Cayó a mi espalda el cortinón que ocultaba la escalera de servicio. Aunque apagadas, seguí oyendo las risas y las voces de la sala de juego. Calculé que, a ese ritmo, en poco más de una hora don Ricardo anotaría la filiación del marido para abanicarle con unos cuantos pagarés.
Pero ése ya no era mi problema.
El ambiente en el zaguán era más fresco. Una ventana alta, la puerta interior de la librería y las portadas del patio trasero estaban abiertas favoreciendo una ligera corriente de aire. Delante del tramo de escalera que subía al piso alto estaba la banqueta que solía ocupar Manfred. Junto a ella había un tomate aplastado, unas raspas de sardinas y un par de mondas de melón. Dos gatos salieron disparados en cuanto irrumpieron nuestras sombras proyectadas por la vacilante luz del candil. Me detuve un instante para ahuecarme el jubón y sentir la caricia de la brisa lamiéndome la espalda y el pecho. Sentí un alivio instantáneo, que desapareció tan pronto la camisa húmeda volvió a pegarse a mi piel.
El último tramo de escalera lo subí solo. ¿Cómo podía el jefe haberse enterado de mi pequeña traición? Espías. Escuchas. Agujeros en él muro. ¿Dónde? Si me echa no podré pagar el cuarto. Pero tengo mis motivos, me dije, mire, don Francisco, no es que conozca a la señora, pero lo que están haciendo con ella no es bueno para el negocio. ¿Qué por qué no? Pues porque es evidente que se trata de una dama principal y el irlandés es demasiado conocido; si se llega a saber que hemos dejado que la seque se nos echarán encima y don Salvador se verá obligado a cerrar el garito.
La puerta estaba entornada. Llamé un par de veces. Acudió Damián, el encargado de la librería de la planta baja, y me apremió a entrar con un gesto. Su presencia allí me desconcertó, era muy tarde para que estuviera todavía trabajando. Se le veía nervioso, lívido a pesar del fino sudor que reflejaba en su piel la luz del candelabro con que me precedió por el pasillo. Se diría que tenía la cara recién barnizada. ¿Habría sido él el espía? ¿Era yo el que lo ponía tan nervioso? Mire, don Francisco —empecé a ensayar de nuevo—, puedo explicar lo de abajo… Damián golpeó suavemente la puerta entreabierta del despacho, la empujó y me cedió el paso. El chirrido de los goznes se superpuso a mi saludo.
El despacho era una habitación pequeña sin ventanas con una puerta gruesa de madera y alma de acero montada después de haber metido un arcón de hierro con refuerzos y dos cerraduras. Una caja fuerte que contenía otra caja fuerte. Además del arcón había una gran mesa de nogal de patas estriadas y fiadores de hierro con una gaveta en un lado y un recado de escribir en el centro; dos sillones fraileros tapizados de terciopelo rojo, uno a cada lado de la mesa, y un bargueño veneciano taraceado con maderas nobles simulando paisajes urbanos. En una esquina se quemaba sándalo en un pebetero de pie de bronce para disimular el hedor de aire corrupto de una habitación que no se ventilaba nunca. Sobre el arcón, centrado en el muro, colgaba un cuadro de Juan van der Hamen representando un enorme jarrón de flores, y en el muro de enfrente un bodegón de Sánchez Cotán, ambos recibidos como pago de la deuda de un carnicero de la plaza de la Cebada.
—Adelante, Isidoro, siéntate —dijo don Francisco señalando la silla que estaba frente a la mesa.
Él se levantó y se dirigió al arcón. Después de hurgar entre unos papeles sacó una bolsa de monedas y volvió a ocupar su silla. Me miró sorprendido de que yo aún siguiera de pie y me apremió a ocupar la otra silla con un gesto brusco del mentón. Yo obedecí. Damián entornó la puerta y se quedó a mi espalda, inseguro en mi opinión, sin saber bien si era eso lo que se esperaba de él o si debía marcharse.
Físicamente don Francisco de Robles es un tipo vulgar, algo cabezón, quizá, con las orejas muy pequeñas, el pelo ondulado, el mentón rasurado y el bigote recortado por la línea del labio. Yo diría que lo único que llama la atención es su tripa, grande y tersa como cuero de atabal.
—Supongo que sabrás por qué te he hecho subir —dijo con voz profunda.
