9

—Buenos días, don Isidoro. Mucho madrugamos hoy —me saludó Venancia maliciosa.

La mujer barría el zaguán con una escoba de mimbres para desincrustar la gallinaza de la piedra. Llevaba un paño en la cabeza, las mangas recogidas por encima de los codos y un mandilón de faena con bolsillos enormes de los que asomaban un trozo de cuerda y una rama de laurel.

—Buenos días —contesté yo complaciente—. Venancia, hágame el favor de lavar esta ropa, y piense lo que le debo que hoy es día de cobro.

—Da gusto verlo contento —dijo ella cogiendo el hatillo. Sin cambiar la expresión socarrona, se lo echó bajo la axila, apoyó el codo sobre la tripa y se puso la mano en la mejilla. Los pelos de sus patillas asomaron crespos entre los dedos gordezuelos—. ¿Y qué? ¿Cómo hemos pasado la noche?

Por la escalera subieron voces procedentes del sótano, pasos, y al momento apareció Santiago con su hija mayor. La pequeña tenía siete u ocho años y andaba pegada a su padre con la barbilla hundida en el pecho y el brazo derecho extendido. Iba recién peinada con una cola de caballo y su padre la guiaba cogiéndola del cogote.

—Buenos días —dijo Santiago en cuanto nos vio.

—Buenos días —contestamos nosotros al unísono.

—Hoy vamos a conocer a un hombre muy importante —dijo el cerero más para la niña que para nosotros—. Del gremio de los «ciegos oracioneros», un señor muy bueno que va a acoger a Mariquilla bajo su protección. A partir de hoy irá con él todos los días para que le enseñe el oficio, ya verás como lo vas a querer mucho —añadió para la niña al tiempo que nos guiñaba un ojo a nosotros.

La pequeña sonrió con orgullo y enseñó el hueco de sus cuatro dientes de leche. Uno de los paletos definitivos blanqueaba bajo la encía y amenazaba con empezar a romperla.

—Pues claro que sí, qué suerte —dije yo, colaborador, acariciándole la mejilla.

La niña se estremeció como un gato al contacto de mi mano.

Aquélla era la mejor solución para la pequeña. Hacía poco que los ciegos se habían organizado en gremio, e incluso habían conseguido un privilegio real para vender gacetas, romances, relaciones y otros sueltos. También los contrataban para rezar, de ahí su nombre de «ciegos oracioneros», y su participación estaba muy bien vista en bodas, entierros y funerales. La estructura del gremio era similar a la de cualquier otro, con la salvedad de que para ingresar el único requisito era ser ciego.

—Venga, don Isidoro, dígale alguna cosa de gacetilla a la niña, para que vean que está bien informada.

—Algo de gaceta… ¿eh? Cuéntales que la Mamora está sitiada.

—¡Válgame Dios! —exclamó Venancia.

—… y que Spínola ha entrado en Juliers. Hay tambores de guerra en Flandes.

—¿Y del turco? ¿Qué se sabe del turco? —preguntó la niña con gracia.

—Rumores —dije yo muy serio—, nada seguro.

—Ya sabes, guapina —dijo su padre dándole unas palmaditas en la coronilla—. A ver qué tal lo haces.

La niña no dijo nada. Se abrazó a la pierna de su padre y esperó inmóvil hasta que éste reemprendió la marcha. Entonces se agarró con fuerza a sus calzas con la mano izquierda y extendió la derecha. Yo aproveché la ocasión, me excusé con Venancia prometiéndole un rato de charla por la noche y me fui con ellos. Doblamos juntos la esquina, pero antes de salir a la plaza palmeé la espalda de Santiago, acaricié a la pequeña su manita extendida y aceleré el paso.