57
A los realistas
Vosotros, hombres sobrios, que os sentís bien armados contra la pasión y lo fantasioso y a los que os gustaría considerar vuestro vacío como un motivo de orgullo y un adorno, os llamáis a vosotros mismos realistas y dais a entender que el mundo está constituido realmente como a vosotros os parece que lo está: que solo ante vosotros se ha quitado su velo la realidad, y que vosotros mismos acaso seáis su mejor parte, ¡oh, vosotras, queridas imágenes de Sais! Sin embargo, ¿no seguís siendo también vosotros, en vuestro estado más despojado de velos, seres sumamente apasionados y oscuros, en comparación con los peces, y no seguís siendo demasiado parecidos a un artista enamorado?, y ¡qué es «realidad» para un artista enamorado! ¡Seguís llevando con vosotros de un lado para otro las estimaciones de las cosas que tienen su origen en las pasiones y enamoramientos de siglos pretéritos! ¡Vuestra sobriedad sigue teniendo asimilada una ebriedad secreta e insuprimible! Vuestro amor a la «realidad», por ejemplo, ¡oh, qué viejo y viejísimo es ese «amor»! En toda sensación, en toda impresión sensorial hay un pedazo de ese viejo amor: e, igualmente, algo de fantasioso, un prejuicio, una sinrazón, un desconocimiento, un temor, ¡y cuántas cosas más!, han trabajado y tejido en él. ¡Aquella montaña de allí! ¡Aquella nube de allá! ¿Qué hay en ellas de «real»? ¡Descontad de ellas lo que es producto de la fantasía y todo el ingrediente humano, vosotros los sobrios! Sí, ¡si pudieseis hacer eso! ¡Si pudieseis olvidar vuestra procedencia, vuestro pasado, vuestra escuela preparatoria: toda vuestra humanidad[17] y animalidad! No hay para nosotros «realidad» alguna, y tampoco la hay para vosotros, los sobrios: no nos somos recíprocamente tan ajenos como creéis, en modo alguno, y quizá nuestra buena voluntad de superar la ebriedad sea igual de respetable que vuestra creencia de ser sencillamente incapaces de la ebriedad.
58
¡Solo como creadores!
Me ha costado el mayor esfuerzo y todavía me lo sigue costando: convencerme de que es indeciblemente más importante cómo se llaman las cosas que lo que son. La reputación, el nombre y la apariencia, la consideración de que disfruta una cosa, su medida y su peso usuales —que en su origen la mayor parte de las veces son un error y una arbitrariedad, puestos por encima de las cosas como un vestido y enteramente ajenos a su esencia, e incluso a su piel— han ido agarrando en la cosa por obra de la fe en todo ello y de su crecimiento de generación en generación y han ido engrosando la cosa paulatinamente, por así decir, hasta llegar a ser su cuerpo mismo: ¡lo que al principio era apariencia se termina convirtiendo casi siempre en esencia, y actúa como esencia! ¡Qué insensato sería quien pensase que basta señalar este origen y esta envoltura neblinosa de la ilusión para aniquilar el mundo que pasa por esencial, la denominada «realidad»! ¡Solo como creadores podemos aniquilar! Pero tampoco olvidemos esto: basta crear nuevos nombres y nuevas estimaciones y nuevas probabilidades para, a la larga, crear «cosas» nuevas.
59
¡Nosotros los artistas!
Cuando amamos a una mujer, es fácil que odiemos a la naturaleza, teniendo en cuenta el conjunto de naturalidades repulsivas a las que está expuesta toda mujer; nos gusta pasar de largo por esas cosas con el pensamiento, pero cuando nuestra alma acierta a rozarlas da un respingo de impaciencia y, como hemos dicho, lanza una mirada de desprecio a la naturaleza: se nos ofende, la naturaleza parece inmiscuirse en nuestra posesión, y hacerlo con las menos consagradas de las manos. Hacemos entonces oídos sordos a toda fisiología y decretamos secretamente en nuestro interior: «¡no quiero saber nada de que el hombre sea otra cosa que alma y forma!» «El hombre que está debajo de la piel» es para todos los que aman un horror y una idea absurda, una blasfemia contra Dios y contra el amor. Ahora bien, lo que el amante todavía siente ahora respecto de la naturaleza y la naturalidad lo sentía antaño todo venerador de Dios y de su «santa omnipotencia»: en todo lo que decían de la naturaleza los astrónomos, los geólogos, los fisiólogos y los médicos veía un inmiscuirse en su más preciada posesión y, por consiguiente, un ataque, ¡y encima una desvergüenza del atacante! La «ley de la naturaleza» le sonaba ya como una calumnia contra Dios; en el fondo, le habría gustado no poco ver reducida toda la mecánica a actos morales de la voluntad, a actos arbitrarios: pero como nadie podía prestarle ese servicio, ocultaba a sus propios ojos la naturaleza y la mecánica lo mejor que podía, y vivía en un sueño. ¡Oh, estos hombres de antaño sabían soñar y no necesitaban quedarse dormidos primero!, ¡y también nosotros los hombres de hoy sabemos hacerlo aún demasiado bien, con toda nuestra buena voluntad de estar despiertos y nuestra voluntad de día! Basta con que amemos, odiemos, deseemos o sencillamente sintamos, para que inmediatamente venga sobre nosotros el espíritu y la fuerza del soñar, y subamos, con los ojos abiertos, fríos hacia cualquier peligro y por los más peligrosos caminos, a los tejados y torres de lo fantasioso, sin vértigo alguno, como escaladores natos, ¡nosotros sonámbulos a la luz del día! ¡Nosotros artistas! ¡Nosotros ocultadores de la naturalidad! ¡Nosotros lunáticos y ávidos de Dios[18]! ¡Nosotros caminantes que avanzamos en un silencio sepulcral e incansable por alturas que no vemos como alturas, sino como nuestras llanuras, como nuestras seguridades!
60
Las mujeres y su efecto a distancia
¿Tengo aún oídos? ¿Soy solamente oídos, y ya nada más? Me rodea el incendio del oleaje, cuyas blancas llamas suben cual lenguas de fuego hasta mis pies: de todas partes me vienen aullidos, amenazas y gritos estridentes, mientras en la más profunda profundidad el viejo sacudidor de la tierra canta su aria, sordamente y como un toro que brama: la acompaña golpeando el suelo con sus pisadas en un ritmo que sacude la tierra de tal modo que incluso a estas rocas monstruosas, maltratadas por mil temporales, les tiembla el corazón en el cuerpo al oírlo. Entonces, repentinamente, como nacido de la nada, aparece a la puerta de este infernal laberinto, a no más distancia que a unas pocas varas, un gran barco de vela que se desliza silencioso como un espectro. ¡Oh, su espectral belleza! ¡Con qué magia me prende! ¿Se habrán embarcado en él toda la calma y todo el silencio del mundo? ¿Radica mi felicidad misma en este lugar silencioso, mi yo más feliz, mi segundo yo mismo eternizado? ¿No estar muerto, y sin embargo ya no estar vivo? ¿Cómo un ser intermedio espectral, silencioso, contemplativo, que se desliza, que se cierne en el aire? ¡Pareciéndose al barco que con sus blancas velas corre como una enorme mariposa por encima del mar oscuro! ¡Sí! ¡Correr por encima de la existencia! ¡Esto es! ¡Esto sería! ¿Parece que el estruendo que hay aquí me ha convertido en un fantasioso? Todo gran estruendo hace que pongamos la felicidad en el silencio y en la lejanía. Cuando un varón está en medio de su estruendo, en medio de su oleaje de las empresas y de los proyectos a los que se lanza, es probable que vea también pasar de largo deslizándose seres encantados y silenciosos, de cuya felicidad y retiro siente nostalgia: son las mujeres. Casi piensa que allí, donde las mujeres, habita su mejor yo: en estos lugares silenciosos cree que se convierte en silencio de muertos hasta el más ruidoso oleaje, y la vida misma en un sueño sobre la vida. ¡Sin embargo! ¡Sin embargo! Mi noble visionario, ¡hasta en el más bello barco de vela hay tanto ruido y estruendo, y, por desgracia, tanto estruendo pequeño y lamentable! La magia y el más poderoso efecto de las mujeres es, para decirlo en el lenguaje de los filósofos, un efecto a distancia, una actio in distans: y para ello hace falta, primero y sobre todo… ¡distancia!
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En honor de la amistad
Que el sentimiento de amistad estuviese considerado en la Antigüedad como el sentimiento más elevado, superior incluso al más celebrado orgullo del que apenas tiene necesidades y del sabio, que estuviese considerado incluso, por así decir, como su único y todavía más sagrado hermano: esto lo expresa muy bien la historia de aquel rey macedonio que regaló un talento a un filósofo de Atenas despreciador del mundo y a quien el filósofo se lo devolvió. «¿Cómo?», dijo el rey, «¿no tiene amigos?». Con eso quería decir: «Mucho estimo el orgullo de este hombre sabio e independiente, pero estimaría aún más su humanidad si el amigo hubiese vencido en él sobre su orgullo. ¡El filósofo ha perdido valor a mis ojos, por cuanto ha mostrado que no conoce uno de los dos sentimientos más elevados, y, por cierto, el que no conoce es el más elevado de los dos!».
62
Amor
El amor perdona al amado incluso el deseo.
63
La mujer en la música
¿Cómo es que los vientos cálidos y de lluvia traen consigo también el ambiente musical y el inventivo placer de la melodía? ¿No son los mismos vientos que llenan las iglesias e inspiran a las mujeres pensamientos enamorados?
64
Escépticos
Me temo que en el más secreto escondrijo de su corazón las mujeres que han llegado a viejas son más escépticas que todos los hombres: creen que la superficialidad de la existencia es la esencia de esta, y toda virtud y profundidad no es para ellas sino envoltura de esa «verdad», la muy deseable envoltura de algo pudendum[19], ¡por lo tanto, una cuestión de decoro y de pudor, y nada más!
65
Entrega
Hay mujeres nobles y de una cierta pobreza de espíritu que no saben expresar su más profunda entrega de otro modo que ofreciendo su virtud y su pudor: es para ellas lo más alto que tienen. Y con frecuencia ese regalo es aceptado, sin que obligue tan profundamente como presuponen las donantes: ¡una historia muy melancólica!
