Cuentan que el primero en traer una baraja a España fue un tal Pierre Papín, un jorobado gascón de quien se llegó a decir que había puesto negocio entre las putas portuguesas de la calle de la Sierpe de Sevilla. No puedo asegurarlo, nunca he estado al sur de Despeñaperros, pero el hecho de que el vulgo culpe de sus pecados a un francés me parece, cuando menos, tendencioso. Es cierto que son muchos los mendigos gascones que invaden nuestros caminos y ciudades en busca de una vida mejor, o de comida al menos, y que tal vez no sean inocentes de todos los males que se les imputan, pero no se puede negar que en estos tiempos sirven demasiado a menudo de chivo expiatorio. Yo creo que hay que ser justos; bastante tienen ya que purgar esos desgraciados por haber propagado la sífilis.
Antes me quedo con la versión de que el inventor de semejante arte fue un vecino de Madrid al que llamaban Vilhán. Tipo curioso, Vilhán, si es verdad la mitad de lo que cuentan. Versiones hay para todos los gustos. Según quién dirá que fue tahúr, comerciante, mozo de posada, albañil, espadero y qué sé yo. Puede que nada de eso sea cierto, pero hay algo de lo que sí estoy seguro: si inventó los naipes, el tal Vilhán debía de ser el mismo diablo.
Cuarenta cartoncillos pintados, eso es una baraja.
Pero no se deje engañar. Bajo su aspecto inofensivo se esconde un arma de uso extendido entre ladrones. Se podría decir que tanto vale espada al pecho como baraja sobre un tapete, aunque es peor la segunda, si me apura, porque el asalto en descampado no admite el crédito. Ante mis ojos he visto fortunas cambiar de mano, hombres de posición abocados al suicidio, mujeres dignas prostituirse en un envite; he sido testigo del desespero, la angustia, el miedo, la avaricia, el odio y la venganza, a veces en el curso de una misma noche. Pero qué les voy a decir yo si, mal que bien, vivía de ello. Hasta hace poco regentaba el garito propiedad de don Francisco de Robles, librero del rey y hombre de muchos y variados negocios, y puedo asegurar que entre velas, barajas y las propinas de los ganadores, eso que llaman el barato, no hacía mala finca.
Sepa, aunque de esto creo que ya hablamos en otra ocasión, que nací montañés e hidalgo. De lo primero da prueba la casa solariega que heredé de mis padres, aún en pie, anclada en la montaña por cuatro buganvillas que lamen sus muros como cuatro lenguas de fuego. En cuanto a lo segundo, no dispongo aún de ejecutoria que lo demuestre, pero es sólo cuestión de tiempo. Tan pronto la consiga me pondré a leer los Annales de Cornelio Tácito (qué mejor maestro para aprender a moverse en la Corte), a cultivar la paciencia para aprender a disimular lo que sé y quién soy y el ingenio para simular todo lo contrario. Mi vida entonces dará un giro definitivo. Podré solicitar el ingreso en una Orden, un destino en Palacio, América quizás. Y el amor. ¡Ah, el amor! Aunque no sé si para eso bastará una ejecutoria.
Mientras tanto, procuro ser cauto, ya me entiende, pasar desapercibido. Podría decirse que en el instante al que me remonto para empezar mi historia me conformaba con mi situación: tenía el asuntillo del garito y además me sacaba irnos extras corrigiendo pruebas de imprenta y redactando gacetillas. Todos los viernes escribía una pequeña crónica de lo sucedido durante la semana en la Corte y la enviaba con ligeros retoques a tres clientes, uno de Zaragoza, otro de Ciudad Real y a usted mismo, y las cobraba mensualmente y por adelantado mediante sendas letras a cargo de uno de los cambistas de la plaza del Salvador. Lo suficiente para ir tirando. Eso sin contar con el censo que había heredado de mis padres y que destinaba casi en su totalidad a obtener la ejecutoria de la que antes he hablado. No es que me sobrara nada, al contrario, a veces pasaba estrecheces, pero convendrá conmigo en que para un hidalgo es preferible morir de hambre en una habitación oscura que llevar a cabo un trabajo manual. Y no porque la sangre azul no sea buena ni para morcillas, como dice mi amigo Chete, sino porque las cosas no están como para renunciar a ningún privilegio.
