En los últimos tiempos los irlandeses se han convertido en una pesadilla. Son muchos los nobles de ese país, enemigos de Inglaterra y de los protestantes, que reconocen como rey a nuestro Felipe III y nos envían a sus jóvenes a formar como sacerdotes en las filas de la verdadera Iglesia o como soldados en los tercios viejos que combaten en Europa manteniendo a raya a la herejía. Es con fuego como mejor se combate el fuego, y los irlandeses, gente brava y vehemente, rindieron un buen servicio a la corona mientras Isabel reinaba en las islas. Pero al morir la bruja, las cosas cambiaron. Su sucesor, Jacobo I, inició una política de acercamiento con la Corte de Madrid que culminó en la Paz de Londres de 1604, una de las tantas que firmó el duque de Lerma en esas fechas en nombre de su católica majestad.
Aún no sé si para bien o para mal, pero lo cierto es que llevamos casi diez años de paz, en parte por voluntad del valido y en parte por un increíble cúmulo de buena suerte, porque no sé de qué otro modo llamar al oportuno asesinato de Enrique IV de Francia. Oportuno para nuestros intereses, claro. Imagínese lo que podía haber sido esto. El Borbón estaba dispuesto a invadir gran parte de Flandes mientras sus aliados, el duque de Saboya y la república de Venecia, se hacían con Milán, y todo ello orquestado con una revuelta general de moriscos en la costa levantina para garantizar que España no pudiera repeler las agresiones. Además, en esa época, hablo de hace unos cuatro años, nuestros mandatarios estaban tan ocupados saqueando las arcas del Estado que hubieran sido incapaces de reaccionar. Pero ya digo que hubo suerte. Y no es que desde entonces hayan cambiado mucho las cosas, pero la detención del secretario Franqueza parece haber enfriado un poco el afán de rapiña de nuestros próceres. Tampoco hay ya moriscos en las costas, de ellos se encargó el conde de Salazar, y muerto el francés, saboyanos y venecianos perdieron su lazarillo. Algo es algo, aunque a veces ni siquiera todo es suficiente.
Hablaba de los irlandeses y me he ido por las ramas. Es lo malo de haber dedicado tantos años a las gacetas, uno tiende a acumular datos que acaban sirviendo sólo para liar la madeja y aparentar que se poseen unos conocimientos, y está mal que yo lo diga, de los que se carece. Entiéndame. Digo que está mal porque nadie valora al mago que desvela el truco, y no quisiera yo ahora que usted, que tan religiosa y generosamente ha pagado mis envíos de noticias y sueltos y que tantas veces me los ha alabado, pueda pensar que le engañaba. Pero a lo que iba. Durante todos estos años en que hemos dejado de abonar los suelos de Flandes con despojos de irlandés, se han ido amontonando en nuestras ciudades hasta el punto de empezar a crear problemas. Ellos dicen añorar la bruma de su isla, y yo quiero creerles, que parece que se les saltan las lágrimas cuando la mentan, pero lo único cierto es que no hay quien los saque de los figones de nuestros pueblos. Hay tantos irlandeses ociosos en la Corte que hace tres años se decretó su expulsión, pero lo único que se consiguió fue que se dispersaran durante un tiempo. Intentar echarlos de aquí es como pretender espantar un bando de zorzales de un huerto lleno de cerezas maduras.
El irlandés al que yo me refiero se llama Peter Donahue. Nació en Irlanda, en Thirsty, creo, un pequeño caserío al sur de Omagh, y llegó a Madrid para estudiar en el Colegio de los jesuitas con vistas a ingresar en el seminario. Era el tercer hijo de una familia empobrecida, de los que saben que su única esperanza de medro pasa por la promoción eclesiástica, pero al joven Donahue la vida de seminario se le hizo demasiado triste en una ciudad tan vital. Le quedaba, pues, el ejército, pero desoída la vocación religiosa, ignoró también la militar. Tenía el muchacho sed de libertad, el ingenio despierto, las manos hábiles y un enorme caudal de simpatía. En el mundo del juego se le conoce por dos apodos diferentes: Drake, como el corsario inglés, porque odia a los ingleses más que a nada en el mundo; y Barbanegra, porque es pelirrojo.
Peter Donahue Drake Barbanegra suele vestir con elegancia, incluida la capa larga —no cree que el herreruelo haga honor a su talle—, sombrero emplumado con cinta de plata y jubón negro. Lleva la barba redondeada y peinada hacia arriba y los bigotes con la guía retorcida apuntando hacia las orejas. Aquella noche apareció acompañado de un doble y un rufián, que también conocía de vista. Uno de los de la mesa de la señora le cedió el puesto diligentemente después de haber perdido una pequeña cantidad.