66
La fortaleza de los débiles
Todas las mujeres son sutiles en la exageración de su debilidad; es más, son ingeniosas en debilidades, a fin de aparecer por entero como frágiles adornos a los que hasta un granito de polvo hace daño: aspiran a que su existencia haga que la tosquedad del hombre esté presente a ojos de este y pese sobre su conciencia. Así se defienden contra los fuertes y contra todo «tomarse la justicia por su mano».
67
Fingirse a sí misma
Ella lo ama, y desde ese momento mira ensimismada con tan tranquila confianza como una vaca. Pero ¡ay!, precisamente lo que a él lo tenía encantado era que ella parecía por entero cambiante e inasible. ¡En sí mismo tenía él ya una atmósfera harto estable! ¿No haría bien ella en fingir su antiguo carácter? ¿En fingir falta de amor? ¿No es el amor mismo quien se lo aconseja? Viuat comoedia!
68
Tener voluntad y estar dispuesto
Llevaron a un muchacho ante un hombre sabio y dijeron: «¡A este lo echan a perder las mujeres!». El hombre sabio negó con la cabeza y sonrió. «Son los hombres», exclamó, «los que echan a perder a las mujeres: y todo lo que yerran las mujeres debe ser expiado y enmendado a costa de los hombres, pues el hombre se forja una imagen de la mujer, y la mujer se forja a sí misma conforme a esa imagen». «Eres demasiado suave de corazón con las mujeres», dijo uno de los circunstantes, «¡no las conoces!». El hombre sabio respondió: «La forma de ser propia del hombre es la voluntad, la de la mujer estar dispuesta: ¡tal es, en verdad, la ley de los sexos!, ¡una dura ley para la mujer! Todas las personas son inocentes de su propia existencia, pero las mujeres son inocentes en segundo grado: ¡quién podría tener para ellas suficiente aceite y suavidad!». ¡Qué dices de aceite!, ¡qué dices de suavidad!, exclamó otro desde dentro de la multitud, ¡hay que educar mejor a las mujeres! «Hay que educar mejor a los hombres», dijo el hombre sabio, e hizo señas al muchacho de que lo siguiese. Pero el muchacho no lo siguió.
69
Capacidad de venganza
Que alguien no se pueda defender y, por consiguiente, tampoco quiera hacerlo, no lo convierte aún en despreciable a nuestros ojos: pero estimamos en poco a quien no tiene la capacidad ni la buena voluntad de vengarse, con independencia de que sea hombre o mujer. ¿Nos retendría (o, como suele decirse, «nos encadenaría») una mujer a la que no considerásemos capaz de, en ciertas circunstancias, saber manejar bien la daga (alguna clase de daga) contra nosotros? O contra sí misma: lo que en un determinado caso sería la venganza más sensible (la venganza china).
70
Las señoras de los señores
Una voz de alto profunda y poderosa, tal y como se la oye a veces en el teatro, levanta súbitamente el telón para posibilidades en las que usualmente no creemos: creemos de repente que en algún lugar del mundo puede haber mujeres con almas elevadas, heroicas, reales, capaces de grandiosas respuestas, grandiosas decisiones y grandiosos sacrificios, y dispuestas a ello, capaces de ejercer dominio sobre el varón, y dispuestas a ejercerlo, porque en ellas lo mejor del varón, más allá del sexo, se ha hecho un ideal de carne y hueso. Ciertamente, no es propósito del teatro que tales voces transmitan ese concepto de la mujer: usualmente están destinadas a representar el amante masculino ideal, por ejemplo un Romeo; pero, a juzgar por mi experiencia, el teatro y el músico que esperan tales efectos de tal voz se equivocan en sus cálculos con toda regularidad. No se cree en esos amantes: esas voces siguen conteniendo un timbre maternal y como de ama de casa, y cuando más lo contienen es precisamente cuando hay amor en su tono.
71
De la castidad femenina
Hay algo enteramente sorprendente y enorme en la educación de las mujeres distinguidas, es más, puede que nada sea más paradójico. Todo el mundo está de acuerdo en educarlas in eroticis con el mayor desconocimiento posible y en introducir en sus almas un profundo pudor ante asuntos de ese tipo, y la extrema impaciencia y huida cuando se aluda a esas cosas. En el fondo, una mujer se juega su «honor» solamente aquí: ¡cuántas cosas no se le perdonarían en otros terrenos! Pero en este se desea que permanezcan ignorantes hasta dentro de su corazón: que no tengan ojos, ni oídos, ni palabras, ni pensamientos para este su «mal»: y es que aquí saber es ya el mal. ¡Y sin embargo ser arrojadas a la realidad y al saber cómo con un cruel relámpago, con el matrimonio, y concretamente por aquel a quien más aman y reverencian!, ¡sorprender al amor y al pudor en contradicción, es más, sentir arrobamiento, la más rendida entrega, deber, compasión y horror por la inesperada vecindad de dios y animal, y cuántas cosas más!, ¡y tener que sentir todo eso a la vez! ¡Ahí, realmente, el alma se ve atada por un nudo que no tiene igual! Ni siquiera la curiosidad compasiva del más sabio conocedor del ser humano es suficiente para adivinar cómo esta y aquella mujer sabe plegarse a esta solución del enigma y a este enigma de solución, y qué horribles sospechas que llegan muy lejos tienen que suscitarse entonces en la pobre alma sacada de quicio, es más, ¡cómo lanzan sus anclas en este punto la última filosofía y el último escepticismo de la mujer! Después, el mismo profundo silencio que antes: y con frecuencia un silencio ante sí misma, un cerrar los ojos ante sí misma. Las mujeres jóvenes se esfuerzan mucho por parecer superficiales y distraídas; las más delicadas de ellas fingen una especie de descaro. Las mujeres sienten fácilmente a sus maridos como un signo de interrogación de su honor y a sus hijos como una apología o una penitencia; tienen necesidad de los hijos y los desean, en un sentido totalmente distinto de aquel en que un hombre desea hijos. En suma, ¡nunca se tendrá la suficiente suavidad con las mujeres!
72
Las madres
Los animales piensan de distinto modo sobre las mujeres que las personas; consideran a la hembra como el ser productivo. El amor paternal no existe en ellos, pero sí algo así como amor a los hijos de una amada y acostumbramiento a ellos. Las hembras encuentran en los hijos la satisfacción de su sed de dominio, una propiedad, una ocupación, algo enteramente comprensible para ellas y con lo que pueden parlotear: la suma de todo esto es el amor de madre, y es comparable con el amor del artista a su obra. El embarazo ha hecho a las mujeres más suaves, pacientes, temerosas, gustosas de someterse; e, igualmente, el embarazo espiritual engendra el carácter de los contemplativos, el cual está emparentado con el carácter femenino: son las madres masculinas. Entre los animales es el sexo masculino el que está considerado el bello sexo.
73
Santa crueldad
A un santo se le acercó un hombre que llevaba en brazos a un niño que acababa de nacer. «¿Qué hago con el niño?», preguntó, «está horriblemente malformado y no tiene la vida suficiente para morir». «Mátalo», exclamó el santo con terrible voz, «mátalo, y después tenlo tres días y tres noches en tus brazos, a fin de que se te quede grabado en la memoria: así no volverás a engendrar un hijo cuando no sea para ti el tiempo oportuno para engendrar». Al oír esto, el hombre se fue decepcionado; y muchos censuraron al santo porque había aconsejado una crueldad, pues había aconsejado matar al niño. «Pero ¿no es más cruel dejarle vivir?», dijo el santo.
74
Las que no tienen éxito
Nunca tienen éxito esas pobres mujeres que en presencia de aquel a quien aman se ponen intranquilas e inseguras y hablan demasiado: pues lo más seguro para seducir a los hombres es una cierta ternura reservada y flemática.
75
El tercer sexo
«Un hombre pequeño es una paradoja, pero sigue siendo un hombre; en cambio, las mujercillas pequeñas, comparadas con las mujeres de buena estatura, me parecen de otro sexo», decía un viejo maestro de baile. Una mujer pequeña nunca es bella, decía el viejo Aristóteles.
76
El mayor peligro
¡Si no hubiese habido en todo tiempo una mayoría de personas que sentían la disciplina de su cabeza —su «racionalidad»— como su orgullo, su obligación, su virtud, a los que ofendía o avergonzaba, en tanto que amigos «del sano sentido común», todo fantasear y todo exceso del pensamiento, el género humano habría perecido hace ya mucho tiempo! Sobre él se cernía y se cierne de continuo, como su mayor peligro, la irrupción de la demencia, es decir, la irrupción del capricho en el sentir, ver y oír, el disfrute en la falta de disciplina de la cabeza, la alegría en el sinsentido común. No son la verdad y la certeza lo contrapuesto al mundo del demente, sino la universalidad de una fe y su obligatoriedad para todos: en suma, lo no caprichoso en el juzgar. Y el mayor trabajo de los hombres ha sido hasta ahora el de concordar entre sí sobre muchísimas cosas e imponerse una ley de la concordancia, con independencia de que esas cosas sean verdaderas o falsas. Esta es la disciplina de la cabeza a la que el género humano debe su conservación; pero las pulsiones contrarias siguen siendo tan poderosas que en el fondo es lícito hablar del futuro del género humano con poca confianza. De continuo la imagen misma de las cosas se corre y se desplaza, y quizá a partir de ahora más y con mayor rapidez que nunca; de continuo son precisamente los espíritus más escogidos los que prestan resistencia a aquella obligatoriedad general, ¡y los investigadores de la verdad los primeros! De continuo engendra aquella fe, en su calidad de fe que todo el mundo comparte, una repugnancia y una nueva lascivia en las cabezas dotadas de mayor finura, y ya el ritmo lento que esa fe exige para todos los procesos espirituales, esa imitación de la tortuga que aquí es reconocida como la norma, convierte a los artistas y a los escritores en desertores: es en estos espíritus inquietos donde irrumpe un placer formal en la demencia, ¡porque la demencia tiene un ritmo tan alegre! Se necesita, así pues, intelectos virtuosos —¡ay!, quiero usar la palabra más inequívoca—, se necesita la estupidez virtuosa, se necesita diapasones inconmovibles del espíritu lento para que los creyentes de la gran fe total permanezcan juntos y sigan bailando su baile: es una necesidad fisiológica de primer rango la que aquí manda y exige. Nosotros los distintos somos la excepción y el peligro, ¡estamos eternamente necesitados de defensa! Ahora bien, realmente cabe decir algo a favor de la excepción, suponiendo que nunca quiera convertirse en regla.