—Puedo explicarlo. Creo que es un error permitir que el irlandés…
Me callé. El jefe frunció ligeramente el ceño y yo me callé. No sabría explicar por qué, pero sentí que no iban por ahí los tiros. Me fijé en que esa noche vestía ropas caras; jubón y valones de terciopelo y calzas de seda, cuello grande de lechuguilla, cinturón tachonado con filigranas de plata. Nada que ver con la ropilla ajada y con manchas de tinta que solía vestir en el despacho, así que supuse que acababa de llegar de una cita importante o de una de sus reuniones en las covachuelas de palacio en donde ultimaba sus cambalaches.
—¿Lo conoces? —me preguntó tendiéndome un papel con un nombre escrito.
—Also Hernández de Avellanera —leí. Me costó descifrar la letra. Estaba escrito a vuelapluma, y no precisamente con una bien afilada.
—Alonso Fernández de Avellaneda —me corrigió—. ¿Lo conoces?
—¿Debería?
—¿Es que no tienes amigos escritores? —preguntó inclinando un poco la cabeza.
Su mirada no presagiaba nada bueno. Los ojos se le almendraron y sentí que Damián se agitaba inquieto detrás de mí.
—Alguno —respondí sin mucha convicción—, pero no. No he oído hablar nunca de Avellaneda. De todos modos, usted conoce a más escritores que yo. De hecho, la mayoría de los que conozco ha sido a través suyo.
Don Francisco me miró con cara de cansancio, parapetado detrás de sus negras cejas. Después de dudarlo un poco, continuó.
—Éste no es un autor famoso, ni siquiera con futuro. Es basura.
—Entonces… ¿Qué interés tiene en él?
—Me la ha jugado. Ese hijo de perra me la ha jugado. Me ha jodido, ¿entiendes? Jodido.
Volvió a quedarse en silencio. Dos perlitas blancas de saliva asomaban en las comisuras de los labios. Su mirada hacía daño. En ese momento no encontré nada apropiado que decir. Decidí que lo mejor era esperar a que soltara él todo lo que quisiera y a su ritmo. Entretanto, procuré relajarme. Me fijé en la línea de polvo en los extremos de la mesa, en los papeles rotos y arrugados del suelo, en el estilete con que el jefe afilaba las plumas, en el bodegón de Sánchez Cotán: dos perdices ahorcadas, tres manzanas, una caña con una ristra de zorzales ensartados y las pencas pilosas de un enorme cardo. No estaba mal. Quedaba bonito. Hacía poco que había visto uno parecido, supongo que del mismo pintor, o de su taller, que parece que ahora todo se hace en serie. Nadie le saca más partido a la bolsa de la compra. ¿Dónde había sido? ¿Dónde? ¡Ah! En casa de Andrés de Almansa. En la salita. Frente al repostero. Almansa, Almansilla, Almansete. Yo diría que era el mismo cardo. Faltaban las zanahorias.
—¿Seguro que no lo conoces? —insistió.
—Seguro. Pero ¿cuál es el problema?
Por un instante temí que volviera a guardar silencio, pero no fue así.
—¿Recuerdas cuando edité el Quijote? —me preguntó.
—Claro que me acuerdo, fue mi primer trabajo. Acababa de regresar de Flandes, hará siete u ocho años.
—Diez.
—¿Ya?
Robles cambió el peso de un brazo de la silla al otro, juntó las manos y entrecruzó los dedos sobre la tripa. Eran manos grandes y fuertes, con los nudillos llamativamente peludos. En el pulgar de la mano derecha destellaba un anillo rematado con un sello de oro.
—Mira, en el negocio de los libros he tenido mis más y mis menos, pero siempre me he preciado de olfato —dijo llevándose el índice a la nariz—. Cuando leí el Guzmán de Alfarache me dije: esto va a ser negocio, se va a vender, ¿es verdad o no?
—Es verdad, don Francisco, es verdad —asintió Damián servicial.
—Y no me equivoqué.
—No, don Francisco. Y se sigue vendiendo muy bien todavía.
Robles alzó las cejas.
—Por eso, cuando Agustín de Rojas me propuso editar su Viaje entretenido me dije: adelante. Porque estas obritas de evasión gustan a la gente, se venden bien y no hace falta ser erudito para pasar un buen rato riéndose de unas cuantas simplezas.
Robles se quedó mirándonos para ver si le seguíamos.
—Y acerté, ¿o no?
Damián y yo asentimos solícitos. A esas alturas ya tenía bastante claro cuál era el papel de Damián en aquella reunión, aunque el mío todavía era un misterio.
—Y luego vino Cervantes con su Quijote. Lo vi, lo leí y me dije: éste puede ser un buen negocio. ¿Y qué pasó?
