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—Buenas noches —dije acodándome en la barra del tinglado.

El bodegón de Lazcano no es más que un casetón de madera con el mostrador alto y dos medios portones que se abren hacia arriba formando un tejadillo. En él se pueden encontrar frutos secos, arenques salados, garrapiñas de chocolate, panecillos y, sobre todo, empanadas de carne adobada, la especialidad de la casa.

—Buenas noches —contestó Lazcano—. ¿Qué va a ser?

En contra de lo que cabía esperar de alguien capaz de sobrevivir manteniendo un local como ése abierto toda la noche, el tal Lazcano era un tipo jovial, más bien pequeño, calvo y con hebras de pelo lacio y aceitoso que le caían sobre los hombros.

—Empanada y aguardiente. ¡Ah! Y prepárame una botella para llevar.

El bodegón estaba muy tranquilo. Sólo había una mujer borracha, que gesticulaba hablando sola sentada en el suelo, y dos soldados ahítos de hembra, a juzgar por el tono reposado de su charla. Ella era puta vieja, no había más que verla, pasaba con creces de los cuarenta y se rascaba sin cesar las espinillas. En las comisuras de los labios tenía sendas boqueras que exudaban una agüilla opalina.

Cogí mis cosas y me fui a sentar en una de las banquetas. La mujer se incorporó y se me acercó trastabillando con la mano tendida, una mano asquerosa de uñas desiguales, rotas la mayoría, incrustadas de suciedad y restos de costras. Dijo algo de una morionda, que si iba despeinada y estaba morionda, o algo así, y esperó mi respuesta con la boca abierta, enseñando unos dientes oscuros dibujados con una baba rojiza. Daba pena verla. Podría haberle dicho que en su estado lo del celo estaba fuera de lugar y que por lo de despeinada no hacía falta ni gastar saliva, pero me limité a soltarle una meaja y un golpecito en el hombro antes de unirme a los soldados. Ésos tenían un aspecto más animado, ya sabe usted cómo visten: calzas verdes, jubones rojos y leonados, coletos oscuros, capas pardas y sombreros de ala ancha con más plumas que un gallinero después de la visita del zorro. A su lado me sentí como una sombra de esos cuadros tenebristas que gustan ahora tanto. Debo aclarar que yo, en cuanto obtuve la licencia, eliminé de mi vestimenta todo vestigio castrense. De hecho suelo ir de negro, con cuello sencillo a la valona, la loba y el manteo de la Universidad. Tal vez lo haga porque añoro aquella época en que todo me parecía posible y más fácil, antes del destierro, antes de Ostende, antes de la peste.

—Tú dirás entonces qué hacemos —oí decir a uno de ellos.

—Subirá la soldada, te lo digo yo —respondió el otro.

—¿Pero a ti quién te ha dicho eso de que no hay hombres?

—Mi primo, el arbitrista. Ayer comí con él y me lo explicó todo. Entre los que murieron en la peste de principios de siglo, los que cayeron en Flandes hasta que se firmaron las paces, los expulsados por moriscos y los que parten a hacer las Américas, apenas quedan jóvenes dispuestos a servir al rey. La Corona posee un Imperio inmenso, pero tenemos que comprarle el trigo a Francia. Y no es por falta de campos, sino de manos.

—Puede que tu primo tenga razón. Es verdad que cada vez hay menos soldados.

—Y los que quedan, como están inactivos, se demoran en los burdeles para acabar purgando sus penas entre vapores sulfurosos en el hospital de Antón Martín. Pobres Tercios. Lo que no lograron los protestantes lo van a conseguir las putas. Malditos franceses.

—Pues cuídense, señores —dijo Lazcano mientras trajinaba el aguardiente de una garrafa.

—Lucas cuida de sus clientes, no hay cuidado, ¿verdad tú? —dijo el primero soltando una carcajada y palmeando la espalda de su compañero.

—No hay putas más limpias en Madrid —sentenció el otro.

—De todos modos, esta paz no puede durar mucho. ¿No han oído las noticias? —preguntó Lazcano.

—¿Lo de la Mamora? —pregunté yo entrando en la conversación.

Me refería a la toma de la plaza de la Mamora, un puerto de la costa de África, en la desembocadura del río Sebú, que los piratas berberiscos habían convertido en su base después de que los echáramos de Larache. Se sabía, además, que, como está a unas cuarenta leguas de Cádiz, los holandeses le tenían echado el ojo como punto de apoyo desde el que acosar y atacar la flota de Indias, así que no es de extrañar que su conquista fuera la noticia más celebrada en un verano particularmente seco en novedades. La audacia de don Luis Fajardo, comandante de la flota expedicionaria, había corrido de boca en boca, y su gesta empezaba a ser glorificada por los poetas.

—Ésa es otra —respondió el soldado—. Ahora llegan nuevas de que están sitiados y piden que se les envíen auxilios.

—¡Sitiada la Mamora! ¿Pero no partieron más de un centenar de barcos con cerca de seis mil hombres? —preguntó el otro.

—Al parecer, el rey de Marruecos ha levantado una muchedumbre en contra nuestra y amenaza con recuperar la plaza. He oído que ya han abierto mesas de enganche para acudir al socorro.