77
El animal con buena conciencia
Lo que hay de vulgar en todo lo que gusta en el Sur de Europa, ya sea la ópera italiana (por ejemplo, la de Rossini y la de Bellini) o la novela de aventuras española (como más accesible nos resulta a nosotros es en el disfraz francés del Gil Blas), no se me oculta, pero no me ofende, igual que tampoco me ofende la vulgaridad que nos sale al encuentro en un recorrido por Pompeya y, en el fondo, incluso al leer cualquier libro de la Antigüedad: ¿a qué se debe esto? ¿Sucede acaso que ahí falta el pudor y que todo lo vulgar comparece con tanta seguridad y confianza en sí mismo como cualquier cosa noble, amable o apasionada que haya en el mismo tipo de música o de novela? «El animal tiene sus derechos igual que el hombre: que corretee libremente, y tú, mi querido congénere, sigues siendo ese animal, pese a todo»: esta me parece la moraleja del asunto y la peculiaridad de la condición humana meridional. El mal gusto tiene sus derechos igual que el bueno, e incluso un privilegio sobre él, en el caso de que el primero sea la gran necesidad, la satisfacción segura y por así decir un lenguaje universal, una máscara y gesto comprensibles incondicionadamente: en cambio, el buen gusto, el gusto escogido, siempre tiene algo que busca, algo de intento, no está totalmente seguro de ser comprendido, ¡no es ni ha sido nunca popular! ¡Popular lo es y lo será la máscara! ¡Que corra, pues, por ahí todo lo que hay de enmascarado en las melodías y cadencias, en los saltos y alegrías del ritmo de estas óperas! ¡Y no digamos la vida de la Antigüedad! ¡Qué se comprende de ella cuando no se comprende el placer en la máscara, la buena conciencia de todo lo enmascarado! Aquí está el baño y el descanso del espíritu antiguo: y quizá este baño les era todavía más necesario a las naturalezas excepcionales y elevadas del mundo antiguo que a las vulgares. En cambio, en las obras nórdicas, por ejemplo en la música alemana, un giro vulgar me ofende indeciblemente. En ellas hay pudor, el artista ha descendido ante sí mismo y ni siquiera podía evitar enrojecer al hacerlo: nos avergonzamos con él y nos sentimos tan ofendidos porque sospechamos que creía tener que descender por nuestra causa.
78
De lo que debemos estar agradecidos
Los artistas, y especialmente los de teatro, son los primeros que han dado a los hombres ojos y oídos para oír y ver con algún deleite lo que cada uno es en sí mismo, lo que él mismo vive, lo que él mismo quiere; son los primeros que nos han enseñado la estimación del héroe que está escondido en cada uno de estos hombres cotidianos y el arte de cómo uno puede verse a sí mismo como héroe, desde lejos y por así decir simplificado y transfigurado: el arte de «ponerse en escena» uno mismo. ¡Solo así podemos superar algunos bajos detalles que hay en nosotros! Sin aquel arte no seríamos otra cosa que primer plano y viviríamos por entero bajo el hechizo de aquella óptica que hace aparecer lo más cercano y vulgar como enormemente grande y como la realidad en sí. Quizá haya un mérito de parecido tipo en aquella religión que mandaba observar la pecaminosidad de cada hombre concreto con el cristal de aumento y que hacía del pecador un gran e inmortal criminal: al describir perspectivas eternas alrededor de él, enseñaba al hombre a verse desde lejos y como algo pretérito, completo.
79
Aliciente de la imperfección
Veo aquí a un escritor que, como algunas personas, con sus imperfecciones ejerce un atractivo más alto que con todo lo que se redondea y toma una forma perfecta bajo su mano; es más, debe ventajas y fama más a su incapacidad última que a su riqueza en fuerza. Su obra nunca expresa por completo lo que él realmente quisiera expresar, lo que a él le gustaría haber visto: parece que ha pregustado una visión sin haber tenido nunca la visión misma, pero en su alma ha quedado una enorme lascivia hacia esa visión, y de ella toma su igualmente enorme elocuencia del anhelo y del hambre canina. Con esa elocuencia eleva a quien lo escucha por encima de su obra y de todas las «obras» y le da alas para subir tan alto como, de otro modo, los oyentes nunca suben: y así, convertidos ellos mismos en escritores y visionarios, tributan al autor de su felicidad gran admiración, como si los hubiese llevado directamente a la contemplación de lo más santo y último que tiene, como si hubiese alcanzado su propia meta y hubiese visto y comunicado realmente su visión. Beneficia a su fama no haber llegado propiamente a la meta.
80
Arte y naturaleza
A los griegos (o al menos a los atenienses) les gustaba oír hablar bien, es más, tenían una ávida inclinación hacia ello, que los distingue de los no-griegos más que cualquier otra cosa. Y, así, exigían incluso de la pasión representada sobre el escenario que hablase bien, y aceptaban con delectación la innaturalidad del verso dramático: ¡y es que en la naturaleza la pasión es tan parca en palabras!, ¡tan muda y azarada! O, cuando encuentra palabras, ¡tan conturbada e irracional y avergonzada de sí misma! Solo que gracias a los griegos todos nos hemos acostumbrado a esta innaturaleza sobre el escenario, al igual que gracias a los italianos soportamos, y soportamos gustosos, aquella otra innaturaleza, la pasión que canta. Ha llegado a ser para nosotros una necesidad que no podemos satisfacer con la realidad: oír hablar a personas bien y circunstanciadamente en las más difíciles situaciones, y ahora nos entusiasma que el héroe trágico siga encontrando palabras, razones y gestos elocuentes, y en conjunto una luminosa espiritualidad, cuando la vida se acerca a los abismos y el hombre real la mayor parte de las veces pierde la cabeza, y con toda seguridad el bello lenguaje. Esta especie de desviación de la naturaleza es quizá el manjar más gustoso para el orgullo del hombre; es por su causa por lo que ama el arte como expresión de una innaturalidad y convención elevada y heroica. Está justificado reprochar al autor dramático que no transforme todo en razón y palabra, sino que siempre retenga en su mano un resto de silencio: al igual que no nos quedamos satisfechos con el músico de ópera que para la más elevada emoción no sabe encontrar una melodía, sino solamente un balbucear y gritar «natural» y cargado de emoción. ¡Es precisamente ahí donde se debe contradecir a la naturaleza! ¡Es precisamente ahí donde el aliciente vulgar de la ilusión debe dar paso a un aliciente superior! Los griegos van por este camino lejos, lejos, ¡tan lejos que asusta! Al igual que disponen el escenario con toda la estrechez posible y se prohíben todo efecto producido mediante la profundidad de planos, al igual que imposibilitan al actor el juego mímico y el fácil movimiento y lo transforman en una marioneta solemne, tiesa y enmascarada, así también han quitado a la pasión misma la profundidad de planos y le han dictado una ley del bello discurso, es más, han hecho absolutamente todo lo posible para contrarrestar el efecto elemental de las imágenes que despiertan temor y compasión: precisamente no querían temor y compasión; ¡gloria a Aristóteles, pero seguramente no dio en el clavo, y menos en la cabeza del clavo, cuando habló de la finalidad última de la tragedia griega! Examínese a los autores griegos de tragedias para ver qué es lo que más excitaba su diligencia, su ingenio, su emulación: ¡seguro que no era el propósito de arrollar a los espectadores con emociones! ¡El ateniense iba al teatro para oír bellos discursos! ¡Y de bellos discursos es de lo que se trataba para Sófocles, perdóneseme esta herejía! Muy distinto es el caso de la ópera seria: todos sus maestros ponen gran interés en impedir que se entienda a sus personajes. Una palabra cogida al vuelo ocasionalmente puede que vaya en ayuda del oyente poco atento: en conjunto la situación tiene que explicarse a sí misma; ¡nada importan los discursos!, así piensan todos y así es como han hecho todas sus travesuras con las palabras. Quizá les haya faltado valentía solamente para expresar por entero su menosprecio último por la palabra: un poco de descaro más en Rossini y habría hecho cantar ya un mero la-la-la, ¡no sin razón! ¡Y es que, precisamente, no hay que «creerse todo» lo que dicen los personajes de la ópera, sino que hay que dar más crédito a la música que a la letra! ¡Esta es la diferencia, esta es la bella innaturalidad por cuya causa vamos a la ópera! Ni siquiera el recitativo secco[20] pide ser oído propiamente como letra y texto: esa especie de semimúsica está destinada más bien a dar al oído musical primero un pequeño descanso (para que descanse de la melodía, que es el más sublime y por eso también el más fatigoso disfrute de este arte), pero muy pronto algo distinto, a saber, una creciente impaciencia, una creciente resistencia, un nuevo deseo de música de cuerpo entero, de melodía. ¿Qué sucede, desde este punto de vista, con el arte de Richard Wagner? ¿Acaso algo diferente? Con frecuencia tenía yo la impresión de que antes de la representación habría que aprender de memoria la letra y la música de sus creaciones: pues de otro modo —esa impresión tenía yo— no se oye la letra, y ni siquiera la música.
81
Gusto griego
«¿Qué tiene de bello?», dijo aquel agrimensor tras una representación de la Ifigenia, «¡en ella no se demuestra nada!». ¿Habrán estado los griegos tan lejos de este gusto? En Sófocles al menos «se demuestra todo».
