Crucé una mirada con Manfred en cuanto bajé al zaguán. El alemán estaba sentado en la banqueta con un gato en el regazo. Su manaza casi le cubría el lomo. Con un dedo le rascaba el cogote. El animal tenía los ojos cerrados y daba la sensación de que sonreía.
—El jefe te espera —le dije resistiendo la tentación de gritarle: ¡jefe arriba ahora!
Creo que se dio cuenta. Me miró con sorna, depositó el animal en el suelo y se incorporó con un tintineo metálico. A pesar de la suave corriente de aire, se apreciaba un olor agrio.
—Si bajas luego, dile a Pascualín que vacíe los orinales un poco más abajo.
Manfred se giró en el segundo escalón para decirme: «Tú dile chico». Me callé. Por segunda, tercera o no sé cuantas veces en la noche, me callé. Hace tiempo que descubrí que ése es el secreto de la noche. El silencio. Nunca sabes con quién te las estás viendo, y hay tanto acero… Creo que gracias a eso sigo vivo.
Por mí como si se te encharcan los pulmones de orina, pensé. Dudé si pasar por el garito para ver cómo iba el asunto del irlandés, pero decidí que ya había hecho cuanto estaba en mi mano. Escondí mi recién adquirido tesoro en el jubón junto al pecho, donde pudiera sentirlo continuamente, y luego, aparentando indiferencia, salí a la calle. Junto a la puerta estaba la silla de mano de la señora. Tres hombres, dos con librea y otro cubierto con una capa larga, hablaban mortecinamente sentados en el suelo. Era evidente que pertenecían a una buena casa, aunque la silla no llevaba escudo pintado en la caja. En cuanto me vieron se callaron, me echaron un vistazo y siguieron a lo suyo sin responder siquiera a mi saludo. Aquello confirmó mis sospechas en torno a la calidad de su ama. La petulancia de los criados suele ser reflejo de la de sus amos, y aquéllos eran de los que se hacían pagar por facilitar una entrevista con su superior. En estos tiempos, para poder sobornar a un funcionario hay que empezar por dar tajada a sus cocheros.
La noche estaba templada, el aire limpio, libre de la polvareda que de día levantan los coches al circular por el suelo calcinado. Miré con prevención a uno y otro lado antes de aventurarme en las sombras. Todas las noches hacía el mismo recorrido sin temor, pero el hecho de llevar encima una bolsa con dinero hacía que todo fuera distinto. Las casas de juego siempre están vigiladas. Buscavidas, ladrones y asesinos suelen acechar a los ganadores, ¡demasiados he visto vaciarse en la calle como pellejos de vino! La calle de Santiago es estrecha y oscura, pero al menos no tiene soportales ni entrantes que faciliten la emboscada. Por un lado se veía la plazuela de Santiago, silenciosa. Por el otro se sentía cierto bullicio. Unas luces rompían las tinieblas proyectando sombras descomunales contra los muros de ladrillo. Por la esquina de Milaneses entraron tres, cinco, ocho hombres con faroles. La ronda era asidua de aquella encrucijada, frente a la casa de juego de los caballeros, dónde cada noche se ganaban un extra escoltando a algún ganador afortunado. Ocho alguaciles armados dirigidos por un alcalde de Corte son una fuerza bastante disuasoria, aunque insuficiente para atravesar Lavapiés. De todos modos, ya he dicho que los clientes de ese garito son de calidad y suelen vivir en torno a la plaza del Salvador, junto a las losas de Palacio o cerca de la calle Mayor.
La ronda se detuvo. Aproveché para andar hacia ellos por el centro de la calle, por donde se hace más fácil esquivar aceros y aguas sucias. Cuando llegué a su altura, alzaron los faroles para verme la cara. Saludé con una inclinación de cabeza. Los conocía a todos. Faltaba el alcalde, don Salvador Remedo, a quien supuse dentro echando cuentas. Por un momento estuve tentado de preguntarles qué dirección llevaban para ver de ir con ellos, pero decidí pasar de largo como si nada. Algo así les hubiese sonado raro, habrían descubierto mi inquietud, olido mi desconfianza. Era mejor ser precavido porque la connivencia de los alguaciles con las bandas de merodeadores es algo que no se le escapa a nadie, aquí todos esperan sacar un sobresueldo de un sitio u otro.