—Confío en que la señora no tenga inconveniente —dijo Peter, galante, barriendo el suelo con las plumas del sombrero.
—En absoluto, por favor —respondió ella señalando con la mano el sitio vacío.
El irlandés reclamó la presencia del mozo y le entregó la capa, el sombrero y el tahalí con la espada. La daga prefirió conservarla al alcance de la mano.
—A ver, muchacho —dijo luego—. Tráenos unas tablas de quesos, embutidos y dos frascas de vino. Y mércate un jarro de aloja helada de la Mirasola para la señora. Hace un calor de mil demonios.
Pascualín cogió el dinero que le tendió el irlandés y salió corriendo a cumplir los encargos. Allí no teníamos comida ni bebida a disposición de los clientes, la ley no lo permitía, y era una pena. El jefe lo había intentado esgrimiendo un argumento de peso: ya que el local es ilegal, decía, ¿a quién le puede importar si se come en él?, pero don Salvador Remedo, nuestro alcalde y protector, no estaba de acuerdo. A mi modo de ver, el problema era que los mesones y figones le pagaban más porque no permitiera la comida en los garitos que lo que éstos le ofrecían por autorizarla, pero, en fin, no quiero yo entrar a pelear una guerra que no me corresponde.
Al poco de sentarse Donahue, dejó la mesa otro de los jugadores y su sitio fue ocupado por un cierto de la camarilla del irlandés. Yo ya había visto antes el proceso. Donahue solía perder las primeras manos, y en cada ocasión felicitaba al afortunado ganador, la dama en un par de ocasiones. Luego procuraba alternar pérdidas y ganancias mientras el gancho que le acompañaba empezaba a ganar sistemáticamente pero sin grandes aspavientos hasta que pelaban al cándido. El sistema era lento, meticuloso y poco ofensivo para el perdedor. Estaba pensado para desplumar a todo un caballero.
—Es increíble —solía decir, estableciendo con el primo una suerte de complicidad entre desfavorecidos—, pero no podemos dejarlo ahora, la buena fortuna de este hombre no puede durar siempre. La próxima mano debe ser nuestra.
Me daba pena la señora, pero el juego no es negocio de afectos. Mi obligación se limitaba a controlar las ganancias del fallero para ajustar luego el porcentaje de la casa. De todos modos, considerando que parecía una dama de calidad, las pérdidas eran razonables.
Hora y media más tarde, a la mujer no le quedaba ni un escudo en la bolsa y el irlandés también «perdía» una jugosa cantidad, pero animaba al resto a seguir jugando. Pensé que la señora, escarmentada, cambiaría discretamente de aires, pero en vez de despedirse me hizo una señal para que me aproximara.
—Supongo que puedo contar con crédito en su casa —dijo cubriéndose la boca con el abanico, y al ver que yo dudaba, añadió—. Por supuesto, puedo identificarme.
Donahue barajaba como si la cosa no fuera con él. Los demás jugadores, incluyendo los de las otras mesas, quedaron un momento en suspenso pendientes de mi respuesta. El prestamista sabía perfectamente de qué iba la cosa, así que se puso en pie dispuesto a extender un pagaré. Mi obligación era requerirlo, servirle al perdedor en bandeja, pero no lo hice. Había algo sobrecogedor en la mirada de esa mujer.
—Señora, no dudo de su crédito, créame, pero el banquero con el que solemos trabajar está enfermo y yo carezco de poder. Lo siento, pero estos días sólo se puede jugar al contado.
La mujer me miró contrariada, no menos que el irlandés y ni que decir tiene que don Ricardo, pero, bien por mantener oculta la flor, bien por suponer que alguna razón tendría yo para dejar escapar a semejante pera en dulce, ninguno me contradijo hasta ver la reacción de la dama.
—¡Cómo es posible! —protestó ella—. Le aseguro que…
Sentí su aliento tibio con aroma a azúcar y almidón y me reafirmé en mi propósito.
—No es falta de confianza. Hágame caso.
Hice seña entonces a su criado para que acudiera en ayuda de su ama y la sacara de allí cuanto antes, pero el tipo o no se enteraba de nada o llevaba parte de Barbanegra, cosa que también era posible. El caso es que dormía o se hacía el dormido, pero no se movió de su banqueta. Di unos pasos hacia él para hacerle reaccionar, y entonces oí a mis espaldas a la señora dirigirse al cierto que ganaba en aquel momento:
—Tal vez usted me acepte un pagaré.
—Desde luego, señora, faltaría más —respondió el otro.