82
El esprit poco griego
En todo su pensamiento los griegos son indescriptiblemente lógicos y escuetos; no llegaron a hastiarse de ello, al menos durante su larga buena época, como se hastían los franceses con tanta frecuencia: estos últimos gustan sobremanera de dar un pequeño salto hacia el lado contrario, y propiamente solo toleran el espíritu de la lógica cuando a causa de una cierta cantidad de esos pequeños saltos hacia el lado contrario ese espíritu deja traslucir su sociable cortesía, su sociable abnegación. La lógica les parece necesaria, como el pan y el agua, pero también, al igual que estos tan pronto deben ser degustados puros y solos, como una especie de rancho carcelario. En la buena sociedad nunca se debe querer tener razón completamente y uno solo, según quiere toda lógica pura: de ahí la pequeña dosis de sinrazón que hay en todo esprit francés. El sentido de la sociabilidad de los griegos estaba mucho menos desarrollado de lo que está y estaba el de los franceses: de ahí que haya tan poco esprit en sus hombres más ingeniosos, de ahí que haya tan poca chispa incluso en sus personas más chispeantes, de ahí… ¡Ay!, no se me creerán estas frases, ¡y cuántas por el estilo guardo aún en mi interior! Est res magna tacere[21], dice Marcial con todos los parlanchines.
83
Traducciones
Se puede estimar el grado de sentido histórico que posee una época viendo cómo esa época hace traducciones y trata de asimilar épocas y libros pretéritos. Los franceses de Corneille, y todavía los de la Revolución, se apoderaban de la Antigüedad romana con un atrevimiento que nosotros ya no tendríamos: gracias sean dadas a nuestro superior sentido histórico. Y la Antigüedad romana misma: ¡qué violentamente y, al mismo tiempo, ingenuamente, le ponía la mano encima a todo lo bueno y elevado de la Antigüedad griega, que era más antigua que ella! ¡Cómo la introducían, al traducirla, en la actualidad romana! ¡Cómo hacían, a propósito y despreocupadamente, que la mariposa instante perdiese el polvo de sus alas! Así era como Horacio traducía aquí y allí a Alceo o a Arquíloco, y Propercio a Calimaco y a Filetas (poetas del mismo rango que Teócrito, si se nos permite juzgar): ¡qué les importaba que el creador propiamente dicho hubiese experimentado esto y aquello y hubiese dejado escritas en su poema las señales de ello! En tanto que poetas, no veían con buenos ojos el espíritu venteador y como de anticuario que precede al sentido histórico, en tanto que poetas no dejaban estar esas cosas y nombres enteramente personales y cuanto era propio, como traje y máscara, de una ciudad, de una costa o de un siglo, sino que ponían en su lugar con toda presteza lo actual y lo romano. Parecen preguntarnos: «¿No vamos a hacer lo antiguo nuevo para nosotros y componernos a nosotros en lo antiguo?, ¿no nos va a ser lícito insuflar nuestra alma en ese cuerpo muerto?, pues de lo que no cabe duda es de que está muerto: ¡qué feo es todo lo muerto!». No conocían el disfrute del sentido histórico; lo pretérito y ajeno era para ellos penoso, y, en su calidad de romanos, un estímulo para una conquista romana. Se conquistaba entonces cuando se traducía, en verdad, y no era solo que se dejase fuera lo histórico: no, se añadía la alusión intencionada a lo actual, sobre todo se tachaba por completo el nombre del poeta y se colocaba el propio en su lugar, y no con la sensación de estar cometiendo un hurto, sino con la mejor de las conciencias del imperium Romanum.
84
Del origen de la poesía
Los amantes de lo fantástico del hombre, que al mismo tiempo defienden la doctrina de la moralidad instintiva, infieren así: «Suponiendo que en todas las épocas se ha venerado la utilidad como la deidad suprema, ¿de dónde diantres ha salido la poesía? ¡Esta ritmación del discurso, que antes contrarresta la claridad de la comunicación que la fomenta, y que a pesar de ello ha brotado y brota todavía en todas partes como un sarcasmo contra toda útil adecuación a fines! ¡La salvajemente bella sinrazón de la poesía os refuta, utilitarios! ¡Desear librarse alguna vez de la utilidad: precisamente esto es lo que ha elevado al hombre, esto lo ha inspirado a la moralidad y al arte!». Ahora bien, aquí tengo que hablar por una vez a gusto de los utilitaristas (¡tienen razón tan rara vez que dan pena!). Y es que en aquellas antiguas épocas que llamaron a la poesía a la existencia —cuando se hizo penetrar en el discurso el ritmo, esa violencia que reordena todos los átomos de la frase, que manda elegir las palabras y da nuevo color a la idea y la hace más oscura, ajena, lejana— se ponían los ojos en la utilidad, y en una utilidad muy grande, ¡solo que era una utilidad supersticiosa! En virtud del ritmo, una vez que se había notado que el hombre conserva mejor en la memoria el verso que la prosa, se aspiraba a que se les quedase grabado a los dioses más profundamente algo que interesaba mucho al hombre; asimismo, uno creía hacerse audible a mayores distancias mediante el tictac rítmico; la oración rítmica parecía llegar mejor a oído de los dioses. Pero, sobre todo, se quería obtener la utilidad de aquel elemental arrollamiento que el hombre en sí experimenta al oír música: el ritmo es una coacción; genera un placer insuperable de ceder, de sumar la propia voz; no solo los pies, también el alma misma va llevando el compás, ¡probablemente, así se dedujo, también el alma de los dioses! Por tanto, se trataba de forzarlos mediante el ritmo y de ejercer un poder sobre ellos: se les lanzaba la poesía como si de un lazo mágico se tratase. Había aún una idea más extraña: y quizá sea precisamente ella la que más poderosamente ha influido en el surgimiento de la poesía. En los pitagóricos aparece como doctrina filosófica y como artimaña de la educación, pero mucho tiempo antes de que hubiese filósofos se reconocía a la música la capacidad de descargar las emociones, de limpiar el alma, de suavizar la ferocia animi[22] precisamente gracias a lo rítmico de la música. Cuando se había perdido la correcta tensión y armonía del alma, había que bailar, al compás del que cantaba: tal era la receta de esa arte curativa. Con ella aquietó Terpandro una revuelta, amansó Empédocles a un furioso, purificó Damón a un muchacho que sufría mal de amores; con ella se ponía en cura también a los dioses vengativos y que se habían encolerizado salvajemente. Primero, llevando al paroxismo el arrebato y el desenfreno de sus emociones, así pues, haciendo al furioso loco, al vengativo ebrio de venganza: todos los cultos orgiásticos quieren descargar de una vez la ferocia de una divinidad y hacer de ella una orgía, a fin de que posteriormente se sienta más libre y tranquila y deje al hombre en paz. Melos[23] significa por su raíz una sustancia que suaviza, no porque sea suave en sí misma, sino porque sus efectos hacen suave. Y no solo la canción cultual, también la canción profana de las más antiguas épocas presupone que lo rítmico ejerce una fuerza mágica, por ejemplo la canción al sacar agua o al remar es un encantamiento de los genios que se piensa que están actuando ahí, los hace obsequiosos, les quita su libertad y los convierte en un instrumento del hombre. Y siempre que se actúa se tiene una ocasión para cantar: toda acción está vinculada al auxilio de espíritus, y la canción de encantamiento y echar conjuros parecen ser la forma primigenia de la poesía. Cuando el verso se empleaba también en el oráculo —los griegos decían que el hexámetro se había inventado en Delfos— se esperaba del ritmo que ejerciese una coacción también ahí. Solicitar una profecía sobre algo significa originalmente (según la derivación de las palabras griegas que me parece probable) predeterminar algo; se cree poder forzar el futuro ganando a Apolo para sí: a Apolo, quien, conforme a la más antigua idea, es mucho más que un dios vaticinador. Tal y como se pronuncia la fórmula, literalmente y con el ritmo exacto, así es como ella ata el futuro: pero la fórmula es el invento de Apolo, quien en su calidad de dios de los ritmos puede atar también a las diosas del destino. Visto y preguntado en su conjunto: ¿había acaso para el viejo tipo supersticioso de hombre algo más útil que el ritmo? Con él se podía todo: favorecer mágicamente una tarea; forzar a un dios a aparecer, a estar cerca, a escuchar; disponer el futuro conforme a la propia voluntad; descargar la propia alma de alguna desmesura (del miedo, de la manía, de la compasión, de la sed de venganza), y no solo la propia alma, sino la del más malvado genio: sin el verso no se era nada, con el verso uno se convertía casi en un dios. Un sentimiento básico como ese ya no se puede extirpar por completo, y todavía ahora, tras milenios de largo trabajo en el combate contra esa superstición, hasta el más sabio de nosotros se convierte en ocasiones en un insensato del ritmo, aunque solo sea cuando siente un pensamiento como más verdadero cuando tiene una forma métrica y se le acerca dando una cabriola divina. ¿No es cosa muy divertida que todavía hoy los más serios filósofos, por rigurosos que sean en lo tocante a cualquier certeza, apelen a dichos de poetas para dar a sus ideas fuerza y credibilidad? ¡Y, sin embargo, una verdad corre más peligro cuando el poeta asiente a ella que cuando la contradice! Pues, como dice Homero: «¡Mucho mienten los poetas!».
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Lo bueno y lo bello
Los artistas glorifican continuamente (no hacen nada más): glorifican todos los estados y cosas que tienen fama de que con ellos y en ellos el hombre puede sentirse bueno o grande, o ebrio, o divertido, o bien y sabio. Las cosas y los estados escogidos, cuyo valor para la felicidad humana se considera seguro y adecuadamente estimado, son los objetos de los artistas: están siempre al acecho para descubrirlos y llevarlos al terreno del arte. Quiero decir que no son ellos mismos los tasadores de la felicidad y de lo feliz, pero que se esfuerzan siempre por acercarse a esos tasadores, con la mayor curiosidad y las mayores ganas de extraer inmediatamente una utilidad de sus estimaciones. Así, dado que además de su impaciencia tienen también los grandes pulmones de los heraldos y los pies de los corredores, siempre estarán también entre los primeros que glorifican lo bueno nuevo, y frecuentemente aparecen como los primeros en llamarlo bueno y en tasarlo como bueno. Pero esto es, como hemos dicho, un error: lo único que sucede es que andan más listos y hacen más ruido que los tasadores reales. Y, entonces, ¿quiénes son estos? Los ricos y los ociosos.
