Me gusta el olor del papel y de la tinta, ácido y dulce, el aroma que expele un libro nuevo al hojearlo. Por eso no deja de asombrarme que proceda de una cueva como son la mayoría de las imprentas. La de Cuesta no es una excepción. Está situada en un sótano próximo a la calle de Atocha, al que se accede por una puerta digna de un gobernador otomano. Me refiero a lo que hay que agachar la cabeza al franquearla. No tiene ningún otro vano, ni ventana, nada. En tres habitaciones se distribuyen dos prensas y cuatro bancos de cajistas en torno a los que se mueven una veintena de hombres envueltos en mandiles cuajados de lamparones negros. En el mismo centro, encaramado a su banco, encuadrado por los densos hilos de humo negro que asciende desde los candiles cebados con sebo, Salazar controla los movimientos de todos ellos.
A pesar de que su nombre había desplazado al de su dueño original, la imprenta no era propiedad de Cuesta. El negocio pertenecía a María Rodríguez de Rivalde, viuda de Pedro Madrigal, mujer obesa e hipocondríaca y madre de una niña apocada y melancólica. Juan de la Cuesta era su yerno. El hombre había cumplido como gerente y componedor durante ocho años, periodo en el que habían impreso un montón de obras, entre las que estaba El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Pero sus dedos eran tan ágiles entre los cajetines de los tipos de la imprenta como torpes con los naipes. Perdió, jugó de fiado, se entrampó más de lo que podía responder y al final tuvo que hacerse humo para no aparecer una mañana degollado junto a la tapia de los Recoletos. Desde entonces, Salazar se había convertido en la cabeza visible del taller.
El nuevo gerente, o testaferro del anterior, de eso no estoy seguro, es pequeño de talla, delgado, de ojos saltones y orejas diminutas. Tiene el bocio muy abultado, de forma que parece apoyar en él la barbilla cuando trabaja, y respira con dificultad. Si se le escucha en silencio, da la sensación de tener un flautín en la nariz. Nacido en Segovia, fue el propio Cuesta el que lo trajo a Madrid con puesto de maestro, y él le está muy agradecido.
Yo solía pasar las tardes corrigiendo pruebas en aquel ambiente cargado. Éramos tres. Ocupábamos un atril macizo con forma de pirámide truncada que tiene un banco circular corrido a sus pies. En la cara libre del mueble íbamos dejando los pliegos ya revisados para que los retiraran los componedores. Ésa era una parte del trabajo que hacían sin mucho entusiasmo, y no era raro ver editados libros con los mismos errores que en las galeradas. Cuando esto ocurría, el culpable se encargaba de hacer desaparecer las pruebas y de echarnos la culpa a nosotros. Como es lógico, cajistas y correctores nos teníamos un odio a veces no tan larvado como sería de desear, pero he observado que lo mismo pasa en todas partes. Las personas que trabajan juntas tienden a amargarse mutuamente la vida todo lo que pueden.
Aquella mañana, después de dejar la casa de Cervantes, me di un paseo hasta la imprenta con dos ideas en la cabeza: cobrar y recuperar el volumen de Garcilaso que había dejado olvidado. Que Salazar pudiera ayudarme en mis pesquisas era algo que no se me había ocurrido hasta el mismo momento de hablar con él.
—¿Ha hablado ya con Robles?
Salazar me miró, cabeceó ligeramente de arriba abajo y siguió a lo suyo. Ante él, sobre un atril de madera había un manuscrito. Sus dedos se movían por los cajetines de tipos sin apartar la vista ni un momento del texto. Junto a una de las máquinas, tres hombres se afanaban en cuadrar una plancha con ligeros golpecitos de sus mazos de madera.
—No voy a poder venir en unos días —dije haciendo una señal con la barbilla hacia el montón de pliegos de las galeradas que tenía que revisar—. Debo encontrar a un tal Alonso Fernández de Avellaneda. ¿Lo conoce? —pregunté más por cortesía que por otra cosa.
—No.
—¿Y a Felipe Roberto?
—¿Quién?
—Felipe Roberto.
—¿Debería? —preguntó, y antes de que yo pudiera responder, gritó—: ¡Jacinto! Ve a donde la Ignacia y tráete un rollo de tarlatana.
—Es editor —aclaré—. De Tarragona.
Salazar alzó los hombros de forma casi imperceptible. Había que estar atento para darse cuenta, pero yo ya me conocía el gesto.
—Estaré de vuelta en unos días. Me guardará el puesto, ¿verdad?
—Psi.
—Tal vez si usted escribiera una carta a Felipe Roberto preguntándole por el tal Avellaneda… —aventuré.
—Te he dicho que no lo conozco —respondió molesto.
—Ya. Pero entre colegas, tampoco sería tan raro.
—No tengo nada que ver con eso.
—Podría escribirla yo de su parte —propuse.
—No quiero saber nada de tus líos ni de los de Robles. Bastantes problemas tengo ya.
—¿Y mi dinero?
Por primera vez Salazar levantó la vista de la hoja del atril.
—Aún no he revisado las correcciones. Pásate por aquí dentro de un par de días.
Asentí con desgana. Soy de la opinión de que las deudas hay que cobrarlas cuanto antes porque la memoria de un deudor es más frágil que el cristal pero, en fin, allí no había nada que hacer. Fui hasta mi banco. De entre unos papeles rescaté el libro de Garcilaso; «seréis vos sólo eterno y sin segundo, y por vos inmortal quien tanto os ama». Disimuladamente, deslicé en su interior un par de hojas nuevas de papel y me lo guardé en el jubón.