20

El Juego de Trucos, o de billar, como se quiera llamar, de Cristóbal Sigüenza, está en la calle del Lobo, cerca de la de San Jerónimo. El local cuenta con una sola habitación muy amplia con puerta a la calle y a un zaguán que comparte con un pequeño figón. La sala está dividida en dos partes, una con cuatro mesas de juego bastante separadas entre sí para permitir la libre circulación de los jugadores, y otra con mesas bajas y sillas donde se puede esperar turno bebiendo y comiendo tranquilamente. Dos mozas bastante desenvueltas, de reflejos rápidos y lengua mordaz, van y vienen sin cesar del figón a los billares cargadas con bandejas de vino, queso y frutos secos.

Cuando llegué sólo había una partida en juego, a pesar de que el local estaba bastante lleno. Las otras tres mesas estaban vacías, los tapetes protegidos con un paño. Se habían tomado en serio lo de la academia, aquella noche la parroquia no había ido a jugar, sino a hablar de poesía. Eché un vistazo y no vi a Almansa por ninguna parte. Todas las mesas bajas estaban ocupadas. En una distinguí a Ximenet, mi primo, charlando animadamente con un tipo que no reconocí en el momento porque me daba la espalda pero que estaba claro que era un caballero. Vestía jubón y calzas de seda, llevaba cuello de lechuguilla y el pelo, cortado a media melena, le llegaba hasta el hombro. A su lado, en una silla vacía, había una capa doblada, y sobre ella un sombrero negro adornado con banda de plata y vaporosas plumas de avestruz.

—¡Luis Vélez de Guevara! —exclamé en cuanto lo vi de perfil.

No es que me sorprendiera ver juntos a mi primo y a Luis, hacía tiempo que se trataban. De hecho los presenté yo un día en que acompañé a Luis, al que conocía de mi época militar, a que Ximenet le sacara un raigón infectado que lo estaba matando, y lo había hecho tan bien que se había ganado de inmediato el aprecio y la amistad del poeta. Desde entonces se veían a menudo, acudían juntos al teatro, incluso pasó Ximenet a hacerse cargo de apaciguar a los reventadores del patio de mosqueteros cuando era Vélez el que estrenaba. Sin embargo, se me hizo raro verlo allí porque suponía que acudiría a la academia de Jerónima de Burgos. Recuerde que Luis Vélez de Guevara es gentilhombre y secretario del conde de Saldaña, segundo hijo del duque de Lerma, además de poeta y reputado autor de comedias, sobre todo después del éxito de su Serrana de la Vera, así que en cuanto llegué a su altura no pude contenerme y le pregunté con ironía:

—Qué, maestro, ¿no te han dejado entrar en casa de la Gerarda?

—¿Quién te lo ha disho? —respondió con su peculiar gracejo andaluz, y después de estrecharme la mano y de retirar gentilmente sus cosas de la silla para cederme el sitio, añadió—: pues te han engañado. Entre nosotros, he dejado a doña Jerónima y a sus amigos de segundo plato, por si aquí no era bien recibido.

No contesté. Me limité a mirarlo con expresión socarrona.

—Nos hemos encontrado de camino y lo he convencido para que se tomara un vaso con nosotros —dijo Ximenet guiñando sus pequeños ojos negros.

Mi primo, Elpidio Ximenet, es de mofletes llenos, nariz afilada, barbilla en punta, pelo crespo, dientes grandes y sonrisa oriental. A pesar de ser más alto y de hombros más anchos que Luis Vélez, pasaba más desapercibido.

—Entonces…, ¿no has venido a estudiar a la competencia por si tu jefe decide reabrir su academia? —dije pretendiendo ser gracioso.

No sé si sabe que el conde de Saldaña, gran amante de la poesía, fundó hace un par de años una academia a imagen de las italianas, con idea de que sirviera de foro para el encuentro de nuestros más preclaros poetas y la flor y nata de la aristocracia. Por desgracia, después de un año se fue a pique como todas, lastrada por insultos, rencillas, envidias y deserciones. A Luis aquella experiencia le ocasionó muchos sinsabores. Como secretario del conde, había tenido que mediar en múltiples y ridículas disputas entre autores para conseguir que asistieran a las reuniones y para que éstas no acabaran en la tapia de los Recoletos con testigos de por medio y prácticas de algebrista. En fin, mi comentario no había sido muy afortunado, así que para hacer aún mayor el despropósito añadí:

—No se atreverá a competir con estos salones.

—Nunca se le ocurriría —respondió Luis Vélez con aplomo—. ¿Y a ti qué te pasa? —contraatacó—. Traes mala cara.

—Vengo asustado, no enfermo, aunque aún arrastro un poco de fiebre.

—¿Un mal encuentro? —inquirió.

—Algo así. Una que me ha pedido la mano de suegra.

—¿Es que te has puesto novio?

—Isabelita, la moza que conocí en San Juan.

—¿Qué has hecho para merecer ese honor?

