No tengo ni idea de qué hora sería, cerca de las dos, más o menos, antes de mi hora habitual de recogida, en cualquier caso, porque Lazcano no parecía aún dispuesto a cerrar y lo normal era que lo pillara bajando los postigos. Tal vez por eso aquélla fue la primera vez que me encontré a Rosita apostada al doblar la esquina de mi calle. Rosita era mi vecina de la puerta de al lado. Vivía con sus hermanos, o eso creía yo; ellos andarían sobre la veintena y a ella yo le echaba doce o trece años. Imagino que se sorprendió de verme tanto como yo, aunque pasada la primera impresión procuró actuar con naturalidad.
—¿Quiere que lo acompañe? Puedo hacerle lo que desee.
—Pero Rosita…
—Quiere que lo acompañe sí o no.
Había resolución y desfachatez en su mirada, como si supiera que en ese juego podía más que yo, y sin poder evitarlo me vi calibrándola como mujer. Puedo asegurar que no estaba mal a pesar de sus carencias. Los miembros parecían demasiado largos respecto al tronco, el pecho incipiente —aunque eso no era un problema dado que la última moda en la corte era vendárselo— casi totalmente al descubierto bajo la basquiña desatada, los labios rojos, demasiado rojos, y el rostro blanqueado con solimán. Personalmente las prefiero más formadas y con menos mejunje en la cara, pero reconozco que estaba graciosa la chiquilla.
—Si es esto a lo que te quieres dedicar, ¿por qué no vas a un burdel? Aquí te puede pasar cualquier cosa.
—No, si no es cuestión de gusto —respondió ella con un mohín—. Es que no tengo la edad. Hasta que no cumpla doce el juez no me autoriza a ejercer, y para entonces ya seré muy vieja.
¿Muy vieja?, me dije. ¿Qué pensará de mí esta muchacha? Muy vieja con doce años…
—¿Pero cuántos años tienes?
—Once.
—¿Lo saben tus hermanos?
—No son mis hermanos.
—Vaya, ésta es una noche de sorpresas. Pero vives con ellos.
—Sí. ¿Quiere que le acompañe o no?
—Es que a mí me gustan más viejas —me disculpé.
—Entonces déme un trago y lárguese —dijo ella echando mano a la botella de aguardiente.
No tuve fuerzas para negarme.
—Venga, déjeme y no se vaya del pico —me dijo agitando el índice ante mi cara.
Eché a andar hacia mi casa confundido por la mezcla de respeto y desfachatez con la que acababa de ser tratado.
«Si no quieres que te descubran, mejor cámbiate de calle», acerté a decir, aunque en realidad no tenía ni idea de con quién me pedía que fuera discreto, si con sus compañeros de habitación, quienes evidentemente debían estar al tanto de todo, o con el resto de los vecinos.
Como ya he dicho, vivo en el piso alto de un edificio antiguo, antiguo no por construido hace mucho tiempo, sino por afecto a la Regalía de Aposentos. Es ésta una ley nacida como consecuencia de la enorme carencia de habitaciones aptas para albergar la avalancha de nuevos habitantes que trajo consigo el traslado de la Corte. En ella se obliga a todo propietario de casas de más de una planta a poner la susodicha a disposición de los aposentadores reales o, en su defecto, a pagar a la Corona una cantidad anual en concepto de indemnización. Ahora ya sabe por qué en Madrid sólo los curas construyen en altura. La Iglesia está exenta de todo. Mi casero, el señor Cañamares, viejo vecino de la villa, tampoco se adaptó mal. Construyó una casa nueva en las afueras, por Santa Bárbara, cerca de los pozos de la nieve, un edificio grande pero de una sola planta, exento de impuestos, y compartimentó en pequeños habitáculos su vieja casa de la calle de la Flor.
Cuando llegué, la escalera estaba silenciosa. En la planta baja, la única con sólo una vivienda, vive la señora Venancia con Pitu, su marido, y un hijo de tres partos. Pitu es gallinejero y tiene puesto en el mercado de San Luis, aunque es su mujer la que se ocupa de todo, del negocio y de la familia. En realidad, la influencia de Venancia va más allá de su propia familia. Ella es el factótum del casero, la encargada de cobrar las rentas, tarea por la que se lleva una comisión y el uso exclusivo del patio trasero de la casa que tienen dividido en jaulones. Yo es lo que peor llevaba, o llevo, mejor dicho (aún no debo hablar en pasado ya que todavía sigo aquí y no me acabo de creer que de verdad vaya a dejar este agujero). Aunque mis ventanas dan a la calle, al amanecer esto es un auténtico guirigay.
