Me desperté muy temprano, antes incluso de que llegaran los albañiles. Miré por la ventana y aún era de noche. Tenía la piel fría y en cuanto me cubrí con la sábana caí de nuevo en un placentero sopor. Duró poco, apenas unos minutos. Estaba demasiado nervioso. Me levanté, me puse la camisa, me asomé al balcón y vacié el orinal en la calle. Esta vez no hubo protestas. Luego, anoté los sucesos de los que había tenido noticia el día anterior. Supongo que entre el lío de papeles que tengo por la mesa estará el de aquel día, me gustaría copiarlo aquí literalmente pero no lo veo y no quiero perder tiempo buscándolo. En fin, hablaba de lo del sitio de la Mamora, las pretensiones del duque de Osuna de conseguir el virreinato de Nápoles y su odio declarado a los venecianos, lo del problema demográfico; la visita del arzobispo de Tarragona al de Toledo y hasta lo del niño con dos cabezas que decían que iban a traer a la Corte. Me sentí satisfecho, ya tenía unas cuantas cosas que contar; para un gacetillero no hay nada peor que una semana sin noticias, día tras día lo mismo, que si baja o no baja el turco, que si llega o no llega la flota… Siempre queda la posibilidad de inventarse alguna muerte, algún duelo, pero no conviene abusar porque la parca se basta sola y es mejor no darle ideas.
Enjuagué la pluma en un poco de agua y luego me lavé yo mismo, me froté los dientes y las encías con un lienzo y me atusé el bigote con un poco de agua azucarada. Como no había tenido tiempo de hacer la compra me tuve que conformar con un vaso de aguardiente de desayuno. Me vestí y salí de casa. Por suerte, Venancia estaba ocupada con la rasqueta en un jaulón del fondo del patio, así que no pudo entablar conversación. Yo me limité a pedirle desde la puerta que cuando pasara el aguador me cogiera una carga porque apenas me quedaba una cuarta en la tina.
Cuando visita Madrid, el arzobispo de Toledo se instala en la huerta de su propiedad llamada de la Florida. Dicha huerta está situada al noroeste de palacio, en las afueras de la villa, en el camino del Pardo. Desde mi casa era un buen paseo, pero como el sol aún no estaba en lo alto, lo hice bastante cómodo, hasta se me hizo corto. Cuando llegué, dos hombres sentados dentro de una caseta junto a la puerta me retuvieron con cierta grosería. No me esperaban. Nadie les había dicho nada, y yo, solo, a pie y con los zapatos sucios del polvo del camino no les infundí ningún respeto. Pensé mostrarme altivo y amenazarlos con el fuego de mi ira si no dejaban franca la puerta al instante, pero me dije que provocarles la risa no me ayudaría mucho, así que opté por una actitud más acorde con mis posibilidades interpretativas. Hundí un poco la cabeza en el pecho, la dejé caer a un lado, escurrí los hombros, aflojé las rodillas y empecé a suplicar con voz lastimera. Desconozco la razón, pero eso es algo que les encanta a los covachuelistas de palacio y a todo funcionario o subalterno de poderoso. Por supuesto, dio resultado. Me hicieron pasar a un cuartucho donde aún tuve que esperar más de media hora de pie con expresión perturbada y el sombrero en la mano. Por fin vino a buscarme un fraile y me llevó a una habitación donde me esperaban Valdivielso y otro sacerdote de ojos claros y boca pequeña que me fue presentado como don Francisco de Torme y de Liori, canónigo de la Santa Iglesia de Tarragona y secretario del ilustrísimo y reverendísimo señor don Juan de Moneada, arzobispo de Tarragona y del Consejo de su Majestad.
Yo me apuré a besarles las manos como obliga el protocolo, y luego Valdivielso, satisfecho, me indicó una silla y me senté.
—Aquí don Isidoro es amigo de don Miguel de Cervantes, del que soy gran admirador —dijo don José, y añadió dirigiéndose a mí—. He dormido fatal. Pienso que ayer no estuve a la altura de las circunstancias. Ese Medinilla me ganó por la mano. Me temo que no fui capaz de defender al maestro como se merece.
—Usted hizo lo que pudo. Baltasar llevaba la lección bien aprendida, parecía haberse estudiado el Quijote para sacarle las faltas. Fíjese que yo fui uno de los que corrigieron las pruebas del original, y hasta que no lo oí ayer en boca de Medinilla no me había dado cuenta de todos esos errores.
—En todos los libros hay errores.
—No diga eso, don José, sería faltar a la verdad —intervino don Francisco—. Recuerden a san Juan de la Cruz, a Petrarca, a fray Luis de León… No tienen un verso que se pueda decir que no hayan meditado.
—Cierto, pero no me refiero a eso. Los que ha citado son autores… sublimes. Yo me refiero más bien a este tipo de libritos de entretenimiento, sin pretensiones pero importantes para el buen cuidado de la fe porque, en definitiva, son a los que accede el vulgo. Y me da rabia no haber estado lúcido para defender mejor mis puntos de vista.
—Medinilla estaba además muy bien arropado —le expliqué yo a don Francisco para exculpar a don José.