—No me refiero a eso —aclaró Lazcano—, sino a las noticias de Flandes.

—Creía que Flandes estaba tranquilo ¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Ha muerto el duque de Cleves-Juliers y se ha puesto en juego su sucesión. Según he oído, Spínola ha dejado a un lado las negociaciones y ha entrado a tomar posesión del territorio en nombre de la Corona con un ejército de veinte mil hombres.

—¿Qué han hecho los protestantes?

—Aún no se sabe, pero no creo que se estén quietos. No se dejarán arrebatar el pastel.

—¿A quién le extraña? Conozco bien a los herejes, se ve que el demonio los ha taquinado a modo. No se estarán quietos, no.

—¿Y qué me dicen de Italia? —preguntó el otro soldado—. He oído que Carlos Manuel de Saboya ha invadido Montferrato y amenaza con atacar Milán.

—¿Quién está de gobernador en Milán?

—El marqués de Hinojosa.

—¡Menudo petimetre! —exclamó uno de los soldados y lo rubricó con un sonoro gargajo.

—Señor soldado —intervino Lazcano—, embrídese la lengua que la ronda tiene afición a pasar por aquí todas las noches y no es cosa de ofender a los hombres del rey.

—Aquí todos somos hombres del rey.

—Yo me entiendo —remató Lazcano con voz neutra.

—El duque de Osuna es quien debería estar en Milán, o de virrey en Nápoles —dijo entonces el soldado para cambiar de tema—. Es el único que sabe lo que se trae entre manos y cómo manejar a esa gente.

—Baje la voz, señor soldado —avisó Lazcano una vez más—, no vayamos a tenerla.

—Pero si es que está desaprovechado como virrey de Sicilia. Desde tan lejos no puede poner freno al Dux de Venecia y a Carlos Manuel de Saboya, y con éstos sueltos, a ver quién controla a los franceses. Todos ellos no hacen más que mirar a Milán como un pastelillo. Yo creo que habrá guerra, todos los que hemos estado allí lo sabemos, pero como Lerma no ha ido más allá de Valladolid… Se lo digo yo, nuestra única esperanza es que nombren a Osuna virrey de Nápoles.

—¡No lo repito más! —exclamó Lazcano dando un puñetazo en la barra—. Señores, pueden pensar lo que quieran, pero guárdense de decirlo en mi local. Además, si tanto echan de menos la acción, ¿por qué no se embarcan para el auxilio de la Mamora? —preguntó al dejar la botella llena hasta el gollete sobre mi mesa.

—Un nido de piratas berberiscos —dijo el soldado con desdén—. No suena eso a negocio serio.

—Puede que la empresa sea más difícil de lo que parece. Los berberiscos son aliados de los turcos.

Otros dos hombres salieron entonces del burdel y se acercaron al bodegón entre risas. La borracha se agitaba inquieta en su esquina. El prurito debía ser fortísimo, pues a veces se alzaba la falda y se podía ver que tenía las espinillas llagadas de tanto rascar. Uno de los recién llegados la empezó a insultar, la llamó guarra bubosa y amagó una patada que no pudo descargar porque la mujer se escabulló murmurando que se fuera él a un lazareto, y cosas por el estilo. Debían de conocerse de antes, quizás hasta habían sudado juntos, él mismo traía una costra en la nariz y lo que parecía una calentura en el labio inferior.

—Con Dios, señores, ¿qué hay de nuevo? —preguntó el costroso con una sonrisa complaciente.

—Hablábamos de turcos y berberiscos.

—¿Es que acaso bajan otra vez? ¿Han oído algo?

—Más vale que no lo hagan. Apenas tenemos barcos que oponerles.

—Si Osuna mandara… —murmuró el soldado de antes mirando de reojo a Lazcano.

—Al menos ahora los turcos y los berberiscos no lo tendrán fácil en nuestras costas, sin esos moriscos para auxiliarlos y dirigir sus incursiones.

—Lerma hizo bien expulsando a esa chusma —dijo el de la pupa en la boca.

El labio estaba ligeramente hinchado y le espejeaba la herida, aunque no parecía que fuera de humedad. Debía de estar siguiendo un tratamiento con mercuriales y la llaga supuraba el veneno.

—Debería aprovechar la paz que tenemos preparándose para la guerra.

—Eso es indigno.

—¿Pero qué cree que hacen los franceses, ingleses, flamencos, venecianos, turcos, saboyanos y alemanes? Hace años que firmamos la paz, pero los corsarios ingleses no se han detenido ni un instante, ni por un día han aflojado su acoso a nuestras vías comerciales, y nosotros, sin embargo, aún no hemos construido ningún barco de guerra para reemplazar los perdidos en la campaña de Inglaterra. El valido prefiere acompañar a su majestad a hacer rogativas a la virgen de Atocha para ver si llega indemne la flota de Indias, y antes se gasta el dinero en velas que en clavos para los astilleros.

Me levanté. Esa conversación la tenía ya muy oída, así que me despedí, cogí la botella, dejé el vaso sobre el mostrador junto a tres cuartos, hice una seña al señor Lazcano y me fui a mi casa. El bodegonero dio un pase al vaso por un lebrillo de agua turbia y lo puso a secar boca abajo sobre un paño.