En el sótano vivía Santiago, el cerero, con su mujer Casilda y dos pequeños que la mala suerte había hecho que nacieran ciegos. Casilda estaba de nuevo embarazada, a punto de parir ya, en realidad, y se movía recelosa y taciturna, a lo que yo pienso, temiendo lo peor del nuevo parto. Santiago, sin embargo, figuraba la alegría personificada, el buen humor, la ilusión por la vida. Tenía dos hijos ciegos pero la desgracia no lograba herirlo. Nada lo amedrentaba, tiraba para adelante con una vitalidad, una resignación y unas ganas de aprovechar el tiempo envidiables. El segundo piso lo ocupábamos Rosita y sus hermanos, o amigos, o queridos, o vaya usted a saber, otros que se han ido para siempre y que Dios me perdone, y un servidor, corrector, garitero y gacetillero. Ya se sabe, las letras siempre por encima de otros oficios más prosaicos, y siempre lejos de cualquier actividad manual que ponga bajo sospecha mi inquebrantable declaración de hidalguía. Como decía, la escalera estaba silenciosa. Todo el mundo parecía dormir en paz o no estar en casa, que de todo había. Cuando cerré mi puerta sentí un gran alivio. Colgué de la percha el manteo, el sombrero y el tahalí con las armas y me di cuenta de que las ventanas del balconcillo estaban abiertas. Di un par de pasos en la penumbra hasta el centro de la habitación donde estaba la mesa, dejé la botella, busqué en un cajón un cabo de vela y lo prendí con el pedernal y una pajuela. Aunque procuré apagarla rápido, el olor a azufre quemado quedó flotando durante un rato. Todo parecía ordenado y limpio. La sartén y los platos fregados y colgados a escurrir, el lebrillo vacío, la cocina de carbón sin ceniza… Ningún ladrón deja una casa mejor que la encuentra. Corrí la cortina que cubre el paso del dormitorio y percibí un bulto en la cama. Alguien dormía. No hizo falta que me acercara más. Sabía quién era y quién la había dejado entrar. Venancia no acababa de conformarse con gobernar el principal, era mujer de junta, de barrio, con su marido no tenía ni para empezar. Lo último que había decidido era que Isabelita Cienfuegos me convenía, y como guardaba una copia de la llave de mi casa que un día le confié y que nunca me atreví a reclamar, se divertía preparándome fiestecitas sorpresa como ésta, a las que debo confesar que yo no era del todo insensible.
Isabel Cienfuegos estaba en la veintena, tenía un cuerpo opulento, con cien fuegos en el coño y alguno más en su preciosa cabecita; una mujer de armas tomar, vamos, aunque a mí, ahora que estoy siendo sincero, ya entonces no me acababa de gustar. Había algo en ella que me desagradaba, su aliento, tal vez, un poco agrio en ocasiones, o su piel que, incluso recién bañada, escondía un tenue aroma a salmón cocido. Hacía poco que la conocía, apenas dos meses, día de San Juan, noche mejor dicho, en el río, ya se puede imaginar. La luna lo gobernaba todo, el cielo estaba cuajado de estrellas y el Manzanares concurrido como nunca. Yo creo que todo Madrid estaba allí. Por el puente de Segovia no pasaba un alfiler, y la ribera parecía tapizada de coches y literas, de reposteros labrados y cubiertos de cenas y bebidas, de hogueras enormes y música, mucha música y gente bailando. De madrugada hubo mozas que corrieron a quitarse el polvo y el sudor a las pozas del río, como Evas a la luz de la luna. Un paraíso, aunque de barro. El río no llevaba agua para tanta gente, pero en fin, vaya noche, todo se movía al ritmo del amor, los arbustos, los coches. San Juan no se había visto en otra. De las que acudieron al río a mirar en su superficie el reflejo del rostro de su futuro marido, muchas sólo encontraron el de un fauno, pero se entregaron a él con igual voracidad. Así conocí a Isabel Cienfuegos. Amanecimos en mi casa, en mi cama. Nuestras ropas tiradas por el suelo aún con restos de fango. No fui muy amable aquella primera mañana, tenía un lacerante dolor de cabeza y quería estar solo. Cuatro días más tarde me hizo una visita. En ella se mostró mucho más recatada, se molestó incluso cuando intenté besarla y se fue pronto. Desde entonces la he visto una docena de veces, y aquélla era la tercera noche que me regalaba.