—No sé.

—Eso es que han olido dinero.

—Tal vez. Ayer me sorprendió revisando el contenido de una bolsa que me dio Robles como adelanto de un encargo.

—Pues no me digas más.

—No era tanto como para despertar la codicia de nadie, aunque creo que estuve un poco vanidoso.

—Claro hombre, pues ahí está la cosa, eres prometedor. E hidalgo. Por ahí van los tiros, puedes estar seguro —dijo Ximenet.

—¿Te has acostado con ella? —preguntó Luis Vélez.

—¿Y qué?

—Cómo que ¿y qué? Pues es muy importante. ¿Era virgen?

—Sí.

—Eso te dijo.

—No. Era virgen.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Pues porque lo sé.

—Pero ¿serás simple? A que no has firmado ninguna escritura de entrega voluntaria del virgo.

Por un instante me quedé desconcertado, preguntándome si me estaría tomando el pelo.

—No —respondí sin saber aún a qué atenerme.

—¡Pero en qué mundo vives! —exclamó Luis Vélez echándose las manos a la cabeza—. Un soltero como tú sólo debe relacionarse con mujeres casadas, hombre de Dios, que las otras sólo buscan engancharte o sacarte una dote. Pero vamos a ver. Conoces a una muchacha en el río en las fiestas de San Juan, te dice que es virgen, ¿y te acuestas con ella sin que declare ante escribano la entrega voluntaria del virgo?

—Bueno, yo… ¿ante escribano?

—Muchacho, en estos tiempos nada se hace sin papeles, ya va siendo hora de que aprendas. Tengo una conocida que llegó a vender en escritura pública hasta tres veces la «segunda visita» para ayuda de la dote.

—¿La segunda visita?

—Sí, la siguiente a la primera, no hay que ser muy listo.

—¿Hay quien hace eso?

—Por supuesto. Y la que yo digo se tomó tan en serio su compromiso que lo cumplió entero la misma tarde de su boda después de que su marido la desflorara a los postres del banquete.

—¿El marido estaba de acuerdo?

—No creo que nadie le preguntara. Pero los tres firmantes éramos… quiero decir, eran conocidos suyos.

Luis se peinó hacia arriba las puntas de su bigote y ocultó una sonrisa con la mano.

—Algo no cuadra —apuntó Ximenet—. La «segunda visita», como tú dices, sólo se la podría vender a uno, los otros serían la tercera y la cuarta.

—La muy zorra se calló ese detalle y pagamos los tres como «segunda». Por eso se dio tanta prisa en cumplir, para que no nos diéramos cuenta y no hubiera reclamaciones.

—Pero os disteis cuenta.

—Claro, más tarde, aunque de todos modos no hubo reclamaciones. La cosa tenía su gracia. Pero dejemos eso.

—Sí, mejor. Por cierto, ¿a qué amigos te referías antes? —pregunté—. Tengo entendido que las academias en casa de la Gerarda se parecen más a reuniones de ex amantes que a otra cosa.

—A mí no me mires, de eso no soy sospechoso —dijo fingiendo una expresión de inocencia.

Se preguntará cómo se finge una expresión de inocencia. Pues hizo algo así como alzar las manos abiertas enseñando las palmas, arqueó un poco las cejas, entrecerró los párpados. A pesar de todo, no pudo evitar que una sonrisa torcida asomara bajo el bigote. Si bien es cierto que no tiene fama de juerguista, Luis mantiene, como cualquier aristócrata de buen tono, manceba y enamorada, además de una esposa de la que es devoto. La esposa es doña Úrsula Bravo de Laguna, con la que tiene un hijo; para manceba le sirve cualquiera menor de dieciocho años, y para enamorada no se conforma con un título inferior al de marquesa. Es de la opinión de que un poeta, para progresar, debe mantener una apariencia digna, y de ejemplo de lo contrario pone siempre a Lope de Vega, putañero inveterado que, pese a su genio, permanece encenagado en el puesto de tercero del duque de Sessa. Por eso él tiene tanto cuidado de no meterse en terrenos resbaladizos como la cama de la Gerarda. Nunca olvida que muchos de los pretendientes de la susodicha, incluidos varios títulos, y de los más renombrados, se muestran picajosos con sus deslices y son aficionados a mandar hacer chirlos a quienes sospechan sus rivales.

—Pero déjate de circunloquios y cuéntanos —dijo Luis Vélez—. ¿Qué es eso de que Robles te ha adelantado un dinero? ¿Qué tienes que hacer?

—Me ha liberado temporalmente.

—¿Temporalmente para siempre? —preguntó Ximenet con retintín.

—Temporalmente para una temporada. Hasta que dé con don Alonso.

—¿Don Alonso?

—Fernández de Avellaneda. ¿Lo conoces?

—No tengo el gusto.

—¡Alonso Fernández de Avellaneda! —exclamó alguien de una mesa próxima, que evidentemente había seguido nuestra conversación.