Chete era un viejo amigo. Me llevaba diez o quince años, pero habíamos crecido en el mismo pueblo de la montaña y la casualidad había hecho que nos volviéramos a encontrar en Madrid. Se portaba conmigo casi como un padre. Una lástima que perteneciéramos a mundos tan diferentes. Yo era hidalgo y él procedía de una familia de labradores, lo que quería decir que mientras yo no tenía dónde caerme muerto, él regentaba un local con el que mantenía con desahogo a su familia y aún le sobraba para dar de comer a crédito a un tipo como yo.
Nada más llegar me fijé en unos soldados que ocupaban una mesa y charlaban tranquilamente, nada parecido a la excitación que reinaba en el local de Torres.
—¡Qué! ¿A la Mamora? —dije sin pensar.
Me ocurre a veces, las palabras brotan de mi boca sin que me dé tiempo a impedirlo.
Me miraron con mal disimulado desprecio. De no ser inteligente les habría retado por dirigirme una mirada tan insultante, y así mientras me midiera con uno el otro podría apuñalarme por la espalda. En vez de morir de forma tan estúpida me retracté.
—Disculpen. Pensé que eran de la compañía de Contreras. Entonces, ¿no piensan ir?
—¿Hay algo que ganar en la Mamora? —preguntó uno al que le caían los bigotes espesos hasta el mentón. Parecían dos matojos de boj con forma de horquilla.
—Defender el puerto —dije yo—, limpiar el mar de piratas. ¿Salvar el honor de la patria? —aventuré al no obtener respuesta.
—Tercianas, cuartanas, mosquitos como golondrinas. No es bueno África —respondió el mismo.
—La soldada es basura —remachó el otro.
Asentí en silencio. El mundo estaba cambiando. Puede que aquellos tipos no manejaran un vocabulario muy fluido, pero tenían los conceptos muy claros. Eran los mejores mercaderes de sus habilidades y no parecían dispuestos a invertir en empresas de hipotético beneficio común a largo plazo.
Chete me miraba socarrón desde la barra. Tenía en la mano una rebanada de pan sobre la que hacía equilibrio un tomate con irisaciones violetas. En la otra balanceaba una perica de una cuarta de acero.
—¿Haciendo amigos? —preguntó mientras cortaba un trozo de tomate.
El jugo del tomate empapó el pan. Pinchó la sal de un platillo con la navaja y la untó en el trozo antes de llevárselo a la boca. Del suelo se elevaba un aroma agrio de vino estropeado con mezcla de madera mojada y viruta de corcho. Sobre la barra había un par de lebrillos con encurtidos, berenjenas y aceitunas, y otro con queso en aceite. A su espalda se amontonaban tumbados los toneles de madera con el contenido escrito con tiza en la tapa. Había vino de Toro, de San Martín de Valdeiglesias, de Alaejos, de la Membrilla, de Málaga, de Yepes.
—Ponme un Pedro Ximénez —dije para ponerlo a prueba.
Chete abrió con naturalidad el grifo del de Málaga y me sirvió un cuartillo.
—Esto no es un Pedro Ximénez —protesté.
—¿Y tú qué sabes?
La pregunta era oportuna, así que me ahorré las protestas.
—Eso es llevar bien un negocio —reconocí.
—Con clientes como tú es fácil. Si te vendara los ojos no distinguirías un vaso de hipocrás de uno de carraspada.
En eso Chete tenía razón, pero es que a mí nunca me han gustado los brebajes invernales preparados a base de vino y especias.
—Me basta distinguir el vino del aguardiente —dije airoso.
—Ya. ¿Comerás algo?
—Por supuesto. Además, hoy traigo con qué pagar.
—¡Aleluya! ¿Piensas ponerte al día?
—Tampoco exageremos. ¿Cuánto te debo?
—¡Ana! —gritó Chete encogiéndose de hombros.
Por la puerta que daba a la cocina asomó una joven de ojos melados con cara de cansancio. Llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo del que escapaban mechones de pelo enmarañado. Agarrado a su saya arrastraba a un pequeñajo de carita redonda y orejas de soplillo.
—¡Saca una olla para nuestro amigo!
—Veinte minutos —contestó ella.
—Mejor —dije yo—. Antes de comer tengo algo que hacer. ¿Puedo pedirte un favor?
—Adelante. No puedo negar nada a tan buen cliente.
—Necesito que me prestes tinta y pluma. Tengo que escribir una carta urgente. He traído papel.
