados y de rejilla, observé, a la última moda de la Corte. Se veía que era un hombre elegante, vestía ropas caras, seda, golilla almidonada, jubón de fino paño leonado. Tenía además aspecto de flamenco, la tez lampiña y descolorida, el pelo rubio y ensortijado. Parecía tenerlo todo, pero en aquel momento percibí que irradiaba una profunda tristeza.

—¿Pero? —pregunté para ver si daba rienda suelta a su angustia.

—No tengo ningunas ganas de irme a Flandes —respondió forzando una sonrisa.

—Niégate entonces.

—No puedo. Es una buena oportunidad y, como tú acabas de decir, una muestra de confianza.

—¿Tan importante es el puesto?

—Por Rotterdam y Amberes pasan más de la mitad de los productos que se mueven en el mundo y aportan en impuestos a la Corona una cantidad siete veces superior a la plata americana. Si me negara se lo encargaría a otro y entonces mi propio puesto en Madrid peligraría.

—Ése es el inconveniente de trabajar para un genovés —intervino Ximenet—. Pero ya le he dicho que Flandes es muy bonito, y ahora que no hay guerra es buen momento para instalarse. Y de lo tuyo, ¿qué? ¿Has averiguado algo más? —preguntó mientras me enjabonaba.

—Vengo de la Huerta de la Florida, de hablar con Valdivielso y Torme. Prepárate. Don Francisco no sólo no conoce a Avellaneda, sino que dice que él no ha concedido la licencia de ese libro.

—¿Lo han falsificado?

—Eso parece.

—¿Y qué opina Valdivielso?

—Lo que todos. Que Avellaneda es un seudónimo de alguien relacionado con Lope de Vega, si no es él mismo.

Ximenet pasó tres o cuatro veces la hoja por la badana haciendo silbar al acero. Luego me puso un dedo en la nariz y otro junto a la oreja para tensar el carrillo. La presión que ejercía sobre mi cara era sutil, pero firme. La cuchilla barrió la piel provocando un leve crujido. Cuando hizo lo mismo por el otro lado, se puso a mi espalda y me levantó delicadamente la barbilla. Noté el frío del acero en la garganta y sentí un escalofrío. Husmeé en su aliento el aroma dulzón de aguardiente y letuario, me repetí que carecía de motivos para degollarme y apreté con fuerza los brazos del sillón.

—¿Has traído el mondadientes? —preguntó cuando terminó de limpiar el jabón sobrante con un paño húmedo.

Igual que había visto hacer mil veces a mi padre, saqué de entre la costura del jubón la fina aguja de plata y se la tendí a Ximenet. Hay situaciones que van indisolublemente unidas al recuerdo de una persona, y eso me sucede a mí con mi padre y el mondadientes. Siempre me acuerdo de él cuando lo uso, y a medida que pasan los años creo que hasta me esfuerzo en repetir sus movimientos. Dentro de poco me miraré al espejo y diré: vaya, soy mi padre. En cualquier caso ésa es una de las buenas costumbres higiénicas que he heredado de él. La otra es la purga con estibio. Se hace ésta mediante la ingesta de unas píldoras metálicas que salen intactas por el ano pudiendo usarse indefinidamente. De hecho, el juego que yo tengo fue del abuelo Jonás, el padre de mi padre, y algún día será de mis hijos, si es que llego a tenerlos. Mi padre se purgaba al menos cada seis meses y decía sentirse limpio y renovado por dentro, pero yo, la verdad, hace un par de años que dejé de hacerlo. Y no porque el remedio me parezca ineficaz, sino porque llevo una vida bastante agitada y para usar las píldoras hay que cagar controladamente y en una bacinilla para poder luego recuperarlas. Pero cuando se está todo el día de aquí para allá…

—Ayer revisé lo tuyo —me dijo—. Yo también me fui pronto, no creas, se pusieron muy pesados despedazando el soneto del pobre desgraciado ese que cambió Alcides por Faetón, así que llegué a casa un poco con el gusanillo, ya me entiendes, y me cogí el Quijote y le eché un repaso.

