De día el barrio era distinto. Ya a esas horas el mercado bullía de actividad. Los aguadores llegaban a pares arreando a sus asnos para rellenar los cubos con que los tratantes mataban el polvo aún incipiente. Los esportilleros acosaban a los clientes madrugadores para que les permitieran llevarles la compra. Los restos del día anterior se extendían pisoteados como una pulpa en descomposición. Olía a sangre, a pescado, a tomate. Un grupo de mujeres metía los brazos entre los hierros de la red para hacerse con el pan del día. Los gritos se fundían en un barullo incomprensible. Verduras, sardinas saladas, menudo, aloja, especias, dulces, todo se voceaba. Dos novicios empujaban el púlpito ambulante de San Luis para ponerlo en el centro del ensanche frente a la mancebía de Lucas. Tocaba sermón, admonición y reconvención. El bodegón de Lazcano parecía una tortuga dormida. Su dueño descansaba en un jergón bajo la barra, hasta medio día no levantaría los postigos. Acurrucados contra uno de sus tablazones, tres viejos libertos negros revisaban la comida rescatada del suelo. Conocía a uno de ellos, Isaías, que durante casi veinte años había sido esclavo precisamente de Francisco de Robles, mi jefe, el cual, siguiendo la tradición de las grandes casas, le otorgó la libertad cuando ya no podía rendir más. No es raro ver esclavos liberados como éstos, viejos y enfermos, abandonados a su suerte cuando dejan de producir y se convierten en una carga para sus amos. En eso dicen que el conde de Villamediana es un ejemplo de generosidad; quiere tanto a sus caballos que nunca ha abandonado a ninguno, y a los que se hacen viejos los deja morir tranquilamente en sus dehesas.
Tiré Montera abajo hasta la Puerta del Sol. En la esquina aguardaban los mendigos de siempre, los que ahí siguen todavía, supongo, si no los ha matado un rayo. Hay uno sin piernas que anda con dos tacos de madera en las manos y el tronco enfundado en una especie de delantal de cuero, y otro con un lobanillo enorme en la sien derecha que está medio loco y te insulta y te acusa de soberbio y judío si no le das una moneda. Ambos son veteranos de Flandes, o dicen serlo, y si tullidos dan miedo, no los quiero imaginar enteros y sueltos por una de esas ciudades del norte. Siempre que me los cruzo me alegro de no ser hugonote. Pasé a su lado con prisa y crucé la plaza para subir por Carretas, pero antes de lograrlo me atajó otro mendigo alemán con la consabida cantinela.
—Amico, amico, spagnolo e tedeschi tutto uno, misma cosa, buon compaño.
—Vamos quita —le dije soltándome de un manotazo—, vete con tus hermanos a cantar algo a la Puerta del Buen Suceso —añadí señalando el templo en el otro extremo de la plaza.
Apreté el paso. Al llegar a la plazuela del Ángel me metí por la calle de Huertas hasta la casa de don Miguel. A esas horas ambas calles estaban medio vacías, parecían de otra ciudad, de una ciudad muerta, pero no se engañe. Ese barrio hay que andarlo al atardecer y por la noche, cuando los bodegones abren sus puertas, se despiertan los cómicos y las putas levantan sus persianas y entornan los balcones.