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—Cuando termine me avisa y me devuelve el libro en propia mano —dijo extendiendo claramente la derecha para que no hubiese dudas—. Mire, que me busca un disgusto.

La tranquilicé. Reiteré mi eterno agradecimiento por el favor que me hacía y me instalé cómodamente en el escritorio. A pesar de haber intentado expresarme con la mayor franqueza, doña Catalina no se quedó del todo tranquila. Debo decir en mi contra que no cuento con una mirada límpida ni con una sonrisa embaucadora, así que no puedo decir con exactitud qué pensó de mí, pero le orientará saber que la vieja criada estuvo barriendo el trozo de pasillo frente a la puerta todo el tiempo que yo permanecí en la casa.

En el estudio no había mucha luz. En un cubilete sobre la mesa se hacinaban las plumas como un ramillete irregular de flores silvestres; plumas grandes, blancas, pardas y grises, y un par de ellas irisadas de cola de faisán. A su lado, en una bandeja, había dos tinteros de cristal con embocadura y tapa de plata y una salvadera llena de arenilla secante. La silla tenía cuarteado el cuero del respaldo, el cojín algo gastado y uno de los brazos, el izquierdo, estaba desencolado, pero resultaba muy cómoda.

Apoyé los codos sobre la mesa y observé el librito. Se trata de un volumen modesto en octavo de unas doscientas ochenta y tantas páginas. Tal vez lo conozca. En la portada aparece dibujado un caballero blandiendo una lanza como si se dispusiera a justar con ella. Recuerdo que pensé que de eso se trataba al fin y al cabo, de un reto, de un juego.

Empecé a leer el prólogo y no pude reprimir una sonrisa. Por si no lo ha leído, le diré que el tal Avellaneda se despacha a gusto con don Miguel. Califica su Quijote de obra ofensiva ya desde las primeras líneas, y se duele de que el autor le haya atacado a él y a quien tan justamente celebran hasta las naciones extranjeras por haber hecho tantas y tan estupendas comedias «con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar» y que además hace poco que se ha metido a cura. Acusa también a Cervantes de manco, como si ése hubiera sido su gusto, y de falto de amigos, y se alegra de la ganancia que espera quitarle de su segunda parte. Además, le echa en cara lo poco humilde que dice que se muestra en el reciente prólogo de sus Novelas ejemplares.

Aquello no aclaraba mucho. Alonso Fernández de Avellaneda se había sentido atacado por el Quijote, o en el Quijote, y decía actuar como paladín de alguien al que Cervantes había maltratado, alguien que escribía mucho y buen teatro y era además familiar de la Inquisición y cura. No podía haber muchas personas que reunieran tantos atributos. El primero en que pensé fue Lope de Vega, era inevitable hablando de teatro, pero no era sacerdote. Luego se me ocurrieron más nombres, Remón, Argensola, pero ninguno recordaba yo que reuniera todos los requisitos.

La alusión a las Novelas ejemplares tampoco estaba nada clara. Confieso que no había leído el prólogo, y ya puestos a ser sinceros diré que tampoco las Novelas. Bueno, al menos no todas, aunque sí Rinconete, el Coloquio y el Vidriera. Pero de la primera casi ni me acordaba, la había leído hacía años en una copia manuscrita que me dejó el propio Cervantes en una de las ocasiones en que tuve que esperar mientras él acababa de corregir algunas pruebas de imprenta.

Estando donde estaba, supuse que no sería difícil dar con un ejemplar de las Novelas, así que lo busqué por la estantería. Daba gusto ojear aquellos anaqueles. Allí se amontonaban novelas de caballerías como el Palmerín de Oliva, el Palmerín de Inglaterra, el Amadís de Gaula, la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco, el Orlando furioso de Ariosto y El Orlando Innamorato de Boiardo, pero también había obras de Dante, de Petrarca, de Ravisio Textor, de Levinio Lemnio, de Ovidio, de Fernando de Rojas, de Mateo Bandello, de Gribaldi, de Lope de Vega, de Ariosto, de Enrique de Villena, de Mateo Alemán, de Mateo Boyardo, la Philosophía antigua poética de Alonso López Pinciano, La Diana de Jorge de Montemayor, los Diez libros de fortuna de amor de Antonio de Lofrasso, El pastor de Fílida de Luis Gálvez de Montalvo, La Araucana de Alonso de Ercilla, La Austríada de Juan Rufo, El Monserrato de Cristóbal de Virués, Las lágrimas de Angélica de Luis Barahona de Soto, Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, qué sé yo, había de todo, más de trescientos volúmenes, no siete como guardaba yo en mi rinconera, hasta vi un Libro de Horas de Nuestra Señora y un ejemplar de las obras de Garcilaso de la Vega anotado por Fernando de Herrera igual al mío, lo que me hizo recordar que había dejado mi ejemplar en la imprenta el día anterior y que tenía que acordarme de recogerlo. Como era de esperar, en un estante se amontonaban las obras propias; un volumen de La Galatea, media docena de Quijotes y un par de las Novelas ejemplares. Cogí uno de éstos y leí ávidamente el prólogo. No tardé en encontrar a lo que supuse que se refería Avellaneda con eso de la falta de modestia, porque don Miguel asegura que él es el primero que ha novelado en lengua castellana. No sé si eso será cierto o no. Si no recuerdo mal me parece que hay novelas anteriores a las suyas, no es ése un tema que me interese, pero comprendo que a alguien le haya podido molestar.

