Isabel vivía en la calle de San Pedro, una calle pequeña por debajo de la plaza de la Cebada, cruzando el desmonte de Curtidores, junto a las tenerías. No era un barrio por el que me gustara pasear. Era zona de mataderos en donde vividores, chulos y soldados se movían a sus anchas. Al atardecer los carniceros arrojaban a la calle sus desperdicios, el piso se llenaba de vísceras y cuajarones de sangre y la atmósfera quieta y densa del verano se saturaba de un aroma dulzón. Si no fuera por la falta de humo, la vista recordaría a los arrabales de Ostende el día que Spínola quebró sus defensas.
Me adentré por esas callejuelas ahuyentando a manotazos los enjambres de moscas. Al doblar una esquina casi me arrolló un carretón cargado con pieles de vaca coronadas con tres cabezas, también de vaca, con los cuernos atados entre sí. Los ojos de los animales estaban abiertos y expresaban consternación. Crucé un saludo de compromiso con los mozos que lo empujaban y me eché a un lado para que no me mancharan de sangre la capa.
Frente a la casa de Isabel me tentó la idea de dar la vuelta y huir. Ojalá lo hubiera hecho. Era un edificio de una planta, sencillo, con la fachada de tapial enlucida y enjalbegada de blanco. Junto a la puerta había un ventanuco protegido con una reja que salía hacia la calle como una caja de hierro. A media altura colgaban un par de tiestos con las plantas marchitas. Atisbé el interior. Se oía movimiento, pero no vi a nadie. La calle estaba tranquila. Me pregunté qué hacía allí y maldije mi debilidad antes de golpear un par de veces la aldaba.
Me abrió Isabel y se me echó al cuello en cuanto me vio. Estaba nerviosa. La casa olía deliciosamente a guiso, a sofrito de ajo y cebolla. Imagino que sería por estar en el barrio de los carniceros, pero supuse que estarían preparando albondiguillas. La tía de Isabel estaba de rodillas avivando el fuego, y allí continuó el tiempo que duró el saludo de la niña. Luego se incorporó dejando escapar un suspiro. Las dos mujeres se juntaron y me miraron sonrientes. Demasiado, a mi parecer. Así juntas se hacía evidente que no se parecían en nada. Ya he descrito a Isabel, carnosa, torneada, sin embargo la tía estaba seca, consumida, y tenía las manos muy grandes y los nudillos enrojecidos. Eso fue lo primero que me llamó la atención y lo que ahora recuerdo con mayor nitidez: los nudillos enrojecidos.
—Bienvenido, don Isidoro —dijo por fin la tía rompiendo el silencio.
Yo me quité el sombrero e incliné la cabeza. Isabel dejó escapar una risita.
De un rápido vistazo recorrí toda la estancia. En el hogar centelleaban un montón de brasas y ardía un pequeño tronco de encina cuyas llamas parecían envolver las patas de hierro de una trébede. En la olla bullía lentamente una salsa espesa. Una artesa de las que se usan para amasar pan cubierta con un tablero ocupaba el centro de la habitación. A ambos lados de la chimenea se abrían sendos vanos cubiertos con cortinas de arpillera, que supuse darían acceso a los dormitorios. Cerca del ventanuco que daba a la calle, metido en una hornacina, ardía un candil de aceite. En todo lo que me rodeaba no vi rastro del tío, nada que delatara que allí vivía un hombre, ni aperos, ni ropa, ni armas, nada.
—Pero siéntese, don Isidoro —dijo la mujer señalándome una silla junto a la artesa—. Y tú, niña, ponle algo de beber al caballero.
Isabel llenó un vaso con la frasca de vino que reposaba en el frontal de la chimenea, me lo entregó y luego se retiró al poyete que había a un lado del hogar.
—Pues ya tenía yo ganas de conocerlo —dijo la tía sentándose a mi lado—. La niña nos ha contado maravillas de usted.
—Yo también tenía ganas de conocerla —mentí por cortesía.
—Es que figúrese, con lo difícil que es criar a una muchacha en estos tiempos, pero ya lo sabrá usted, su madre me la encomendó en su lecho de muerte, murió de peste, qué dolor, hace quince años ya.
—Mis padres también murieron de peste.
—¡No! —exclamó ella haciendo una rosquilla con los labios—. ¡Vaya casualidad!
—Desde luego —convine—, pero Isabel no me había contado eso —dije intentando inútilmente establecer un contacto visual con ella. Pese a estar al lado, parecía absorta removiendo el guiso.