—¿Y? —pregunté yo.

Lo que sigue no fue una conversación propiamente dicha, ya que yo me limité a asentir o negar con modulaciones guturales más o menos inteligibles, pero como es mi intención que quede claro lo que cuento la transcribiré tal como podía haber sido de no haber tenido a un tipo hurgándome la boca con un pincho.

—Me preguntabas ayer por las alusiones a Lope en el Quijote, ¿no?

—Sí.

—¿Recuerdas lo que dijo ayer Luis Vélez sobre La Arcadia y El Isidro?

—Sí, más o menos.

—Se refería al prólogo, cuando Cervantes cuenta la visita de un amigo al que le confiesa que no sabe qué escribir y entonces el otro le dice que no se apure, que meta unos cuantos latines y cite lugares extraños para parecer erudito, y que si quiere unos poemas laudatorios, que los escriba él mismo y los firme como mejor le parezca.

—Me acuerdo.

—Pues precisamente ese comentario es una alusión chusca a La Arcadia de Lope.

—Conozco el libro —comentó Cimorro—. Es verdad que tiene un montón de poemas al frente y un amplio glosario al final.

—De Aurora a Zoylo. Y algunas de sus entradas son…, ¿como diría?; innecesarias. Bien. Hay otra alusión curiosa en el soneto del Orlando furioso. No sé si lo recuerdas. En uno de los versos dice que él es «único y solo», como gusta decir Lope de sí mismo. No creo que sea una casualidad. Ten en cuenta, además, que dos años antes del Quijote, Lope editó La hermosura de Angélica, obra concebida precisamente como continuación del Orlando furioso de Ariosto.

—Vaya, eso es interesante. Entonces, ¿Lope de Vega ya ha escrito antes una segunda parte de otro libro?

—No es exactamente una segunda parte, más bien es una continuación libre…, pero no quiere decir nada. Sin embargo, la coincidencia de temas no me parece casual.

—Hablando de Lope —intervino Cimorro—, recuerdo una anécdota curiosa relacionada con la amante que tenía en aquella época.

—¿Micaela de Lujan? —preguntó Ximenet.

—Micaela de Lujan, ¿tú también te acuerdas? Su nombre poético, con el que Lope la nombraba en sus escritos, era Camila Lucinda.

Ximenet dijo que en efecto, y yo me limité a hacer «mhjii».

—¿No resulta curioso que la dama por la que suspira don Quijote se llame Dulcinea? Bien mirado, Dulcinea es un anagrama de Lucinda.

—Lucinda… D-u-l-c-i-n-e-a. Falta algo.

—Una «e». Supongo que como se trata de una campesina Cervantes añade una «e» al nombre para que tenga un sonido más pastoril, al estilo de Galatea o Dorotea.

—Sí que es curioso —convine.

—Y eso me recuerda otra cosa —dijo Ximenet—. Lope habla de Camila como de su «serrana hermosa» porque era de un pueblecito de Sierra Morena, y en El peregrino hay un poema en que Lope, roto de amor, cuenta cómo se internó en la sierra por ella y se acogió a la aspereza de un lugar pequeño… ¿te suena de algo?

—Parece el enamorado don Quijote cuando se adentra en Sierra Morena para hacer penitencia y envía a Sancho a contarle a su dama en qué triste estado queda penando por su amor —respondí yo—. Pero vamos a ver —dije intentando poner un poco de orden en mis ideas—, ¿queréis decir que Cervantes identifica a Lope de Vega con don Quijote? Yo tenía entendido que ese fragmento estaba inspirado en el retiro de Amadís en la Peña Pobre y en el vagar de Orlando por el bosque cuando descubre la traición de Angélica y Medoro. Creo que tenéis demasiada imaginación.

Ambos se encogieron de hombros.

—Es posible. Pero ten en cuenta que el mismo Lope ha moldeado su vida al estilo de los romances. Ten por seguro que el Quijote ridiculiza conscientemente situaciones y episodios de la vida de Lope. Todo lo que hemos dicho no puede ser casualidad.