—No es excusa —insistió éste—. Además, prefiero el combate cuando el contrario es de talla, si no ¿qué mérito tiene la victoria?
—Pero en una discusión así nadie tiene la razón. No hay victoria.
—Ésas son palabras de consuelo. Es posible que no haya victoria, pero sí derrota. ¿Que cómo lo sé?, me dirá. —Y golpeándose el pecho añadió—: eso lo siente uno en el fondo de su corazón.
—De todos modos don Miguel se lo hubiera agradecido, ya sabe que le tiene en gran estima.
—¿Es posible? —dijo fingiendo modestia.
—Y tanto. Le cita como «maestro famoso».
—Es cierto. ¿Cómo sabe usted eso?
—He tenido el honor de corregir parte de las pruebas de imprenta de su Viaje al Parnaso ¿recuerda?
Valdivielso asintió con la cabeza.
—Le estoy muy agradecido por incluirme entre tantos buenos poetas —dijo—. Me emocionó, la verdad. Pero díganos, don Isidoro, ¿qué puede hacer don Francisco por usted?
—Sí, adelante —dijo don Francisco—, el padre Valdivielso me ha contado que quería usted verme en relación a la segunda parte del Quijote.
—En efecto. Verá, me han encargado encontrar al autor de ese libro, y como imagino que usted lo conocerá…, decía yo que…, vamos… que si pudiera indicarme dónde encontrarlo me haría un gran servicio.
Don Francisco me miró con extrañeza. Los nervios no me habían dejado expresarme con claridad, pero antes de que formulara de nuevo mi demanda en mejores términos, el sacerdote preguntó:
—¿Por qué cree que yo lo conozco?
—Como usted otorgó la oportuna licencia…
—¿Eh? ¿Qué es eso de que yo otorgué la licencia? —preguntó sorprendido don Francisco.
—En nombre del señor arzobispo —aclaré yo.
—Pero eso es absurdo —protestó él—, yo no tengo poder para tal cosa.
—En el libro figura usted —afirmé yo.
—No puede ser, yo no he otorgado ninguna licencia. ¿Tiene ahí ese libro? —preguntó visiblemente excitado.
—No, no lo he traído —me disculpé—, pero le aseguro que lo he visto.
—Pues es falso. Es mentira —dijo indignado.
—¿Y a Rafael Orthoneda, lo conoce?
—¿Al padre Rafael? Sí, pero seguro que tampoco tiene nada que ver, es imposible, tendría que habérselo encargado yo, y ya le digo que es la primera noticia que tengo de este asunto.
—Tampoco conocerá al editor, claro.
—¿Cómo se llama?
—Felipe Roberto. Su casa está en Tarragona.
El padre Francisco frunció el entrecejo durante unos segundos como si hiciera un gran esfuerzo por recordar y luego negó con la cabeza.
—Es increíble —dijo—. ¿Dónde puedo conseguir un ejemplar de ese libro?
—Creo que a Robles le han llegado o le van a llegar unos cuantos.
—¿No es él quien editó el Quijote de Cervantes?
—Sí, y quien que me ha encargado encontrar a Avellaneda.
—El negocio ante todo, ¿no es así?
—Tal parece.
—¿Tiene ya alguna idea?
—Ayer todo el mundo parecía coincidir en que Avellaneda no existe, que es un seudónimo, quiero decir. Seguramente alguien cercano a Lope de Vega, o el mismo Lope, si me permite decirlo.
—No quiero entrar yo en eso —dijo don José agitando la cabeza.
Yo había dudado bastante antes de soltar el último comentario, pero cuando lo hice Valdivielso pareció relajarse. Debía de estar deseando que llegara a esa conclusión aunque él no se atrevía a plantearla, al menos no de forma tan directa.
—Sí, ésa parece ser la sensación general —comentó.
Nos quedamos los tres en silencio. No había más que decir, así que me puse en pie para despedirme.
—Bueno, pues… No quiero entretenerlos más…
—Espere un momento —dijo entonces Valdivielso saltando de su silla—. Ya sabe que en esta casa don Miguel es muy querido, y no sólo por mí. El arzobispo le tiene en gran estima. Precisamente hace un par de días me encargó entregarle una cantidad para que siga adelante con su labor creativa y para que le sirva de estímulo en estos momentos que imagino difíciles para él. No es gran cosa, unos ducados, una pequeña ayuda. Hace un par de días que pienso en acercarme por su casa, pero no encuentro el momento, ahora no me viene nada bien, pero odio perjudicar al maestro, así que he pensado que como usted trabaja para él, me haría un gran favor si le entregara esta bolsa de parte de su ilustrísima.
Decidí no aclarar el equívoco. En realidad se podía decir que trabajaba para don Miguel, en cierto modo, y además tenía pensado ir luego a su casa. Aquella bolsa sería un eficaz salvoconducto en el caso de encontrarme otra vez con el muro levantado por la mujer y la criada, así que la cogí, la escondí junto con la carta que la acompañaba en el fondo de mi jubón, le di las gracias adelantadas de parte del maestro y me fui a toda prisa antes de que el sol empezara a abrasar los caminos.