—Claro, hombre. Espera.
Chete se metió en la cocina. Al poco se oyeron pasos en el techo. Ellos vivían en el piso de arriba, así que supuse que sería Chete buscando su recado de escribir. No tardó mucho en reaparecer. Yo ya me había sentado en una mesa bien iluminada, próxima a la ventana que daba a la calle, y había sacado todos los papeles que guardaba en el tubo de lata y las hojas de dentro del libro de Garcilaso.
—¿En qué estás ahora? —me preguntó mi amigo poniendo su pequeño bufete sobre la mesa.
Era una caja de madera taraceada con dos tapas, una redondeada y otra rectangular. Al abrir la segunda quedaba una superficie cubierta con una fina lámina de cordobán. La primera ocultaba un tintero, una hendidura con un par de plumas, un estilete y hasta una salvadera.
Chete es un bodegonero peculiar, raro en su especie, porque no sólo sabe leer y escribir, sino que ama las letras y las cultiva dentro de sus posibilidades. Su última composición, en la que lleva trabajando casi dos años, es un romance extenso inspirado en una noveletta del piamontés Mateo Bandello sobre el desventurado amor de unos jóvenes pertenecientes a dos familias enemistadas de Verona, los Montecchi y los Capuletti. Personalmente no le veo ningún interés a ese tipo de tragedias italianas, pero hay gustos para todo.
—Me han encargado encontrar a un hombre —confesé.
—¿A quién?
—Un escritor. ¿Recuerdas el Quijote?
—Claro. Ahí lo tengo. Aún lo piden para leer en alto algunos episodios.
Seguí la mirada de Chete hacia un anaquel entre dos toneles de vino en el que se veían varios volúmenes muy usados. Es verdad que no faltan estudiantes bajos de fondos dispuestos a leer para entretener a la clientela a cambio de unos vasos, igual que los bululúes que hacen pantomimas y recitan letrillas y romances acompañándose a veces con una zampoña.
—Pues un tal Alonso Fernández de Avellaneda ha escrito la segunda parte.
—Eso es una buena noticia. ¿Lo has leído?
—No, aún no. No sé qué tal será, pero mi jefe está que trina.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido.
—Dice que le han robado. Que él se la jugó editando la primera parte cuando nadie creía en ella, y ahora que tiene un público esperando la segunda, un listo se adelanta y le pisa el negocio.
—¿Pero es que Cervantes tiene ya preparada otra segunda parte?
—La tiene empezada, poco más —dije bajando la voz.
—Ya. ¿Y qué quiere Robles de ti?
—Que encuentre a Avellaneda.
—¿Para qué?
—Qué sé yo. Mejor no saberlo.
Entró un nuevo grupo de soldados, éstos sí excitados por la perspectiva de la acción, y pidieron a gritos de beber. Chete fue a atenderlos, momento en que yo aproveché para escribir la carta a Felipe Roberto. Había pensado presentarme como empleado de la imprenta de Juan de la Cuesta, pero recordé la irónica nota que el tarraconense había adjuntado al ejemplar que le había regalado a Robles. Decidí que lo mejor era que no me relacionara con él de ninguna manera, así que cambié el tono que tenía previsto y escribí como haría un apasionado lector que deseara conocer a un autor al que admira y, lo más importante, le anuncié una cantidad sustanciosa como adelanto de las obras por venir. Ninguno de los autores que yo conocía rechazaría una oferta así. Doblé la carta, la sellé y la guardé entre las páginas de mi Garcilaso justo a tiempo. Ana salió de la cocina con un humeante plato de sopa y una generosa rodaja de pan. Lo dejó todo sobre la mesa y salió corriendo al percatarse de que el pequeñajo no la había seguido. Desmigué el pan en la sopa y empecé a comer con ganas, entretenido con hilachas de la conversación de los soldados. Chete volvió pronto trayéndome un nuevo vaso de vino, esta vez de Yepes, y un gran plato repleto de garbanzos, con un nabo, dos zanahorias, un oscuro trozo de carne y un taco de tocino. Luego me puso a un lado un trozo de queso y una rodaja de melón. Cuando terminé de comer acercó un par de pipas de barro y un tarro con tabaco. Los soldados se habían ido. El local estaba extrañamente tranquilo. Cargamos las pipas y las encendimos poniendo en ello toda nuestra atención. No soy muy aficionado a esa nueva moda de consumir el tabaco en humo, pero estoy empezando a cogerle el gusto. Al fin, entre densas bocanadas, Chete me preguntó si tenía alguna pista.