Estuve tentado de meterme inmediatamente en la cama y despertarla, pero antes me impuse hacer lo que tenía previsto. El ventanuco del dormitorio estaba también abierto, aunque no servía para otra cosa que recoger los olores del patio. No soplaba nada de aire, ni una triste corriente, así que en vez de dejar la cortina corrida la ajusté bien al vano de la puerta para que la luz no molestara a la durmiente. Antes eché un vistazo al orinal que había a los pies de la cama y vi que estaba vacío. Lo saqué de todas formas. Me quité los zapatos, las calzas y el jubón y me quedé en camisa. Deposité el tubo con el papel de la dirección de Felipe Roberto sobre la mesa junto a la bolsa de dinero. Del estante superior de la rinconera bajé el recado de escribir. Rellené de aceite los cuatro cuerpos de la lámpara, espabilé las mechas y las prendí todas. Me sentía rico. ¡Hala! ¡La casa por la ventana! Si alguien me viera… ¿Pero qué haces desgraciado?, me diría, ¡si hace años que no enciendes más que una! También hace años que no entra en esta casa una bolsa repleta de escudos, contestaría yo. Me miré la camisa, con sendos remiendos en los codos, el jubón, las calzas, los zapatos. Necesitaba un vestuario nuevo. Rebusqué unos trozos de papel. Siempre guardo los que puedo pillar de aquí y de allá, restos de la imprenta, el papel es caro y del nuevo uso estrictamente el necesario para redactar las gacetas. Lo demás, los apuntes, los borradores, los anoto en trozos inservibles. Aquel día saqué una cuartilla que en el anverso tenía una prueba mal entintada de la imprenta, aquí la tengo ahora delante, pertenecía a un libro de poemas, o a un romancero, algo así, apenas se entienden palabras sueltas. En el reverso escribí:
16 de agosto de 1614
Vuelve a haber rumores de la bajada del turco. Madrid bulle de soldados ociosos de todas las nacionalidades, menos mal que unos cuantos partieron a tomar la Mamora, que si no no sé qué sería de nosotros. Al parecer una nao ha traído la noticia de que dicha plaza está asediada por el rey de Marruecos y piden refuerzos. Dicen que el duque de Osuna pretende el virreinato de Nápoles y que se la tiene jurada a los venecianos, saboyanos y turcos. Mucha gente me parece a mí, aunque por lo que se cuenta, el de Osuna se basta y se sobra. Por aquí se dice también que Spínola ha entrado con un ejército de 20.000 hombres en el ducado de Cleves-Juliers, y que Carlos Manuel de Saboya sigue ocupando el Montferrato y amenaza con atacar Milán. Veremos a ver en qué acaba todo esto. Un tal Alonso Fernández de Avellaneda ha publicado la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, del que fuera primer autor don Miguel de Cervantes Saavedra. El tal Avellaneda se ha metido en un buen lío. Me han encargado que lo encuentre y me han pagado bien por ello, demasiado bien para buscar a un hombre, si he de ser sincero, pero necesito todo lo que me quieran dar.
Aquel día no había más noticias. En otros papeles tenía anotados unos cuantos sucesos y anécdotas para poner sal a la gaceta, unos cuantos hurtos, tres peleas a cuchilladas, la detención de dos pañeros sorprendidos por la mujer de uno de ellos realizando el acto nefando y que ya olían a chicharrones, y los consabidos bulos que corren por las losas de palacio sobre si llega o no la flota de las Indias, un tópico fácil al que recurrir en época de sequía. Y luego los chascarrillos de Osuna, el movimiento en Flandes y Saboya, la campaña de la Mamora y la segunda parte del Quijote. Aunque no estuviera escrita por el mismo autor, gustaría saber de su existencia. No estaba mal.
Guardé el papel, cerré con cuidado el tintero, eché un par de cazos de agua limpia de la tina al lebrillo de fregar, me enjuagué los dedos manchados de tinta y me sequé en un paño de la cocina. Luego abrí la bolsa de dinero y lo extendí sobre la mesa. Daba gusto mirarlo. Con aquello tendría para vivir un par de meses, amén de pagar algunas deudas y engrasar convenientemente los ejes de mi recurso en el asunto de la hidalguía. Y habría más. Si encontraba a Avellaneda habría más. Lo importante entonces era trazar un plan de acción. En aquel momento sólo tenía claro el primer paso: visitar a Cervantes, y en otro orden de cosas, cobrar la última noche del garito y las correcciones pendientes en la imprenta. A este respecto, debía asegurarme de que Robles había hablado con Salazar y que éste estaba de acuerdo en guardarme el puesto el tiempo que hiciera falta.
—¿No pensabas despertarme? —dijo Isabel corriendo la cortina, y al ver tanto dinero sobre la mesa añadió—: hay que ver, hijo, pareces un banquero.
Isabel se quedó en el umbral, con la camisa medio abierta y pegada al cuerpo por el sudor.
—Ya he terminado —le dije simulando naturalidad.
—¿De dónde sale esa fortuna? —preguntó ella viniendo a abrazarme por la espalda.
Sentí sus pechos contra mi nuca a punto de deslizarse sobre mis hombros, casi rozándome las orejas. Al mismo tiempo, su mano desapareció a la rebusca bajo mi camisa. Me sorprendió gratamente que aquella noche no oliera a salmón hervido sino a aceite con un suave aroma de sándalo.
—Un trabajo —contesté quitándole importancia—. Un adelanto.
—¿A quién tienes que matar?
Sonreí, aunque confieso que me sobresalté. La verdad es que me habían pagado más por encontrar a un hombre que lo que solían cobrar los rufianes por hacerlo desaparecer, pero así es la vida, pensé, por una vez se valora más el cerebro que el músculo.
—No digas tonterías —me defendí—. No es tan fácil como eso —añadí poniéndome en pie y palmeando su trasero en dirección a la cama.