Era una hora más que razonable cuando llamé a la casa de Cervantes. Un poco temprano, quizá, pero no para alguien habituado a trabajar. Sin embargo, temí ser inoportuno porque tardaron mucho en abrir y, cuando al fin lo hicieron, me recibieron entre susurros.
—¿Qué desea? —me preguntó la criada de don Miguel.
Yo la conocía de antes, era una mujer mayor con la espalda cargada, que olía a meado de gato y que llevaba el moño más tirante del barrio de las comedias. Seguro que le tenía que doler.
—Me envía Robles, el librero, para hablar con el maestro —dije en tono discreto.
—Imposible —dijo contundente. Luego me miró despacio, recordó haberme visto más veces por allí y añadió—: Si tiene algo que entregar puede dármelo a mí.
—Es muy importante. Debo hablar con él personalmente —insistí.
—Le digo que no puede ser.
—¿Le importaría avisarle? Estoy seguro de que don Miguel querrá recibirme. Es más, apuesto a que se alegrará cuando sepa cuál es mi cometido.
La vieja rezongó de forma ininteligible. Pensé que me daría con la puerta en las narices, pero me dejó entrar en el zaguán y me dijo que esperara. El suelo era de cantos y estaba fresco y recién baldeado. Al fondo se vislumbraba un pequeño patio con un casetón de muros agujereados. Un par de palomas se arrullaban en uno de sus huecos. El tiempo transcurría despacio. Me esforcé inútilmente en escuchar voces del interior, temeroso de que se hubieran olvidado de mí.
—Haga usted el favor —oí decir a la mujer desde el primer rellano de la escalera. Inmediatamente me reuní con ella y la seguí hasta un recibidor desnudo en el que sólo había una banca de madera. La vieja señaló el mueble y desapareció. Me desembaracé de la capa y el sombrero y me desaté el tahalí con las armas para sentarme. No tuve que esperar demasiado. Apenas había empezado a contar los rayones del muro cuando se presentó la mujer de don Miguel, doña Catalina de Salazar. Me puse en pie rápidamente.
—Discúlpeme, pero es que estoy un poco preocupada —dijo con energía.
Doña Catalina es bastante más joven que don Miguel, yo creo que ni siquiera llega a los cincuenta. Es corta de talle aunque robusta, de manos gordezuelas y papada tersa y vibrante. Sus ojos son oscuros y muy vivos.
—Siento molestar. Sólo he venido a hacer una visita rápida a don Miguel.
—Lo de ver a mi marido… Me temo que no va a ser posible —dijo doña Catalina con la espalda rígida.
—¿Puedo preguntar por qué? ¿Le ocurre algo?
—Mi marido está un poco indispuesto.
—¿Está enfermo?
—¡Qué sé yo! —dijo la mujer dando una palmada y dejando las manos entrelazadas—. Lleva unos días… Hoy ha pasado mala noche. Se ha levantado lo menos diez o doce veces a orinar, eso que yo le haya sentido, y en una me ha llamado porque le ha entrado un mareo que por poco se cae. Y yo le digo: si quieres dejar de orinar, deja de beber, porque no hace otra cosa, tiene una sed tremenda, dice que le arde la boca, pero cosa rara, todo dulce, parece un crío, sed de agua con azúcar, y aloja, así que está el pobre arrastradito, da pena verlo, comprenderá que ahora que por fin está descansando no lo voy a molestar.
—Cuánto lo siento. Pero eso es nuevo, ¿no?
—Quia. Él no se queja, pero lleva así por lo menos quince días.
—¿Tanto?
—Ea, desde lo del raigón. Él dice que no, y que no valga lo que yo digo, pero para mí que todo viene desde que le sacaron el raigón ese que le hinchó la cara. Porque mire, desde entonces no levanta cabeza, el pobre. Pero dígame, ¿qué es lo que desea? Si es algún recado de la imprenta puede dármelo a mí.
—No, no. Tengo que hablar con él —dudé si callar el motivo de mi visita, pero estaba claro que sin una razón poderosísima no lograría franquear esa barrera—. Verá, no sé si usted sabe que han editado una segunda parte de su Quijote.
—¡Que si lo sé! ¡Vamos! Esa es otra. No hay quien se lo quite de la cabeza. Desde que Robles le mandó ese condenado librito encima es que no hay quien razone con él. Vivimos todos en un ay.
—Pues por eso debo verlo. Robles me ha encomendado encontrar al autor.
—¿Para qué?
Me encogí de hombros. Doña Catalina pareció dudar, por un momento creí que iba a ablandarse, pero no.
—Pues no va a poder ser. A lo mejor se enfada conmigo, pero yo no lo despierto. Si se enfada ya veremos, pero yo no lo despierto, no, no, no.
—Tal vez podría adelantar algo en mi búsqueda si usted me entregara el libro.
—¿El Quijotillo? ¡Ja! Pues no me faltaba más que eso. Usted quiere buscarme a mí una desgracia.
—Pero si don Miguel está durmiendo.
—Sí, pero duerme agarrado al maldito libro, entiéndame, es una forma de hablar, pero en cuanto abre los ojos se pone a leerlo y releerlo. Yo creo que ya se lo debe saber de memoria.
—No le ha gustado, ¿verdad? —pregunté bajando la voz.
—Mucho peor —respondió ella imitándome—. Está descompuesto. Indignado. Si le hurgaran con una daga en las entrañas no le dolería tanto como el que hayan violado a sus criaturas. Así llama él a sus invenciones. Dios nos ayude.
—¿No podría dejarme echarle un vistazo al menos? Siquiera para ver a quién está dedicado, y esas cosas.
—¿Aquí mismo?
—Claro.
Me miró con recelo. Suspiró un par de veces y jugó unos segundos con el anillo de su mano derecha.
—Espere —dijo al fin.
La mujer desapareció. Esta vez no me senté e hice bien, porque volvió casi en el acto con un libro en la mano. Me lo tendió sin poder evitar miradas recelosas por encima del hombro. Yo miré indeciso alrededor.
—¿Podría sentarme en algún sitio donde pudiera tomar notas? —pregunté temiendo excederme en mis demandas.
Ella asintió. Me hizo gesto de que la siguiera y obedecí. En el banco quedaron abandonados la capa, el sombrero y el tahalí. Unos pasos más allá empujó una puerta y me invitó a entrar. En la habitación había una mesa de castaño, una silla frailera y una estantería que ocupaba toda una pared. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra en tonos tierra y motivos vegetales y geométricos. Ella entró detrás de mí. Sin decir palabra corrió la cortina de una pequeña ventana y el cuarto se llenó de claridad. Aquél debía de ser el estudio de don Miguel.