Pero dejando a un lado mi abolengo, quiero dejar claro que tenía aptitudes para las actividades que desempeñaba. Estudié en la muy ilustre Universidad de Alcalá, donde obtuve el grado de bachiller en Artes con todos los honores tras superar las pruebas de Súmulas, Lógica Magna y Filosofía Natural y Moral. Me hubiera gustado seguir estudiando hasta obtener el título de Teología, o Medicina o qué sé yo, pero las circunstancias no me fueron propicias. Un desafortunado accidente en una taberna me lanzó al exilio y a los brazos de la milicia, y luego la peste acabó con mis padres. Con ellos murieron mis sueños, mi sustento y mi futuro de estudiante.
Por otra parte, aunque reconozco que no domino la espada, herramienta tan principal en el garito como la propia baraja, me arreglo con la vizcaína y contaba con el respaldo de Rafael y Manfred, dos mercenarios cuya soldada dependía de mi bienestar. Pero es que además, pese a no ser jugador, huelo a los fulleros, conozco las flores y no se me da mal cubrir sus celadas si el reparto beneficia a la casa.
Como puede suponer, carecía de sueldo fijo, aunque tampoco cobraba a mercedes. En un sitio me pagaban por errata marcada, y en el otro me aviaban con un porcentaje del barato.
Del personal, algo he dicho. Manfred y Rafael se turnaban junto a la puerta, en el zaguán y dentro de la sala. El primero era un veterano de Flandes, tosco pero de fiar. Rafael era otra cosa. No era un soldado de verdad, nunca había entrado en combate. Cuando decidió probar suerte en la carrera de las armas lo hizo enrolándose en una de las compañías privadas a las que dio licencia el marqués de Santacruz para expulsar a los moriscos. Recordará que el Estado no contaba con naves suficientes para llevar a cabo la deportación masiva que ordenó el duque de Lerma, así que se tuvieron que alquilar barcos privados a los que se pagaba por viaje cumplido y número de pasajeros. Los puertos de Levante se llenaron de todo tipo de gentuza. Cualquiera que tuviese algo que flotara, piratas incluidos, se puso al servicio de la Corona, y no fueron pocos los desalmados que, cegados por las primas, arrojaban su carga en mitad del mar para volver a por más. Rafael cumplió su servicio en uno de esos barcos malditos, y fue uno de los que multiplicaron su soldada haciendo saltar por la borda a golpes de alabarda a hombres, mujeres y niños aterrorizados. Eso aún lo lleva escrito en la cara y en ese mirar de abajo arriba que eriza el vello de la nuca y que fue determinante para que el jefe lo considerara idóneo para el puesto.
Aparte de los jaques, estaba Pascualín, un mozo de unos trece o catorce años que atendía los caprichos de los clientes y vaciaba orinales, y don Ricardo, aunque éste era más bien socio que empleado de don Francisco de Robles. Don Ricardo es un prestamista con banco en la plaza del Salvador, que cuando cierra la oficina de día, se deja caer por el garito a la caza de perdedores con ganas de recuperarse. Ya conocerá el dicho: «Coimero sin prestador es galera sin remos».
El garito ocupa la planta sótano del edificio que Robles posee en la calle Santiago, cerca de la Puerta de Guadalajara. En la principal, con puerta a la calle, está la librería, una de las más reputadas de la Corte. En ella se ofrecen volúmenes de ciencia, poesía, obras de entretenimiento, algunos editados por el mismo Robles. En la planta de arriba se encuentra su vivienda y oficina. El garito carece por completo de ventilación, las paredes amarillean de humedad y el techo bajo está ennegrecido por el humo de velas y candiles. El local es diáfano y en él se pueden montar ocho mesas de juego con comodidad, doce si los jugadores soportan rozarse los codos. Adosado a un muro hay un aparador con el material necesario: velas, candiles, naipes y un par de orinales para aliviarse sin tener que moverse del sitio. Frente a él, en un incensario de hierro, suelen humear pebetes de sicómoro, que disimulan, en lo posible, el tufo agrio de sudor seco.