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Del teatro
Este día volvió a darme sensaciones fuertes y altas, y si yo pudiese tener en su atardecer música y arte, sé bien qué música y arte no me gustaría tener, a saber, ninguno de los que embriagan a sus oyentes —a aquellos hombres de almas cotidianas que al atardecer no se parecen a vencedores en carros de triunfo, sino a mulas cansadas sobre las que la vida ha utilizado la fusta con demasiada frecuencia— y quisieran impulsarlos hacia arriba para que por un instante disfruten de sensaciones fuertes y elevadas. ¡Qué sabrían esos hombres de «estados de ánimo elevados» si no hubiese medios para embriagarse y golpes de fusta ideales! Y así es como tienen sus entusiasmadores, igual que tienen sus vinos. Pero ¡qué es para mí su bebida y su embriaguez! ¡Qué necesidad tiene del vino el entusiasmado! Más bien mira con una especie de repugnancia los medios y los mediadores que aquí aspiran a producir un efecto sin razón suficiente: ¡un burdo remedo de la marea alta de las almas! ¿O acaso se regala al topo alas e imaginaciones orgullosas, antes de que se vaya a dormir, antes de que se arrastre a su cueva? ¿Se lo manda al teatro y se ponen grandes gafas ante sus ojos ciegos y cansados? Personas cuya vida no es una «acción», sino un negocio, ¿se sientan ante el escenario y miran a seres extraños, para los que la vida es más que un negocio? «¡Eso es lo decoroso!», decís, «¡eso es lo entretenido, así lo quiere la cultura!». ¡Pues bien, será que me falta la cultura con demasiada frecuencia, pues ese espectáculo me es repugnante con demasiada frecuencia! Quien tiene en sí suficiente tragedia y comedia, prefiere mantenerse alejado del teatro; o, a modo de excepción, todo el asunto —teatro y público y autor incluidos— se convierte para él en el espectáculo trágico y cómico propiamente dicho, de manera que en comparación la pieza representada significa poco para él. ¡A quien es como Fausto y como Manfredo, qué le importan los Faustos y Manfredos del teatro!, mientras que, sin duda, le sigue dando que pensar ya el mero hecho de que se lleve al teatro figuras como esas. ¡Las más fuertes ideas y pasiones ante quienes no son capaces del pensamiento ni de la pasión, pero sí de la embriaguez! ¡Y aquellas como un instrumento para esta! ¡Y el teatro y la música el fumar hachís y el mascar betel de los europeos! ¡Oh, quién nos contará la historia entera de los narcóticos! ¡Es casi la historia de la «cultura», de la denominada cultura superior!
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De la vanidad de los artistas
Creo que con frecuencia los artistas no saben qué es lo que mejor se les da, pues son demasiado vanidosos y han puesto su pensamiento en algo más orgulloso que lo que parecen serlo estas pequeñas plantas que pueden crecer en su suelo nuevas, raras y bellas, en real perfección. Valoran muy superficialmente lo verdaderamente bueno de su propio jardín y de su viña, y su amor y su conocimiento no son de igual rango. Ahí tenemos ese músico que se distingue de todos los demás por su maestría en encontrar los sonidos que vienen del reino de las almas dolientes, apesadumbradas y martirizadas, en dar habla incluso a los animales mudos. Nadie se le iguala en los colores del final del otoño, de la indescriptiblemente conmovedora felicidad de una última, ultimísima, cortísima fruición, y conoce el tono para aquellas medianoches del alma, tan ocultas como inquietantes, en las que causa y efecto parecen haberse escindido y a cada instante puede surgir algo «de la nada»; nadie saca agua más felizmente que él de la más honda profundidad de la felicidad humana y, por así decir, de su vaso apurado, en el que las más amargas y repulsivas gotas se han fundido con las más dulces a última hora, a la más malvada hora; conoce aquel cansado moverse a trompicones del alma que ya no puede saltar y volar, que ni siquiera puede ya andar; tiene la tímida mirada del dolor que ha sido ocultado, del comprender sin consuelo, del despedirse sin confesarlo; es más, en su calidad de Orfeo de toda desgracia secreta es más grande que nadie, y por obra suya sencillamente se ha añadido al arte más de una cosa que hasta ese momento parecía inexpresable e incluso indigna del arte, y que especialmente con palabras solo cabía ahuyentar, no atrapar: más de una cosa muy pequeña y microscópica del alma; es más, es el maestro de lo muy pequeño. ¡Pero no quiere serlo! ¡Su carácter ama más bien los grandes muros y la pintura mural atrevida! Se le escapa que su espíritu tiene otro gusto y tendencia, y que lo que prefiere es permanecer sentado y silencioso en los rincones de casas derrumbadas: allí, escondido, escondido de sí mismo, pinta sus auténticas obras maestras, que son todas muy cortas y con frecuencia solo duran un compás: ahí llega a ser de verdad bueno, grande y perfecto, quizá solo ahí. ¡Pero no lo sabe! Es demasiado vanidoso para saberlo.
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Tomarse la verdad en serio
¡Tomarse la verdad en serio! ¡Qué cosas tan distintas entienden las personas bajo estas palabras! Las mismas opiniones y los mismos tipos de demostración y examen que un pensador siente en sí como una ligereza en la que ha incurrido, para vergüenza suya, en este o en aquel momento, son precisamente las que pueden proporcionar a un artista que da en ellas, y que vive temporalmente con ellas, la consciencia de que en ese instante se ha apoderado de él la más profunda seriedad por la verdad y de que es digno de admiración que él, aunque artista, sin embargo al mismo tiempo muestre el más serio apetito de lo opuesto de lo que aparece. Es posible, así, que uno deje traslucir precisamente con su pathos de seriedad qué superficialmente, y conformándose con qué poco, ha jugado su espíritu hasta entonces en el reino del conocimiento. ¿Y acaso no es cuanto consideramos importante lo que nos delata? Muestra dónde están nuestras pesas y para qué no poseemos pesas.
89
Ahora y antes
¡Qué importa todo nuestro arte de las obras de arte cuando perdemos aquel arte más elevado, el arte de las fiestas! Antes, todas las obras de arte estaban puestas en la gran avenida triunfal del género humano como recordatorios y monumentos de instantes elevados y felices. Ahora, con las obras de arte se quiere apartar de la gran avenida del sufrimiento del género humano, durante un lascivo instante, a los pobres agotados y enfermos: se les ofrece una pequeña embriaguez y locura.
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Luces y sombras
Los libros y escritos de pensadores distintos son también distintos: uno ha reunido en el libro las luces que supo robar y llevarse a casa, con gran habilidad y rapidez, de los rayos de un conocimiento que brilló durante un momento para él; otro reproduce solo las sombras, las impresiones luminosas en gris y negro que quedan en su retina de lo que el día anterior se alzó en su alma.
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Precaución
Como es sabido, Alfieri mentía mucho cuando contaba su vida a sus asombrados contemporáneos. Mentía a impulsos de aquel despotismo hacia sí mismo que demostraba, por ejemplo, en el modo en que creaba su propio lenguaje y se tiranizaba hasta convertirse en autor: había encontrado por fin una forma rigurosa de sublimidad en la que introducía a presión su vida y su memoria, lo que no debía de ser tortura pequeña. Yo tampoco daría crédito a una biografía de Platón escrita por él mismo: igual de poco que a la de Rousseau o a la vita nuova de Dante.
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Prosa y poesía
Téngase en cuenta que los grandes maestros de la prosa casi siempre han sido también poetas, ya sea públicamente o solo en secreto y «para casa»; y, en verdad, ¡solo se escribe buena prosa teniendo a la vista la poesía! Pues la prosa es una ininterrumpida guerra cortés con la poesía: todos sus encantos consisten en esquivar y contradecir constantemente a la poesía; todo lo abstracto quiere ser recitado como picardía contra esta y como con voz burlona; toda sequedad y frialdad debe llevar a la encantadora diosa a una encantadora desesperación; con frecuencia hay acercamientos, reconciliaciones por un instante, y después un repentino saltar hacia atrás y reírse del otro; con frecuencia se levanta el telón y se deja pasar una luz chillona cuando en ese preciso momento la diosa estaba disfrutando sus crepúsculos y colores apagados; con frecuencia se le quita la palabra de la boca y se canta siguiendo una melodía ante la que ella se tapa sus finas orejitas con sus finas manos: y así hay mil diversiones de la guerra, las derrotas incluidas, de las que los poco poéticos, los denominados hombres de prosa, no saben absolutamente nada: ¡solo escriben y hablan mala prosa! La guerra es la madre de todas las cosas buenas, ¡la guerra es también la madre de la buena prosa! Cuatro hombres muy poco comunes y verdaderamente poéticos han sido los que han llegado en este siglo a la maestría de la prosa, para la que, por lo demás, no está hecho este siglo: por falta de poesía, como hemos indicado. Prescindiendo ahora de Goethe, a quien, como es justo, reivindica el siglo que lo produjo, solo veo dignos de llamarse maestros de la prosa a Giacomo Leopardi, Prosper Mérimée, Ralph Waldo Emerson y Walter Savage Landor, el autor de las Imaginary Conversations.
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Pero ¿por qué escribes entonces?
A: No soy de los que piensan con la pluma húmeda en la mano; y todavía menos de los que delante del tintero abierto se abandonan a sus pasiones, sentados en su silla y mirando fijamente al papel. Me irrito o avergüenzo de todo escribir; escribir es para mí una necesidad fisiológica, hablar de ello, aunque solo sea metafóricamente, me repugna.
B: Pero ¿por qué escribes entonces?
A: Mira, querido, en confianza: hasta ahora no he encontrado otro medio para librarme de mis pensamientos.
B: Y ¿por qué quieres librarte de ellos?
A: ¿Que por qué quiero? ¿Acaso quiero? Tengo que hacerlo.
B: ¡Basta, basta!
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Crecimiento tras la muerte
Aquellas pequeñas palabras osadas sobre asuntos morales que Fontenelle arrojó en sus inmortales Diálogos de los muertos pasaban en su época por paradojas y juegos de un ingenio no del todo inocente; ni siquiera los más altos jueces del gusto y del espíritu veían más en ellas; es más, quizá el propio Fontenelle tampoco. Ahora acontece algo increíble: ¡estos pensamientos se convierten en verdades! ¡La ciencia los demuestra! ¡El juego se convierte en cosa seria! Y leemos aquellos diálogos con una sensación distinta de la que experimentaban Voltaire y Helvecio al leerlos, e involuntariamente elevamos a su autor a una categoría de los espíritus distinta y mucho más alta que aquella a la que ellos lo elevaron, ¿con razón?, ¿sin razón?
