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Los guardianes de la puerta no me miraron cuando salí ni contestaron cuando les di otra vez las gracias, pero no me ofendí por ello. En su condición de sirvientes está el despreciar a los que pretenden acceder a sus amos, pero con esa gentuza más vale mostrarse cortés porque nunca se sabe cuándo tendrá uno que volver a franquear su dintel. Con paso firme atravesé otra vez la ciudad en dirección inversa con una sola parada en la confitería del tío Neila para tomar una jícara de chocolate, glorioso descubrimiento, con un par de buñuelos. El sol empezaba a calentar, y mientras apuraba mi tardío desayuno me entretuve observando cómo los comerciantes de la acera de enfrente descolgaban las contraventanas, sacaban los bancos a las puertas de sus negocios y tendían los toldos. Saltando de uno a otro, casi se podía recorrer entera la calle Mayor sin que te rozara un rayo de sol.

Reemprendí el camino con nuevos bríos. Alguien me chistó, me giré, descubrí a un sombrerero apostado al acecho con un sombrero en cada mano, le dije que no con la cabeza y seguí mi camino. El hombre insistió un par de veces más, pero como si nada. Luego me entró un rapaz al que casi no le dio tiempo de ofrecerse a limpiarme los zapatos porque uno mayor lo empujó a un lado para brindarme sus servicios de esportillero. Yo andaba recio, decidido, la mejor forma de atravesar la Puerta de Guadalajara, con cara de pocos amigos, mirando al suelo y agitando el brazo para ahuyentar solicitantes como si espantara moscas. Atravesé la plaza del Arrabal, la que van diciendo que piensan ampliar para convertirla en una especie de plaza Mayor, y me interné en el mercado de flores de la plaza de la Provincia. Aquella mañana, como todas durante la primavera y el verano, los paisanos habían extendido sus puestos como alegres golpes de color. Las flores se amontonaban en tinas y cubos llenos de agua, y los suelos estaban húmedos y limpios de polvo. Me encanta ese sitio. Nada más entrar en la plaza uno se siente envuelto por una sensación de frescor. Se diría que el sol da cuartel a ese reducto entre soportales para que no se eche a perder una mercancía tan de su estima. En la esquina de la calle de la Cruz destacaba el hábito morado de un demandador de las ánimas que pedía para misas. A su vera pasaban sin cesar aguadores en trasiego continuo del mercado a la fuente del Buen Suceso.

Me entretuve deleitándome con los aromas de las plantas. Una idea que no acababa de formular me rondaba la cabeza, y no descansé hasta dar con el asunto. Se trataba de lo de la falsificación de la licencia y de la firma de don Francisco. Caso de ser cierto, como parecía, el editor, el tal Felipe Roberto, podría verse envuelto en un problema grave que podía llegar a costarle el negocio. Pero se me hacía muy raro que ningún editor corriera ese riesgo. Y entonces caí en la posibilidad de que también él fuera falso, y que por tanto la carta que acababa de escribir nunca obtendría respuesta. Al fin y al cabo Salazar me había dicho que no lo conocía de nada, y Salazar estaba bastante bien relacionado en el gremio. Pensé en quién podría echarme una mano en ese asunto, y me acordé de un antiguo compañero de Alcalá, Federico Velasco, que trabajaba de pasante con un escribano del consistorio de Tarragona. No lo había vuelto a ver desde la Universidad, pero el favor que iba a pedirle tampoco le resultaría gravoso en ningún sentido, así que me dirigí a la oficina de postas, pagué pluma y papel y le escribí una nota apelando a nuestra antigua camaradería y rogándole que indagara sobre el tal Felipe Roberto.

Acabé justo a tiempo de ver meter mi carta en la saca y desear buen viaje al jinete, que agradeció mis palabras y la propina llevándose un dedo al ala del sombrero. Luego seguí decidido la marcha hasta la barbería de Ximenet.