Yo no lo veía tan claro. Al fin y al cabo las coincidencias existen, así que intenté elaborar mentalmente una lista de objeciones a sus argumentos para discutirlos uno por uno, pero Ximenet no me dejaba tiempo entre una y otra andanada.

—Fíjate por ejemplo en el episodio de los rebaños de ovejas en que don Quijote cree ver a dos enormes ejércitos. Es evidente que se trata de un episodio caricaturesco inspirado en lo que Dardanio, un personaje de Lope, hace en el libro III de La Arcadia al mostrar a su amigo Anfriso una galería de bustos de personajes históricos. Así el famoso Rómulo (como hace decir Lope a Dardanio en un tono similar al que luego utilizará Cervantes), el gran Licurgo, el hermoso Alejandro y el fiero Aníbal, se transforman en boca de don Quijote en el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata, el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia, el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche…

—«Boliche». ¿No es así como llaman en germanías al garito de juego? —pregunté yo (aunque sabía la respuesta, es lo primero que se aprende en el Tercio).

—Sí.

—Pues Brandabarbarán suena a barbián, ¿no?

—Sí, una mezcla de brando y barbián.

—¿Qué significa brando?

—Espada, en italiano.

—O sea, que sería algo así como «espada sin vergüenza».

—Sí, golfo-espadachín del garito.

—Ese no creo que sea Lope.

—No tiene pinta. A saber a quién se refiere Cervantes con esa gracia.

Como podrá suponer, el primero en el que pensé fue en Robles, aunque lo de espada le pegaba más a Rafael o a Manfred. O a mí mismo, pero en eso caí más tarde.

—Antes se me ha olvidado una cosa muy importante —dijo Ximenet—. Cuando Sancho le da a don Quijote el nombre de Caballero de la Triste Figura, éste recuerda los epítetos de otros caballeros, como el de la Ardiente Espada, el Unicornio, el de las Doncellas, el Ave Fénix…

—¿No es a Lope al que le gusta que lo llamen Fénix de los Ingenios? —preguntó Cimorro.

—Cierto. Y ya sabéis cómo firmaba sus escritos en la academia del conde de Saldaña, ¿no?: «el Ardiente».

—Pues el Unicornio y el de las Doncellas no creo que se refieran a don Belianís ni a Florandino de Macedonia. Más bien parecen alusiones a la aireada rijosidad de quien ya sabemos.

Terminó Ximenet de repasarme la boca en ese momento, me limpió el mondadientes en la pechera y lo clavó en la costura del forro del jubón para que no lo olvidase.

—Toma —dijo tendiéndome un vaso de vino estíptico para que me enjuagara.

Di un sorbo. Era un brebaje de color oscuro hecho a base de vino, mirra, almástiga y granos de cebada cocida que sabía a cieno. Hice un buche y lo escupí por la ventana. No había cuidado, nadie pasa nunca ni bajo ni junto a la ventana de un sacamuelas.

—Es el momento en que me ofreces un vaso de aguardiente para quitarme el mal sabor de boca.

—Un momento. ¡Chuti! —gritó. Se oyeron pasos en la escalera y el ayudante asomó la cabeza en la habitación—. ¿Están las varillas?

—Sí —la voz del aprendiz sonó soñolienta.

—¿Y a qué esperabas para avisarme?

Silencio. El muchacho se encogió de hombros y se quedó mirando al suelo.

—Anda, bájalas con cuidado y deja calentándose el crisol —dijo Ximenet alzando la mano en señal de amenaza—. No sé qué voy a hacer con este chico, parece que nunca se entera de nada —farfulló—. Esperad un segundo y seguimos arriba con la charla. Aún queda algo importante.

Yo asentí, pero Pablo dijo que se le había hecho tarde y que tenía que irse. Le recordé que teníamos que quedar para hablar de negocios (Pablo es quien se encarga de gestionar los beneficios de mi censo), él respondió que estaba a mi disposición y yo le anuncié mi visita para el día siguiente, si encontraba la oportunidad.