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Chamfort
Que un conocedor de las personas y de la masa como Chamfort precisamente se pusiese del lado de la masa, y no permaneciese al margen en renunciación y actitud de rechazo filosóficas, es algo que no acierto a explicarme de otro modo que así: en él era más fuerte que su sabiduría un instinto concreto y que nunca había sido satisfecho, el odio a la nobleza de sangre, quizá el viejo odio, harto explicable, de su madre, canonizado en él por el amor a su madre: un instinto de venganza desde su niñez que esperaba el momento de vengar a su madre. Y resulta que la vida y su genio y —¡ay!, lo que más, probablemente— la sangre paterna que corría por sus venas lo habían seducido a inscribirse en las filas de precisamente esa nobleza y a equipararse a ella, ¡durante muchos, muchos años! Pero al final ya no soportaba el aspecto que ofrecía él mismo, el aspecto del «hombre antiguo» bajo el antiguo régimen; ¡cayó en una fuerte pasión penitencial, y llevado por ella se puso el traje del populacho como su especie de hábito de áspero sayal! Su mala conciencia era haber omitido la venganza. Suponiendo que Chamfort hubiese permanecido entonces un grado más filósofo, la revolución no habría adquirido su ingenio trágico y su más aguzado aguijón: se la consideraría un acontecimiento mucho más estúpido, y no una seducción tal de los espíritus. Pero el odio y la venganza de Chamfort educaron a toda una generación: y los hombres más ilustres cursaron esa escuela. Téngase en cuenta, si no, que Mirabeau veía a Chamfort como a su yo más elevado y más viejo, del que esperaba y soportaba impulsos, advertencias y fallos judiciales: Mirabeau, que como persona pertenece a un rango de grandeza enteramente distinto que los primeros entre los grandes estadistas de ayer y hoy. Es muy raro que, a pesar de un amigo y abogado como ese —pues tenemos las cartas de Mirabeau a Chamfort— el más ingenioso de todos los moralistas siga siendo para los franceses un extraño, no de otro modo que Stendhal, que quizá entre todos los franceses de este siglo sea el que ha tenido los ojos y oídos más ricos en ideas. ¿Puede ser que en el fondo Stendhal tuviese en sí demasiado de alemán y de inglés como para seguir resultando soportable a los parisinos? ¡Mientras que Chamfort, un hombre rico en profundidades y trasfondos del alma, tétrico, doliente, ardiente, un pensador que encontraba que la risa es necesaria como el fármaco contra la vida, y que casi se daba por perdido cada día que no había reído, más parece un italiano consanguíneo de Dante y Leopardi que un francés! Se sabe cuáles fueron las últimas palabras de Chamfort: «Ah!, mon ami», dijo a Siéyes, «je m’en vais enfin de ce monde, ou ilfaut que le coeur se brise ou se bronze[24]». Estas no son, qué duda cabe, palabras de un francés moribundo.
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Dos oradores
De estos dos oradores, uno solamente tiene toda la razón cuando se abandona a la pasión: solo esta le bombea al cerebro la sangre y el calor suficientes para forzar su elevada espiritualidad a revelarse. El otro puede que aquí y allá intente hacer lo mismo: exponer su asunto, con ayuda de la pasión, de modo sonoro, enérgico y arrebatador… pero usualmente con malos resultados. Muy pronto está hablando ya de modo oscuro y confuso, exagera, se va por las ramas y hace desconfiar de que tenga razón en lo que dice: es más, él mismo nota esa desconfianza, y así se explican sus repentinos saltos a los tonos más fríos y repelentes, que despiertan en el oyente la duda de si todo su apasionamiento ha sido auténtico. En él, la pasión, quizá por ser más fuerte que en el primero, anega siempre el espíritu. Pero él está a la altura de su fuerza cuando resiste el asalto impetuoso de su sensación y, por así decir, se burla de ese asalto: solo entonces sale su espíritu por entero de su escondite, un espíritu lógico, burlón, juguetón, y sin embargo terrible.
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De la charlatanería de los escritores
Hay una charlatanería de la ira, frecuente en Lutero, también en Schopenhauer. Una charlatanería que procede de unas reservas demasiado grandes de fórmulas conceptuales, como sucede en Kant. Una charlatanería por el placer en dar constantemente nuevos giros a la misma cosa: se la encuentra en Montaigne. Una charlatanería de naturalezas maliciosas: quien lea escritos de esta época se acordará a este respecto de dos escritores. Una charlatanería por el placer en buenas palabras y en formas lingüísticas: no es rara en la prosa de Goethe. Una charlatanería procedente de la complacencia interna en el estruendo y en la confusión de las sensaciones: se halla, por ejemplo, en Carlyle.
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En honor de Shakespeare
Lo más bello que sabría decir en honor de Shakespeare, del hombre, es esto: ¡creyó en Bruto y no lanzó ni una pizca de desconfianza sobre ese tipo de virtud! A él consagró su mejor tragedia —se la sigue llamando todavía con un nombre equivocado—, a él y al más terrible dechado de moral elevada. ¡Independencia del alma! De esto es de lo que aquí se trata. Ningún sacrificio que se le haga puede ser demasiado grande: es necesario poder sacrificarle hasta nuestro amigo más querido —también aunque sea la persona más magnífica, el adorno del mundo, el genio sin igual— cuando se ama la libertad como la libertad de almas grandes y por causa de él amenaza un peligro a esa libertad: ¡así es como tiene que haber sentido Shakespeare! La altura a la que pone a César es el más delicado honor que podía tributar a Bruto: ¡solo así eleva su problema interno a la categoría de lo enorme, e igualmente la fuerza anímica que podía cortar ese nudo! Y ¿fue realmente la libertad política lo que empujó a este poeta a tener comprensión con Bruto, lo que lo hizo cómplice de Bruto? ¿O era la libertad política solamente un símbolo de algo inexpresable? ¿Estamos quizá ante un oscuro acontecimiento y una oscura aventura del alma del propio poeta que han permanecido desconocidos y de los que él solo quiso hablar por signos? ¡Qué es toda la melancolía de Hamlet comparada con la melancolía de Bruto!, ¡y quizá Shakespeare conociese por propia experiencia también esta, igual que conocía aquella! ¡Quizá tuviese también su hora oscura y su ángel malo, igual que Bruto! Sean cuales fueren los parecidos y las referencias secretas de ese tipo que pueda haber habido: ante la figura entera y la virtud de Bruto, Shakespeare se postró en tierra y se sintió indigno y lejano, y el testimonio de ello lo dejó escrito en su tragedia. Dos veces presentó en ella un poeta, y dos veces sacudió sobre él un desprecio tan impaciente y último que suena como un grito: como el grito del autodesprecio. Bruto, hasta Bruto pierde la paciencia cuando aparece el poeta, engreído, altisonante, impertinente, como suelen ser los poetas, como un ser que parece rebosar posibilidades de grandeza, también de grandeza moral, y que sin embargo en la filosofía de la acción y de la vida rara vez llega siquiera a la honradez común. «¡Sabré soportar su genialidad cuando él sepa ser oportuno, fuera con este loco danzante!»[25], exclama Bruto. Retradúzcase esto al alma del poeta que lo escribió.