—Señora —intervino el irlandés— permita que sea yo su fiador. Para mí sería muy doloroso que se retirara en este momento. Tengo la horrible sensación de haber sido yo el causante de su mala racha.
—En absoluto, caballero, no diga usted esas cosas —respondió ella.
—No sabe qué enorme peso me quita de encima, aunque lamento que… ¡Hombre! Qué casualidad… Si está don Ricardo —dijo haciendo una seña al prestamista para que se aproximara a la mesa—, no le había visto.
Supongo que don Ricardo dudaría un momento antes de acudir a la llamada, al menos eso quiero pensar para salvar un resto de autoestima, pero el caso es que acudió y el irlandés, saltándose mi decisión, se despojó de una venera de diamantes que llevaba prendida al pecho y se la tendió al prestamista.
—¿Sabe usted algo de la enfermedad del banquero de don Francisco? —preguntó echándome una mirada de reojo.
—No. Es la primera noticia que tengo.
—Confiemos en que se restablezca pronto. Es una suerte que esté usted por aquí. ¿Cuánto me daría por esta venera? Necesito liquidez con urgencia.
—Sabe que cuenta con todo mi crédito. ¿Cuánto necesita?
—Déme quinientos reales, y entregue la mitad a la señora —dijo en tono galante.
—No puedo aceptarlo —protestó ella.
—Por favor, es una nadería, pero debe usted prometerme que hará morder el polvo aquí a nuestro matador.
—Caballero, señora —se defendió el otro—, les ruego que no unan sus armas contra mí.
—¿Acaso su venera tiene más crédito que mi collar? —preguntó la dama señalando el que llevaba al cuello y que era de perlas como garbanzos.
—Aguarde un momento —dijo Donahue al prestamista—. Tiempo habrá para eso. Conservémoslo como reserva —le susurró a la dama guiñándole un ojo.
La mujer sonrió. Parecía aliviada, Donahue se la había ganado por completo. En aquel momento debería haberme callado para que siguiera el expolio. Aquella mujer no abandonaría el ara hasta la última gota de su sangre. Sin embargo, me molestaba que el irlandés y el prestamista hubieran decidido saquear a alguien sin mi consentimiento. Al fin y al cabo yo era allí el jefe del cotarro y quien tenía que decidir esas cosas, así que volví hacia la mesa con el soñoliento criado arrastrando los pies detrás de mí y dispuesto a poner a la señora en la calle por cualquier medio, cuando la manaza de Manfred se posó en mi hombro.
—Jefe rápido arriba —dijo con su particular brusquedad.
—Dile que ahora voy —respondí.
—Ahora, ahora. ¡Jefe rápido arriba! —insistió apremiante.
Manfred era el último fichaje del negocio, y sospecho que el factor determinante de su elección fue su escaso conocimiento del castellano. Desde que nuestro magnánimo monarca Felipe III y su ínclito valido el duque de Lerma firmaran la paz con los Países Bajos, Francia, Inglaterra y qué sé yo cuanta gente más, la mayoría de los veteranos de los Tercios vagabundean por Europa a la espera de mejores tiempos en que la rapiña y el saqueo sean otra vez legales. La gran mayoría de ellos acaban recalando en Madrid en busca de recompensas o destinos, lo que a menudo se traduce en putas y una buena esquina en el barrio de Lavapiés donde cobrar peaje. Otros se inclinan por la mendicidad sinfónica, curioso invento de los alemanes, pero Manfred es de los que en vez de ganarse unas meajas cantando a coro en la puerta de alguna iglesia optaron por alquilar el hierro. Lo cierto es que tiene buena estampa para el empleo; es grande, rubicundo, zambo y un poco agobiado de espaldas, perilla en gancho y bigotes de guardamano. Apenas habla castellano, pero se hace entender con señas perentorias y el habla de germanía con que se manejan en el ejército. En cualquier caso es hombre de pocas palabras. Ahorra las amenazas. Es de los que te metería una cuarta de hierro en los riñones antes de que tú te calentaras lo suficiente como para empezar a insultarlo. En su ambiente, eso marca la diferencia. Pero también ha tenido suerte, como atestiguan los despachos que siempre lleva consigo en su cañón de lata. No es un vulgar rufián. Sus documentos aseguran que participó en la toma de Ostende, sitio al que yo también asistí, y luego en los asaltos de Oldessel y Rheinberg, donde cayó herido de arcabuz en la pierna derecha. De resultas le quedó sólo una leve cojera que hace su andar más chulesco.
—Ahora, ahora, jefe rápido arriba —insistió mascando las palabras.
Hice una señal a Rafael para que estuviera atento a lo que ocurría y, de camino a la escalera, empujé al criado de la señora en dirección a su banqueta.