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Al salir, me sorprendió el toque del Ángelus. «El ángel del señor anunció a María…». Me detuve, me descubrí y esperé a pie firme a que cediera el estruendo de las campanas. Terminó de gemir el bronce y mis tripas tomaron el relevo. Era la hora del almuerzo. Seguí Atocha arriba hasta la plazuela de Antón Martín, donde me llamó la atención el revuelo que había entorno a un tabladillo en la puerta del bodegón de Gaspar Torres, frente al hospital de sifilíticos. De lejos se veía que se trataba de una mesa de enganche. Varios tipos con vestidos chillones y sombreros emplumados jaleaban a los mozos y aldeanos que pasaban por allí invitándolos a firmar, y un escribano flanqueado por dos veteranos anotaba los nombres de los que aceptaban. A su lado, como no, se había instalado también un monje del hospital de San Juan de Dios con su capacha para pedir para los enfermos. Se diría que estos frailes huelen las aglomeraciones y corren a abrir la talega para ver qué cae. Si son soldados los que se reúnen, mejor que mejor, porque todos saben que el mal francés ocasiona más bajas que el turco y Lutero juntos, y en mente de todos está que antes o después sudarán sus pecados en alguno de los hospitales de San Juan. A su espalda, dentro ya del bodegón pero a la vista de todos, estaba sentado el capitán que organizaba la recluta con su alférez y un par de tipos más. Pregunté a uno de aquellos valentones de arco iris, y me dijo que se trataba de don Alonso de Contreras, veterano de Malta y de Sicilia y qué sé yo cuantos sitios más, que levantaba bandera para acudir en auxilio de la Mamora. Aquello era una noticia interesante para mi gacetilla, así que repetí para mis adentros el nombre del capitán para que no se me olvidara: Alonso de Contreras, Alonso de Contreras. Me fijé en su aspecto altivo, su rostro fino y de apariencia delicada. No era un hombre corpulento, al contrario, pero tenía unos ojos rasgados y oscuros que infundían respeto, una mirada de esas que no se aprenden.

En cuanto trazaban su rúbrica junto al nombre inscrito por el escribano, los nuevos reclutas recibían un adelanto de la soldada, echaban una moneda al capacho del monje y entraban en el bodegón a beberse el resto. El estruendo era grandioso.

Decidí echar un trago para observar el revuelo con más detenimiento. Los de la mesa me tendieron la pluma para que firmara, pero yo la rechacé educadamente. Un par de bravucones se acodaron junto a mí en cuanto me acerqué a la barra. Eran veteranos, hombres de confianza del capitán, de los que se aseguraban de que los novatos bebieran en abundancia antes de llevárselos a sus cuarteles. De ese modo no oponían resistencia ni podían arrepentirse de la tontería que acababan de hacer.

—¿Es que no piensa firmar?

—Ya me gustaría —mentí—, pero debo partir hacia Nápoles en dos días. Asunto oficial.

No dije una palabra más. Dejé que pensaran lo que quisieran. Me miraron con recelo, pero el tubo de plomo que colgaba de mi tahalí pareció convencerlos. Me relajé un poco, aunque no bajé la guardia, sé bien de qué son capaces los reclutadores cuando faltan voluntarios para llenar las listas de enganche. Pedí un azumbre de vino, lo repartí en tres jarras y ofrecí una a cada uno de los bravos.

—Por la victoria —dije alzando la mía.

—¡Por la victoria! —respondieron ellos a su vez.

Juntos empinamos el codo. Fui el último en bajarlo, un gesto de buen tono entre soldados. Sorbí los restos de vino extraviado entre los pelos del bigote y, señalando al capitán, comenté a mis acompañantes:

—Es la primera vez que veo levantar una compañía en Madrid.

—Don Alonso cuenta con el permiso del rey —respondió alerta el jaque.

—No digo que no. ¿Hace mucho que sirven a las órdenes del capitán Contreras?

—Mucho —respondieron ambos asintiendo pesadamente con la cabeza.

—¿Es un buen capitán? —pregunté.

—El mejor —respondió rápidamente el de mi derecha.

—¿Es que no ha oído hablar de él? —preguntó el otro mirándome con recelo.

—He estado fuera demasiado tiempo —me disculpé.

El soldado me miró comprensivo.

—Lo hemos seguido por muchos frentes, sí. ¿Sabe?, cobró su primer muerto siendo niño. Un compañerito se metió con él en clase y él lo esperó a la puerta y lo despachó con el cuchillejo de afilar las plumas. Dicen que el crío tenía tantos agujeros que se vació entero en la arena antes de que el maestro pudiera oírlo en confesión.

—Pero donde obtuvo más fama fue en la marina de Malta. Se conoce esos mares al dedillo.

—Lo van a hacer caballero de la Orden de Malta. Es cosa hecha.

—Entonces sabe bien dónde se mete acudiendo al rescate de la Mamora —comenté.

—¡Y tanto que lo sabe!

Me hizo gracia ver la admiración sin fisuras que demostraban aquel par de pasmarotes hacia su jefe, claro que aún estaban haciendo la recluta y todo quedaba en charla de bodegón. Habría que verlos en faena. En todas las compañías hay elementos que alaban a su capitán con la misma devoción con que piden su cabeza si se retrasaba un día la soldada. Una razón más para dejar el ejército. Arrojé unas monedas sobre el mostrador, me despedí de los camaradas con manotazos de bravo y seguí mi camino hacia el bodegón de Chete en la plaza de Matute. Allí podría escribir mis cartas sin que nadie me molestara.