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Los seguidores de Schopenhauer
Lo que se echa de ver cuando pueblos civilizados entran en contacto con los bárbaros —a saber, que regularmente la cultura inferior empieza tomando de la superior los vicios, debilidades y excesos de esta y sintiendo que ejerce sobre sí un estímulo, para, finalmente, mediante los vicios y debilidades adquiridos, dejar que rebose y fluya sobre ella misma algo de la fuerza con contenido en valores de la cultura superior— podemos verlo también cerca de nosotros y sin necesidad de viajar a los pueblos bárbaros, si bien algo refinada y espiritualizadamente y sin que sea tan fácil de tocar con las manos. Pues ¿qué es lo primero que suelen tomar de su maestro los seguidores de Schopenhauer en Alemania (en comparación con la cultura superior de este, tienen que verse a sus propios ojos como lo suficientemente bárbaros para empezar siendo fascinados y seducidos por él al modo en que lo son los bárbaros)? ¿Su duro sentido de los hechos, su buena voluntad de claridad y razón, que con frecuencia lo hacen aparecer tan inglés y tan poco alemán? ¿O la fuerza de su conciencia intelectual, que durante toda su vida soportó una contradicción entre ser y querer y que lo forzó a contradecirse en sus escritos constantemente y en casi todos los puntos? ¿O su pulcritud en cosas de la Iglesia y del Dios cristiano? (Pues en eso fue pulcro como no lo había sido hasta ese momento ningún filósofo alemán, de modo que vivió y murió «como volteriano»). ¿O sus inmortales doctrinas de la intelectualidad de la intuición, de la aprioridad de la ley de la causalidad, de la naturaleza de instrumento del intelecto y de la falta de libertad de la voluntad? No, todo esto no encanta y no se siente como encantador: pero las perplejidades y escapatorias místicas de Schopenhauer, en aquellos lugares en que el pensador de hechos se deja seducir y echar a perder por la vanidosa pulsión de ser el descifrador del enigma del mundo, la indemostrable doctrina de la voluntad única («todas las causas son solamente causas ocasionales de la aparición de la voluntad en este momento, en este lugar», «en todo ser, también en el más pequeño, la voluntad de vivir está entera e indivisa, tan completamente como en los que han sido, son y serán, en todos ellos juntos»), la negación del individuo («todos los leones son en el fondo un solo león», «la pluralidad de individuos es una apariencia», igual que también la evolución es solo una apariencia: llama a la idea de De Lamarck «error genial y absurdo»), sus desaforadas fantasías acerca del genio («en la intuición estética el individuo ya no es individuo, sino sujeto de conocimiento puro, sin voluntad, sin dolor, atemporal»; «el sujeto, al desaparecer por entero en el objeto intuido, se ha convertido en ese objeto mismo»), el sinsentido en que cae cuando ve la compasión, y la transgresión del principium individuationis que en ella se posibilita, como la fuente de toda moralidad, incluidas afirmaciones como la de que «morir es propiamente la finalidad de la existencia», «no cabe negar a priori de plano la posibilidad de que de alguien que ya esté muerto emane un efecto mágico»: estos excesos y vicios del filósofo, y otros parecidos, son siempre los primeros en ser aceptados y convertidos en cosa de fe: y es que vicios y excesos son siempre lo más fácil de imitar, y no requieren un largo ejercicio previo. Pero hablemos del más famoso de los schopenhauerianos vivos, de Richard Wagner. Le ha sucedido lo mismo que ya a más de un artista: se equivocó en la interpretación de las figuras creadas por él mismo y malentendió la filosofía inexpresada de su arte más propio. Richard Wagner se dejó extraviar hasta la mitad de su vida por Hegel; volvió a hacer lo mismo cuando más tarde leyó en sus figuras la doctrina de Schopenhauer y empezó a formularse a sí mismo con «voluntad», «genio» y «compasión». A pesar de ello, seguirá siendo verdad que nada va tanto contra el espíritu de Schopenhauer como lo propiamente wagneriano de los héroes de Wagner: me refiero a la inocencia del más alto egocentrismo, a la fe en la gran pasión como lo bueno en sí, a lo sigfrídico del rostro de sus héroes, en una palabra. «Todo esto huele antes a Spinoza que a mí», diría quizá Schopenhauer. Por buenas que fuesen, así pues, las razones de Wagner para poner los ojos precisamente en filósofos distintos de Schopenhauer: el encantamiento al que sucumbió en lo referente a ese pensador lo cegó no solo para todos los demás filósofos, sino incluso para la ciencia misma; todo su arte quiere presentarse, cada vez más, como pareja y complemento de la filosofía schopenhaueriana y renuncia, cada vez más expresamente, a la ambición superior de convertirse en pareja y complemento del conocimiento y de la ciencia humanos. Y no solo lo estimula a ello todo el misterioso boato de esa filosofía, que quizá habría estimulado también a un Cagliostro: ¡también los gestos individuales y las emociones de los filósofos han sido siempre seductores! Schopenhaueriano es, por ejemplo, el acaloramiento de Wagner por la corrupción de la lengua alemana; y si en ese punto se debería aprobar la imitación, no es lícito silenciar tampoco que el estilo de Wagner mismo adolece no poco de todas las úlceras y tumores cuya contemplación ponía tan furioso a Schopenhauer y que, en lo que respecta a los wagnerianos que escriben en alemán, las wagnerianadas empiezan a resultar tan peligrosas como solo las hegelianadas lo resultaron. Schopenhaueriano es el odio de Wagner contra los judíos, con los que él no es capaz de ser justo ni siquiera en lo tocante a su mayor hazaña: no en vano los judíos son los inventores del cristianismo. Schopenhaueriano es el intento de Wagner de comprender el cristianismo como un grano de budismo traído por el viento y de preparar para Europa, en un acercamiento temporal a fórmulas y sensaciones católico-cristianas, una época budista. Schopenhaueriana es la prédica de Wagner en pro de la misericordia en el trato con los animales; como es sabido, el precursor de Schopenhauer en este punto fue Voltaire, quien quizá ya también, igual que sus seguidores, supo revestir de misericordia hacia los animales su odio hacia ciertas cosas y personas. Al menos, el odio de Wagner hacia la ciencia expresado en su prédica no está infundido ciertamente por el espíritu de la compasión y la bondad, ni tampoco, como se entiende de suyo, por el espíritu en general. En último término, poco importa la filosofía de un artista, siempre y cuando sea precisamente solo una filosofía subsiguiente y no haga daño a su arte mismo. Nunca nos guardaremos lo suficiente de irritarnos con un artista solamente por causa de una mascarada ocasional, quizá muy infeliz y pretenciosa; no olvidemos que los queridos artistas son y tienen que ser, todos sin excepción, un poco actores, y que a la larga difícilmente aguantarían sin actuar. Permanezcamos fieles a Wagner en lo que en él es verdadero y originario, especialmente permaneciendo nosotros sus discípulos fieles a nosotros mismos en lo que en nosotros sea verdadero y originario. Dejémosle sus caprichos y espasmos intelectuales, ¡consideremos más bien, como es justo, qué extraños alimentos y necesidades fisiológicas le es lícito tener a un arte como el suyo para poder vivir y crecer! Nada importa que con tanta frecuencia no tenga razón como pensador; la justicia y la paciencia no son lo suyo. Bastante es que su vida tenga y acabe teniendo razón a sus propios ojos: esta vida que a cada uno de nosotros nos grita: «¡Sé un hombre y no me sigas a mí!, ¡sino a ti!, ¡sino a ti!». ¡También nuestra vida debe acabar teniendo razón a nuestros propios ojos! ¡También nosotros debemos ser libres y sin miedo, y crecer y florecer desde nosotros mismos en inocente egotismo! Y así, al contemplar un hombre como ese resuenan en mis oídos estas frases, hoy igual que antaño: «que la pasión es mejor que el estoicismo y la hipocresía; que ser honrado, incluso en el mal, es mejor que perderse entregándose a la moralidad de la tradición; que el hombre libre puede ser tanto bueno como malo, mientras que el hombre que no es libre es una vergüenza para la naturaleza y no tiene parte en consuelo alguno celestial ni terreno; finalmente, que todo el que quiere llegar a ser libre tiene que llegar a serlo por sí mismo, y que a nadie le cae la libertad en el regazo como si se tratase de un regalo milagroso». (Richard Wagner en Bayreuth, p. 94).
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Aprender a rendir pleitesía
También a rendir pleitesía tienen que aprender los hombres, igual que a despreciar. Todo el que sigue nuevas vías y ha llevado a muchos por nuevas vías descubre con asombro qué poco hábiles y qué pobres son esos muchos en la expresión de su agradecimiento, es más, qué rara vez pueden siquiera expresar el agradecimiento. Es como si a este último, siempre que quisiese hablar, se le atragantase algo, de modo que solo carraspease, y al carraspear volviese a enmudecer. El modo en que a un pensador se le hace sentir los efectos de sus pensamientos y el poder de transformar y estremecer que estos tienen es casi una comedia; en ocasiones parece como si aquellos sobre los que ha surtido efecto en el fondo se sintiesen ofendidos por ello y no supiesen expresar su independencia —amenazada, según temen— más que con todo tipo de ordinarieces. Hacen falta generaciones enteras para inventar aunque solo sea una convención cortés del agradecimiento, y tarda mucho en llegar el momento en el que una especie de espíritu y genialidad entra hasta en el agradecimiento: suele haber entonces alguien que es el gran receptor de agradecimiento, no solo por lo que él mismo haya hecho de bueno, sino la mayor parte de las veces por lo que han ido acumulando sus predecesores poco a poco como un tesoro de lo más alto y mejor.
101
Voltaire
Dondequiera que había una corte era ella la que daba la ley del buen hablar, y por tanto también la ley del estilo para todos los que escribían. Pero el lenguaje de la corte es el lenguaje del cortesano que no tiene especialización alguna y que incluso en conversaciones sobre asuntos científicos se prohíbe todas las expresiones técnicas cómodas porque saben a especialización, y por eso la expresión técnica, y todo lo que delata al especialista, es en los países de cultura cortesana una mancha del estilo. Ahora que todas las cortes han llegado a ser caricaturas de entonces y de ahora, nos asombramos de ver en este punto incluso a Voltaire indeciblemente adusto y exageradamente exigente (por ejemplo, en su juicio sobre estilistas como Fontenelle y Montesquieu): ¡y es que todos nosotros estamos emancipados del gusto cortesano, mientras que Voltaire es quien lo llevó a su plenitud!
102
Una palabra para los filólogos
Que hay libros tan valiosos y dignos de reyes que se ha dado un buen empleo a generaciones enteras de eruditos cuando, gracias a su esfuerzo, esos libros se conservan puros e inteligibles: para consolidar esa fe una y otra vez es para lo que existe la filología. Presupone que no faltan aquellos hombres poco comunes (aunque no se los ve enseguida) que realmente saben utilizar libros tan valiosos: serán probablemente aquellos que hacen o podrían hacer esos libros ellos mismos. Yo diría que la filología presupone una fe noble, a saber, que en beneficio de unos pocos que siempre «vendrán» y todavía no existen es preciso dejar terminada de antemano una cantidad muy grande de trabajo penoso, incluso poco limpio: es todo él trabajo in usum Delphinorum[26].
103
De la música alemana
La música alemana, más que cualquier otra, es ahora la música europea, y lo es ya por el hecho de que solo en ella ha recibido expresión el cambio experimentado por Europa a causa de la revolución: solo los músicos alemanes están duchos en la expresión de masas populares agitadas, en aquel enorme estrépito artístico que no necesita ser ni siquiera muy ruidoso, mientras que, por ejemplo, la ópera italiana solo conoce coros de criados o soldados, pero no un «pueblo». A ello se añade que en toda la música alemana cabe entreoír unos profundos celos burgueses de la noblesse, especialmente del esprit y la élégance en tanto que expresiones de una sociedad cortesana, caballeresca, vieja, segura de sí misma. No es una música como la del cantor goethiano ante la puerta que gusta también «en la sala», y concretamente al rey; en ella no se dice: «los caballeros lanzaban miradas valerosas, y las bellas bajaban la vista a su regazo». Ni siquiera la gracia comparece en la música alemana sin sufrir el asalto de los remordimientos de conciencia; solo en la gentileza, la hermana campestre de la gracia, empieza el alemán a sentirse totalmente moral, y desde ahí va subiendo cada vez más hacia su «sublimidad» delirante, erudita y con frecuencia malhumorada: la sublimidad beethoveniana. Si queremos pensar la persona para esta música, pensemos precisamente en Beethoven tal y como aparece junto a Goethe, por ejemplo con ocasión de aquel encuentro en Teplitz: como la semibarbarie junto a la cultura, como el pueblo junto a la nobleza, como el hombre bondadoso junto al bueno y más que «bueno», como el fantasioso junto al artista, como el necesitado de consuelo junto al consolado, como el exagerado y sospechoso junto al equitativo, como el mohíno y autotorturador, como el insensato-extasiado, el bienaventurado-infeliz, el ingenuo-desmesurado, como el arrogante y tosco, y, en suma, como «el hombre no domeñado»: así sintió y designó a Beethoven el propio Goethe, ¡Goethe, el alemán de excepción, para el que todavía no se ha encontrado una música que esté a su altura! En último término, considérese aún si no cabrá comprender aquel desprecio de la melodía y aquel atrofiamiento del sentido melódico, que cada vez están haciendo más estragos entre los alemanes, como una ordinariez democrática y una repercusión de la revolución. Y es que la melodía tiene tal placer abierto por la legalidad y tal repugnancia por todo lo que está haciéndose, por todo lo que es informe y arbitrario, que resuena como un son procedente del viejo orden de las cosas europeas y como la seducción y el retorno hacia este.