Estaba entretenido en esta lectura cuando me interrumpió doña Catalina para preguntarme si ya había terminado. Su marido acababa de levantarse otra vez a orinar, y aunque le había convencido de que se volviera a acostar, estaba el hombre inquieto. Insinué que, ya que estaba despierto, tal vez fuera posible tener con él un breve cambio de impresiones, pero a ella le seguía pareciendo inconveniente. Sentí cierta envidia de Cervantes. Debe de ser agradable que alguien te vele así cuando estás enfermo. La mujer me pidió que le devolviera el libro y me aconsejó volver otro día. Le rogué que me diera cinco minutos más para anotar los datos de que disponía, y me volvió a dejar solo con la condición de que no apurara el plazo. Empecé a buscar un papel, pero no había ninguno a la vista, así que abrí la gaveta de la mesa y me encontré dos cartapacios cerrados. Los saqué, y al hacerlo descubrí debajo un taco de hojas en blanco. Aunque sé que no debí hacerlo, la curiosidad me pudo y abrí los cartapacios. En el primero había un montón de obras de teatro cosidas: El gallardo español, La casa de los celos, La gran sultana, El rufián dichoso, y entremeses como el de El vizcaíno fingido, o El retablo de las maravillas. Lo cerré y eché un vistazo al otro. Lo encabezaba una hoja con un título en letras grandes que rezaba: Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Sobre él, estaba tachada la palabra «hidalgo» y sobrescrita la palabra «caballero». Miré a la puerta de soslayo. Ni un ruido. Pasé la primera página y me encontré con otro título: «De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad». No seguí leyendo. Hojeé el resto rápidamente, con miedo de que el solo ruido de las hojas atrajera a mis guardianas. Aquél debía de ser el manuscrito de la segunda parte del Quijote que el de Avellaneda había venido a desplazar. Y parecía muy atrasado. A ojo calculé que no habría más de doscientas hojas llenas de tachaduras y enmiendas.

Cerré el cartapacio con aprensión. Saqué una hoja en blanco y luego lo coloqué en la gaveta como el que entrega un féretro a la tierra. Me invadió una cierta sensación de duelo. Aquel manuscrito no pasaba de borrador, y don Miguel no contaba ni con salud ni con voluntad suficiente para acabarlo. Una lástima. De todas formas me pareció curioso el que Avellaneda hubiera aludido a él en su prólogo jactándose de la ganancia que le iba a robar, como si supiera que esta segunda parte estaba ya en marcha. Pensé que no era probable que mucha gente conociera la existencia de ese manuscrito, aunque lo anunciara en el prólogo de las Novelas ejemplares. No sabía qué pensar. Tal vez ésa fuera una buena pista.

Releí de nuevo el prólogo para comprobar que no se me olvidaba nada y luego apunté los nombres de Felipe Roberto, el editor, Rafael Orthoneda, que es el doctor en teología que otorgó la licencia de impresión, y el doctor Francisco de Torme, canónigo de Tarragona, que la confirma en nombre del Ilustrísimo y Reverendísimo señor don Juan de Moneada, arzobispo de Tarragona y del Consejo de su Majestad.

En realidad, el único que seguro que conocía a Avellaneda era Felipe Roberto, con quien tendría que haber negociado para llegar a un acuerdo sobre los derechos de edición. Los demás no pasaban de jugar un papel meramente burocrático, y el conocer a los autores no formaba parte de sus atribuciones. De todas formas no estaba dispuesto a irme hasta Tarragona, con lo inseguros que están los caminos, y más por Cataluña, donde ya se sabe que si porque dicen que simpatizas con los Nyerros o porque eres amigo de los Cadells, es fácil acabar sirviendo de badajo a un roble.

Saqué del tubo de lata el papelito con la dirección de Felipe Roberto, doblé la hoja con el resto de los datos, metí el uno dentro de la otra y los volví a guardar.

Con casi diez minutos de retraso salí de la habitación con el brazo tendido y el libro por delante. La vieja criada dejó de barrer y se me quedó mirando con gesto de desconfianza. Al momento apareció la señora. Me deshice en agradecimientos, le rogué que informara a don Miguel de mi visita, recogí mis cosas al paso por el recibidor y me largué, no sin antes anunciar que volvería.