Pero a pesar de sus carencias, el garito cuenta con una nutrida clientela. La mayoría son comerciantes y escribanos que prefieren su relativa modestia, por no decir miseria, a la opulencia de la casa de la calle de Milaneses, frecuentada por altos funcionarios y aristócratas y que, por el hecho de ser legal y pagar unas cuotas al regimiento de la ciudad, cobra entrada. Esto no quiere decir que la de Robles sea totalmente ilegal, al fin y al cabo mi jefe abona una cantidad periódica a don Salvador Remedo, alcalde de Villa y Corte y jefe del distrito, a cambio de su tolerancia y protección.
Hago tanto hincapié en todo lo relacionado con el garito porque es el punto de partida de mi historia. Aquella noche el local estaba medio vacío, lo normal en el mes de agosto, dos mesas jugando a cientos y una tercera con dos clientes que mataban el tiempo apostando a la carta más alta hasta que una mujer tomó plaza y propuso una partida de hombre. No hace falta que le diga que en Madrid no hay más losas que las de palacio, todo es tierra y torrenteras, y en los áridos veranos manchegos la ciudad se convierte en un horno saturado del polvo que levanta el continuo tráfago de gente. Los que pueden, se alejan. El rey baja al Buen Retiro, o se va al Escorial, o a Aranjuez, y los aristócratas van y vienen de sus residencias de campo. Además, en verano se recrudecen las epidemias, a pesar de toda la basura que se vierte en la calle y que se deja pudrir para atenuar en lo posible la excesiva pureza del aire del Guadarrama. Yo mismo acababa de sobreponerme a unas tercianas y aún arrastraba algo de fiebre cuando la necesidad me puso de nuevo en mi puesto. Por eso la entrada de aquella mujer, tan fuera de tiempo y lugar, llamó tanto mi atención.
Llegó pasadas las diez de la noche, cubierta con un mantón oscuro pinzado con la mano sobre el rostro. En cuanto entró acudí solícito a hacerle los honores. La saludé con una profunda reverencia y ella correspondió con una distraída inclinación de cabeza. No dijo su nombre, ni falta que hacía. De lejos olía a dama principal y era mi trabajo, si así ella lo requería, garantizar su anonimato. Dudó unos segundos más, y por fin decidió descubrirse. Pascualín recogió el manto y se lo entregó al lacayo que la acompañaba. Era una mujer mayor, de unos cincuenta diría yo, aunque conservaba la mayoría de los dientes, morena, algo gordita, con el cutis terso y las manos suaves y blancas, como las de esas que duermen con guantes rellenos de sebo de perro. Al sentarse a la mesa colocó frente a ella una cajita de pastillas aromatizadas de alcorza.
El lacayo se sentó en una banqueta y se apoyó en la pared. A pesar del calor permaneció embozado con la capa y ni siquiera tuvo a bien quitarse el sombrero. Sus mejillas mostraban cicatrices. Recuerdo que pensé que serían de la viruela, por el modo en que se cubría la cara.
La dama pagó velas, pidió baraja nueva, rasgó el precinto del fabricante y empezó a repartir con soltura. Venía bien provista de escudos, y ésa es noticia que se propaga más rápido que el fuego. Por eso, pasados tres cuartos de hora en que la suerte fue cambiando de mano sin grandes sobresaltos, no me sorprendió ver asomar al irlandés. Imaginé que alguno de los que habían salido en el último rato sería un entretenido o un enganchador de los que pululan localizando mirlos blancos con que cebar a sus gavilanes.