—Qué temprano te vas hoy. ¿Habéis cerrado ya? —preguntó Fadrique. Era uno de los corchetes con los que tenía más trato, el que solía pasar por el tugurio a recoger el sobre de su jefe y la parte de los ayudantes.
—¿Eh? —exclamé tenso, pero reaccioné a tiempo—. No, allí siguen. Es que no me encuentro bien. Aún tengo un poco de fiebre.
—Cuídate.
Seguí a paso lento hasta la Puerta de Guadalajara. Los bancos de los soportales estaban vacíos, las puertas y escaparates atrancadas y los toldos recogidos. Aquélla era una de las zonas más bulliciosas de la ciudad, y el silencio parecía encarnizarse especialmente allí durante la noche. Eché a andar por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol. De las casas asomaban albañales de los que aún goteaban aguas sucias que corrían en hilillos siguiendo la caída de la calle. Las heces se remansaban en sus bocas a la espera de un poco de agua que las arrastrara. El Palacio de Oñate, casa de don Juan de Tassis, conde de Villamediana, brillaba como un faro al fondo de la calle, junto a la plaza. No escatimaba aceite don Juan. Sus portadas estaban encuadradas por tres hornacinas en las que destellaban sendas lámparas protegidas por rejas de hierro. Frente a las gradas de San Felipe un perro devoraba algo que había en el suelo y gruñía amenazador. Seguramente se trataba de desperdicios arrojados por uno de los covachuelistas que servían comidas, y el animal se daba prisa en ingerir cuanto pudiera antes de que amaneciera y los vecinos de la zona soltaran a sus cerdos.
Crucé la Puerta del Sol. El tintineo del agua de la fuente del Buen Suceso ahogó en mi cabeza el hambre del perro. Estaban los cuatro caños vacíos, rebosando agua la pileta de bordes lamidos. Aquélla sí que era buena hora para coger agua, pero la ciudad entera esperaría al amanecer, cuando los aguadores acapararan los caños con sus albardas de cuatro cántaros y las mujeres ardieran en ganas de sacarles los ojos. Junto a la fuente se sentía la humedad y se hacía más patente el aroma de fermento dulzón de la plaza. El suelo estaba plagado de deshechos del mercado, sobre todo verduras pasadas y melones apepinados. En la penumbra se adivinaban las sombras de las ratas saltando de un montón de basura a otro. Bebí un poco de agua, me refresqué el cuello y la cara y me adentré en la calle de la Montera.
Yo vivo en la calle de la Flor, detrás de la Red de San Luis, al lado de las Tres Cruces, no sé si se hace idea. Es una callecita pequeña de casas bajas, la mayoría de una planta, aunque las hay de dos, como la mía, con fachadas de ladrillo visto o enjalbegadas de blanco. He dicho como la mía, pero la casa no es mía. Sus dos plantas, tres en realidad si contamos el sótano, y creo que debemos hacerlo considerando que hay quien vive en él, están divididas en habitaciones más o menos independientes. Yo tengo alquiladas dos del último piso. En total creo que por ahora ocupamos la casa cuatro familias, tiempo habrá de hablar de ellas, aunque lo que se dice familias, sólo hay dos: la del gallinejero y la del cerero. Digo por ahora porque el propietario ha empezado obras en la buhardilla a fin de sacar unos huecos donde meter unos camastros y llamarlos viviendas. Ni que decir tiene que se los quitarán de las manos.
El camino más corto para llegar a mi casa desde el garito es subiendo la calle Montera hasta la Red de San Luis, luego a la izquierda y después la primera a la derecha. También es el más animado. Aunque por la noche el despacho del pan tras la verja, o la red como gustan en llamarla, esté cerrado y los cajones de los puestos del mercadillo de San Luis parezcan abandonados, las luces del mesón de la Herradura, las de la mancebía de Lucas y los faroles del bodegón de puntapié de Lazcano mantienen el bullicio en la calle casi como si fuera de día.
El hecho de estar cerca de casa me tranquilizó un poco. Sentía el bulto de monedas junto al pecho, pero logré controlar el deseo de ponerlo a salvo repitiéndome mil veces que nadie más que yo sabía una palabra de esa bolsa. Además, por allí tenía amigos, no sería tan fácil que un desconocido me apiolara contra un muro. Por otra parte, como para mí era más temprano que nunca, decidí sentarme un rato a tomar el fresco y comer algo antes de irme a la cama.