—Que volvió a acertar, don Francisco —se apresuró a contestar Damián. Robles agitó una mano como un músico ante su orquesta.
—En efecto. Hombre, no es el Guzmán, pero no hay que ser siempre el número uno. Mateo Alemán es un genio, yo no le pido tanto a don Miguel. Pero aunque no fuera una maravilla fue mi primer buen negocio de verdad con esto de la literatura desde que heredé la librería. Y eso que tenía mis dudas, lo reconozco, pero el olfato, ¡ay, amigo!, el olfato. Ya sabes que las noveletas son un género en el que nunca había invertido, lo nuestro son tratados científicos y obras clásicas, qué te voy a contar, llevas diez años corrigiendo pruebas para mí, pero el público… ya se sabe. Por aquel entonces me la jugué y acerté. En dos meses dos ediciones, más de tres mil libros. Claro que luego lo editaron en Lisboa y en Valencia y bajaron las ventas, normal. Desde entonces no hago más que decirle a don Miguel que escriba una segunda parte, que continúe las aventuras de ese par de locos, que a la gente le divierte esas cosas.
—Pero hace poco que don Miguel editó sus Novelas ejemplares y acaba de entregar el Viaje al Parnaso.
—Las Novelas están bien —reconoció de mala gana—, pero algunas tienen más de diez años y ya circulaban por ahí en copias manuscritas antes de editarlas. Con eso a duras penas ha pagado su deuda. Cervantes lleva años viviendo a mi costa con la promesa de un segundo Quijote, pero no hay manera de que se siente a escribir. Abusa de mi buena voluntad.
—Está mayor… —intenté defenderle, pero Robles me fulminó con la mirada.
—Mayor… —dijo con desprecio—. Loco, más bien. Todavía pretende hacer teatro, fíjate tú, a estas alturas y con todo lo que le ha caído encima y no se da por vencido. Tonterías. Lo que yo quiero es otro Quijote, una segunda parte, la continuación, maldita sea. ¿Y qué me da? Un montón de novelitas y un poema extenso que parece un catálogo de poetas.
—¿Pero no dice en el prólogo de las Novelas que está a punto de entregar a la imprenta la segunda parte del Quijote?
—También anunció durante años que pronto sacaría la segunda parte de La Galatea, y nadie la ha visto.
—Pero el Quijote se sigue vendiendo, ¿no?
—¿Vendiendo?
Robles se levantó y dio la vuelta trabajosamente a su mesa.
—Ven, ven conmigo. Sígueme —me dijo cogiendo una vela.
Le obedecí. Debía haberse soltado los machos, porque anduve tras él con la sensación de que los valones amenazaban a cada paso con escurrírsele hasta las rodillas. Me llevó a la habitación donde almacena los ejemplares de todos los títulos que ha editado. En una esquina había un montón enorme de volúmenes en cuarta, de papel malo. Robles cogió uno de aquellos libros y me lo tendió. En su parte superior había una densa capa de polvo.
—El ingenioso hidalgo… —leí.
—Con cuentagotas —dijo él—. Se vende con cuentagotas. Hace seis años que ordené tirar esta tercera edición, casi cuatro mil ejemplares, de la que he vendido no sé si llega al centenar. Ya ves, se me está pudriendo en el almacén. Se vende mejor Las guerras civiles de Granada, o el Guzmán, bueno, ése se venderá bien siempre. A este paso nunca lograré amortizar la tirada. Dinero perdido.
—Pero ¿por qué sacó tantos?
Robles me condujo de nuevo al despacho mientras rumiaba la respuesta. Damián, que se había quedado esperando, se echó a un lado para dejarlo pasar.
—Fui un ingenuo —dijo al fin—. Confié en que Cervantes me entregaría pronto la segunda parte, y con ese reclamo, pensaba vender juntos los dos volúmenes. No sé por qué me fie.
Robles tomó asiento ruidosamente, suspiró fuerte un par de veces, y señalando el papelito que me había enseñado antes, dijo en tono dramático.
—Y ahora esto.
Yo miré el papel sin acabar de comprender.
—Ese tal Avellaneda, un hijo de mala madre, acaba de publicar un libro que se titula… adivina.
—Ni idea —respondí alzando los hombros con desgana. Si esperaba a que lo adivinase podíamos pasar allí toda la noche.
—La Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha —dijo casi escupiendo las palabras.
—¿En serio?
—¿Acaso ves que me ría?
—¿Lo ha visto?
—Claro que lo he visto. Felipe Roberto, el editor, me ha enviado un ejemplar. Mira.