—Pse. Uno que dice que Cervantes le atacó en su primera parte y que además se proclama defensor de otro que escribe comedias, es familiar de la Inquisición y sacerdote.
—Verde y con asas.
—¿Lo conoces? —pregunté sorprendido.
—Lope de Vega.
—Eso había pensado yo, pero Lope no es sacerdote —dije sacudiendo la cabeza. Mis dientes arañaron la boquilla de la pipa.
—Claro que sí —afirmó él—. Se ordenó en Toledo hace un par de meses.
—¿En serio? ¿Entonces, es a Lope de Vega a quien dice defender Avellaneda?
—Por lo que cuentas… ¿Tienes planes para esta noche?
—No, nada especial. He quedado a cenar con Isabel —respondí. Por pudor no comenté nada de sus tíos, no me apetecía que empezaran las habladurías—. ¿Por qué?
—He oído que hay academia en casa de Jerónima de Burgos. Allí podrías aclarar el asunto.
—¿La Gerarda? No es sitio para mí. Estarán todos los grandes, será imposible colarse.
—También creo que montan otra en el salón de trucos de Cristóbal Sigüenza.
—Eso puede estar bien. ¿Sabes quiénes irán?
—Todos a los que no dejen entrar en casa de Jerónima. Lo malo es que no harán otra cosa que calumniar a los ausentes, pero seguro que alguien sabrá algo.
—¿Piensas ir tú?
—Me gustaría, pero no creo. Depende de cómo se presente la noche. No quiero dejar sola a Ana con tanto soldado borracho rondando la calle. El que no creo que falte es Ximenet.
Me alegré de saberlo. Ximenet es primo lejano mío por parte de madre. Me había ayudado a instalarme en la Corte cuando llegué huérfano y con los papeles de la licencia por toda fortuna. Además es cirujano-barbero. Gracias a él conocí a Robles, al que afeitaba los lunes, miércoles y viernes, y por su mediación obtuve el trabajo en el garito y luego en la imprenta. Tiene su local en un ángulo de la plaza del Ángel, casi enfrente del corral de comedias de la calle de la Cruz. Es sobre todo un gran aficionado al teatro, aunque, al igual que Chete, compra cuantos libros de entretenimiento caen en sus manos y busca a quien los lea para distraer a los clientes de los gritos de los que los preceden en el sillón.
—De todos modos, también puedes preguntarle a Almansa. Decías que era amigo tuyo, ¿no?
Asentí. Andrés de Almansa es una fuente de información de primera, pero de eso a considerarlo amigo… Además, llevaba varios días desaparecido, lo que podía significar dos cosas: que había sido asesinado y yacía semioculto en un ribazo; o que había hecho de maestro de ceremonias en alguna fiesta desbocada de la que aún no se había recuperado, y es que Almansa es un tipo del que todos quieren ser amigos y al que todos desean la más dolorosa de las muertes. Aristócratas, escribanos, sastres, cómicos, todos mantienen con él una relación inestable y tempestuosa cuyo más firme sostén es el miedo, porque si alguien sabe quién es quién, dónde está cada cual y qué desea cada uno en la Corte, ése es Almansa.
Seguimos charlando un poco más. El local quedó vacío. Al rato Chete se disculpó y se fue arriba, supongo que a echarse la siesta. Yo me quedé adormilado sobre la mesa. Llegaban ruidos lejanos de la cocina. Afuera se cocía la tierra. Todo Madrid era una pella de barro metida en un horno. Creo que hasta descabecé un sueño. Por un momento pensé acercarme a casa y dormir en condiciones, pero el cuerpo no me obedeció. Luego me dije que era mejor así, porque a lo peor seguían los albañiles en el tejado con sus golpes, aunque nadie en su sano juicio trabajaría al sol con ese calor. Entretanto, sentí que se me movían las tripas. Últimamente el melón me jugaba malas pasadas, así que me saqué el tahalí, cogí la caña que estaba junto a la puerta y salí al patio aflojándome los valones. Los dos cerdos alzaron la cabeza con curiosidad y las gallinas corrieron a esconderse entre cacareos. Me acuclillé sobre el lecho de paja y enarbolé la caña para mantener a raya a los animales que, pasada la primera sorpresa, empezaron a estrechar el cerco atraídos por el premio.