—No le gusta hablar de ello —susurró la tía—. En realidad era muy pequeña y apenas se acuerda de sus padres, la pobre.
—¿Y su marido? ¿No está? —pregunté por cambiar de tema. No tenía cuerpo esa noche para hablar de la peste.
—¿Mi marido? No, y bien que lo va a sentir. Es recaudador de alcabalas y anda de pueblo en pueblo por esos caminos de Dios. Hasta Navidad no creo que recale por aquí.
—Ya. Lástima. Me hubiera gustado saludarlo —volví a mentir.
—Claro. Lo que le estaba diciendo, que a una le toca velar por el bienestar de Isabelita, mírela, es un ángel, ¿verdad?
Isabel me miró por primera vez desde que se había retirado a vigilar la olla, una mirada insinuante y cargada de promesas.
—Desde luego —dije atragantándome.
—Ya nos ha contado que usted siente cierta inclinación hacia ella, no podía ser de otro modo.
Me quedé frío. Llevaba esperando ese comentario desde que Isabel me invitó a cenar, pero aun así no había preparado una respuesta.
—La siente todo el que la conoce —dije con torpeza—. Es una mujer maravillosa.
—Me alegro de que así lo crea, porque en estos tiempos es difícil conjugar el amor con el matrimonio.
La palabra había sido pronunciada. Isabel siguió a lo suyo sin inmutarse. Los ojos de la tía no se apartaron de mi cara.
—No creo que Isabel tenga ningún problema en eso —comenté—, seguro que encuentra un buen marido.
La mujer se sobresaltó, pero consiguió controlarse y dedicarme una mirada desafiante.
—Quiere decir…
—Isabel se merece a alguien con fortuna que garantice su futuro bienestar…
A la tía se le almendraron los ojos. Isabel se había olvidado de la olla y me dedicaba la mirada más dura que nunca me ha dirigido una mujer. Siguieron unos minutos tensos en los que dudé si levantarme y dar por terminada la reunión, pero la vieja se rehizo y me dio una palmadita en el brazo con una sonrisa.
—Ay, don Isidoro, mírenos, mire alrededor, no somos ricos. Considerando que mi sobrina carece de dote, tampoco podemos ser muy exigentes a ese respecto. En cualquier caso, tengo entendido que usted ha sido favorecido últimamente con una suma importante.
—No —dije alarmado—, bueno, sí, pero se trata de un adelanto sobre un encargo…
Sonaba ridículo. La mujer me miró con cara de no me cuentes historias y añadió que, según le había contado la niña, sabía que esperaba mucho más.
—Mire, señora —dije yo intentando agarrar el toro por los cuernos—, esa cantidad es excepcional, y además la mayor parte servirá para financiar el expediente de mi ejecutoria de hidalguía.
—¡Magnífico! —exclamó la vieja contra todo pronóstico—. Bien pensado, así el futuro será más seguro para vosotros.
Aquello me molestó. Estaba claro que allí no valían las indirectas, así que decidí ser muy claro.
—Señora, no sé qué le habrá dicho su sobrina, pero no he venido yo esta noche a pedir ninguna mano ni a hablar de ningún casorio. Me temo que todo esto es un desagradable malentendido.
La mujer se puso rígida en la silla, y con voz firme ordenó a Isabel que abandonara la estancia. La muchacha removió dos veces el guiso con la cuchara de madera, la dejó sobre la olla y desapareció en silencio tras la cortina.
—Mire, caballero —dijo clavando sus ojos en los míos—, lo menos que se puede esperar de un hombre que ha desgraciado a una joven es que se haga cargo de su víctima.
Me quedé mudo. No esperaba un ataque tan directo.
—Se preguntará cómo sé yo eso —continuó la vieja sin dejarme reaccionar—. Pues porque a una madre, que una madre he sido yo para la Isabelita, esas cosas no se le escapan, lo lee en los ojos de su hija. Pero si hasta el olor es distinto, que ahora la niña no huele a dulce sino a hembra, y eso los casamenteros lo notan.
Una ola de calor me subió a la cabeza. En aquel momento sólo deseaba huir.
—Señora —dije yo titubeante—, pensaré en lo que me ha dicho, pero ahora no tengo más remedio que acudir a una reunión muy importante.
Sin decir más ni dar opción a réplica, me puse en pie, me eché al hombro la capa, me encasqueté el sombrero y salí a la calle. Había ido a cenar, y salí en ayunas y con el estómago revuelto.