Robles rescató un papel de entre un montón y me lo tendió. Resultó ser una carta en la que el tal Felipe Roberto se complacía en participar la salida al mercado de la segunda parte del Quijote y le preguntaba a Robles si estaba interesado en disponer de ejemplares para ponerlos a la venta en su librería de Madrid.
—Muy correcto —comenté.
—¡Es una burla, por amor de Dios! —exclamó don Francisco iracundo—. Una provocación.
Pues por lo que se ve ha dado en el blanco, pensé, pero me guardé muy mucho de decirlo.
—Se negará entonces —apunté con prudencia.
Robles me miró con cara de incredulidad.
—Le diré que sí. Seguro que se vende bien. No estaría donde estoy si me dejara cegar por la ira. Los negocios no deben verse afectados por la pasión.
—¿Y qué pinto yo en todo esto? —pregunté incómodo.
Robles pareció reflexionar. Por fin, dijo:
—Quiero conocer a ese Avellaneda.
—¿Quiere hablar con él?
—Quiero que lo encuentres y me lo traigas —dijo recalcando las palabras. Sentí un escalofrío. Su mirada permaneció fija en la mesa. Algo me dijo que no era conversación lo que buscaba el jefe.
—¿Sabes cuánto me puede costar esta cabronada? —preguntó entonces encarándome directamente—. Encuéntrame a Avellaneda, esté donde esté.
—¿No puede dar con él a través del editor?
—¡Yo qué sé! La casa de Felipe Roberto está en Tarragona. Ése será tu trabajo.
—¿Me está pidiendo que vaya a Tarragona?
—Si fuera necesario… Remueve cielo y tierra, ve a donde tengas que ir, rebusca en mesones y mentideros, lo que sea, pero da con él.
Robles mascaba las palabras. Las bolitas de saliva de las comisuras de sus labios habían alcanzado el tamaño de dos granos de arroz.
—¡De mí no se ríe nadie! —añadió—. Necesito que lo encuentres. Quiero que te enteres de dónde vive, con quién duerme, qué come y cuándo caga. Lo quiero saber todo de ese desgraciado. Todo.
Una bolsa de monedas cayó en mi lado de la mesa. La cogí, la sopesé, me dije que al diablo la cortesía, la abrí y le eché un vistazo. Eran doblones, cosa seria, mucho dinero.
—Es un adelanto —dijo Robles satisfecho al ver cómo la avaricia transformaba mi rostro y me predisponía a unas cuantas bajezas—. Deja todo lo que tengas entre manos y dedícate sólo a esto. Mientras dure, Rafael ocupará tu puesto en la sala de juego y al final recibirás una bolsa con el doble de lo que sueles ingresar cada noche.
—¿Y la imprenta?
—¿Qué ocurre?
—Estamos empezando a corregir las pruebas del Viaje al Parnaso. No creo que a Salazar le haga gracia que deje de ir…
—Yo hablaré con él. No te preocupes por eso.
Creo que se me escapó una mirada de desconfianza, porque insistió.
—Te digo que yo me encargo. Tú encuéntrame a ese Avellaneda. Y hazlo pronto. Toma.
Me tendió un trozo de papel en el que había copiado el nombre y la dirección en Tarragona del editor del nuevo Quijote. Yo lo metí en el tubo de lata que llevaba cosido al tahalí, un recuerdo de mis años en el ejército.
—¿Y el libro? —pregunté pasados unos segundos incómodos.
—Yo no lo tengo —respondió don Francisco arrugando la nariz—. Se lo he enviado a don Miguel, a ver si así despierta de una vez. ¿Para qué lo quieres?
—Para echarle un vistazo. Qué sé yo. Tal vez encuentre alguna pista sobre el autor.
—Haz lo que quieras. Ve a su casa y pídeselo de mi parte. ¿Sabes dónde vive?
—Claro —contesté—. He estado allí un par de veces. Yo fui el que le llevó las pruebas de las Novelas ejemplares.
—Pues hala. Cuando salgas dile a Manfred que suba. Espera. ¿Qué decías antes del irlandés?
Di un respingo. Me sorprendió el brusco cambio de tema (ya casi había olvidado a la señora), pero don Francisco es de los capaces de oír misa y repicar al mismo tiempo.
—Que está abajo cubriendo una mesa con un par de sus hombres —comenté procurando sonar natural.
—¿Y?
—Nada importante. Rafael sabrá manejarlo. Por cierto, ¿mis ganancias de hoy?
—Yo me encargo. Ya haré cuentas y te daré tu parte. Ahora vete, y a ver cómo aprovechas el tiempo.