104
Del sonido de la lengua alemana
Se sabe de dónde procede el alemán que desde hace un par de siglos viene siendo el alemán escrito general. Los alemanes, con su veneración por todo lo que procedía de la corte, tomaron como ejemplo deliberadamente las cancillerías en todo lo que tenían que escribir, y especialmente en sus cartas, escrituras, testamentos, etc. Escribir al modo de las cancillerías era escribir al modo de la corte y el gobierno: cosa distinguida, en comparación con el alemán de la ciudad concreta en la que se vivía. Después se fue extrayendo paulatinamente la correspondiente conclusión y se empezó a hablar como se escribía: así se era cada vez más distinguido, en las formas de las palabras, en la elección de las palabras y giros y en último término también en el sonido: se afectaba un sonido cortesano cuando se hablaba, y la afectación acabó convirtiéndose en naturaleza. Quizá no haya sucedido algo enteramente igual en lugar alguno: la preponderancia del estilo escrito sobre la lengua hablada, y los melindres y el hacerse el distinguido de todo un pueblo como base de una lengua común que ya no era dialectal. Creo que el sonido de la lengua alemana era en la Edad Media, y especialmente después de la Edad Media, profundamente aldeano y vulgar: durante los últimos siglos se ha ennoblecido algo, especialmente debido a que se creyó necesario —sobre todo lo creyó así la nobleza alemana (y austríaca), que no podía conformarse en modo alguno con la lengua materna— imitar tantos sonidos franceses, italianos y españoles. Pero a Montaigne, y no digamos a Racine, el alemán tiene que haberles sonado, a pesar de ese ejercitamiento, insoportablemente vulgar: e incluso ahora en boca de los viajeros, en medio del populacho italiano, sigue sonando muy tosco, como salido de los bosques, ronco, como si procediese de estancias llenas de humo y de regiones desapacibles. Pues bien, noto que ahora vuelve a hacer estragos entre los antiguos admiradores de las cancillerías un impulso semejante hacia el sonido distinguido, y que los alemanes empiezan a plegarse a un «encanto sonoro» enteramente extraño, que a la larga podría llegar a ser un peligro real para la lengua alemana: en vano se buscará sonidos más horribles en toda Europa. Algo sarcástico, frío, indiferente y descuidado en la voz: esto les suena ahora a los alemanes «distinguido», y oigo la buena voluntad de llegar a esa distinción en las voces de los funcionarios y profesores jóvenes, de las mujeres jóvenes y de los comerciantes jóvenes; hasta las niñas pequeñas imitan ya este alemán de oficial. Pues el oficial, y concretamente el prusiano, es el inventor de estos sonidos: este mismo oficial que como militar y buen profesional posee aquel admirable tacto de la modestia del que todos los alemanes tendrían que aprender (¡los profesores y los músicos alemanes incluidos!). Pero tan pronto habla y se mueve es la figura más inmodesta y de peor gusto de la vieja Europa: ¡sin ser consciente de sí misma, no cabe duda! Y tampoco son conscientes de ella los buenos alemanes que admiran en el oficial al hombre de la primera y más distinguida sociedad y dejan con gusto que sea él quien «marque la pauta». ¡Y eso es lo que hace!, y los cabos y suboficiales son los primeros que imitan su tono y lo hacen más burdo. Préstese atención a las voces de mando que literalmente rodean con su bramido las ciudades alemanas, ahora que se hace la instrucción delante de todas sus puertas: ¡qué arrogancia, qué airado sentimiento de la autoridad, qué burlona frialdad resuena en ese bramido! ¿Son realmente los alemanes un pueblo musical? Lo seguro es que ahora los alemanes se están militarizando en el sonido de su lenguaje: es probable que, ejercitados en hablar militarmente, acaben también por escribir militarmente. Pues acostumbrarse a determinados sonidos hace hondo efecto en el carácter: ¡pronto se tiene las palabras y giros, y finalmente también las ideas, que se adecúan precisamente a ese sonido! Quizá se escriba ya ahora al modo de los oficiales, quizá sea sencillamente que no leo lo suficiente de lo que se escribe ahora en Alemania. Pero una cosa sé con tanta más seguridad: las manifestaciones públicas alemanas que calan hasta el extranjero no están inspiradas por la música alemana, sino precisamente por ese nuevo sonido y por su arrogancia de mal gusto. En casi todos los discursos del primer estadista alemán, e incluso cuando se deja oír a través de su vocero imperial, hay un acento que el oído de un extranjero rechaza con repugnancia, aunque los alemanes lo soportan: se soportan a sí mismos.
105
Los alemanes como artistas
Cuando el alemán cae realmente en la pasión (¡y no solo, como es usual, en la buena voluntad de llegar a la pasión!) se comporta en ella justo como tiene que hacerlo, y no dedica más atención a su comportamiento. Pero la verdad es que entonces se comporta con muy poca habilidad y muy feamente y como sin compás y melodía, de modo que lo único que los espectadores sienten al verlo es vergüenza ajena o compasión, a no ser que él se remonte hasta lo sublime y arrebatado de que son capaces algunas pasiones. ¡Hasta el alemán llega entonces a ser bello! El presentimiento de cuál es la altura a la que la belleza empieza a derramar su encanto incluso sobre los alemanes empuja a los artistas alemanes hacia la altura y hacia más allá de la altura misma, hacia los excesos de la pasión: un profundo deseo real, así pues, de salir de la fealdad y de la falta de habilidad, al menos de mirar hacia fuera de ellas, hacia un mundo mejor, más ligero, más meridional, más soleado. Y, así, en ocasiones sus espasmos son solamente indicios de que querrían bailar: ¡estos pobres osos, en los que hacen de las suyas escondidas ninfas y escondidos dioses de los bosques, y a veces deidades todavía más altas!
106
Música como abogada
«Tengo sed de un maestro del arte musical», dijo un innovador a sus discípulos, «sed de que aprenda mis ideas y de que en adelante las diga en su lengua: así penetraré mejor en el oído y en el corazón de los hombres. Con sonidos se puede seducir a los hombres a todos los errores y a todas las verdades: ¿quién podría refutar un sonido?». «Así pues, ¿querrías ser considerado irrefutable?», dijo su discípulo. El innovador repuso: «Me gustaría que la semilla se convirtiese en árbol. Para convertirse en árbol, una doctrina tiene que ser creída durante bastante tiempo, y para ser creída tiene que ser considerada irrefutable. Al árbol le hacen falta tormentas, dudas, gusanos, maldad, para revelar el tipo y la fuerza de su semilla; ¡y que se rompa si no es lo suficientemente fuerte! ¡Pero una semilla solo puede ser aniquilada, no refutada!». Cuando el innovador terminó de hablar, su discípulo exclamó con gran impetuosidad: «Pero yo creo en tu causa y la considero tan fuerte que diré todo, todo, lo que tengo aún contra ella en mi corazón». El innovador se rio para sus adentros y lo amenazó con el dedo. «Este tipo de discípulos», dijo después, «es el mejor, pero es peligroso, y no todo tipo de doctrina lo tolera».
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Nuestro último agradecimiento por el arte
Si no hubiésemos dicho que las artes eran buenas y no hubiésemos inventado esa especie de culto de lo que no es verdadero, el conocimiento de la universal falta de verdad y de la universal falsía que nos viene dado ahora por la ciencia, el conocimiento de la ilusión y del error como condiciones de la existencia que conoce y que siente, no se podría soportar en modo alguno. La sinceridad iría seguida de la repugnancia y el suicidio. Nuestra sinceridad, empero, tiene un poder opuesto a ella que nos ayuda a esquivar esas consecuencias: el arte, en su calidad de buena voluntad de apariencia. No siempre prohibimos a nuestro ojo redondear, componer hasta el final: y entonces ya no es la imperfección eterna lo que llevamos a la otra orilla del río del devenir, entonces pensamos que llevamos a una diosa y estamos infantilmente orgullosos al prestar ese servicio. Como fenómeno estético, la existencia nos sigue siendo soportable, y a través del arte nos han sido dados ojos y manos, y sobre todo la buena conciencia, para poder hacer de nosotros mismos un fenómeno de ese tipo. Temporalmente tenemos que descansar de nosotros mismos por el procedimiento de mirarnos a nosotros mismos de arriba a abajo y, desde una distancia artística, reírnos de nosotros o llorar por nosotros; tenemos que descubrir el héroe e igualmente el bufón que anidan en nuestra pasión del conocimiento, ¡tenemos que alegrarnos de vez en cuando de nuestra insensatez a fin de poder seguir alegrándonos de nuestra sabiduría! Y precisamente porque en el fondo somos personas graves y serias, y somos más pesas que personas, nada nos hace tanto bien como el gorro de pícaro: lo necesitamos a nuestros propios ojos, necesitamos todo el arte arrogante, que se cierne en el aire, danzarín, burlón, pueril y bienaventurado, a fin de no perder la libertad sobre las cosas exigida de nosotros por nuestro ideal. Sería para nosotros una recaída dar por entero en la moral precisamente con nuestra excitable sinceridad, y terminar convirtiéndonos incluso, por causa de las exigencias más que rigurosas que nos marcamos ahí a nosotros mismos, en monstruos y espantapájaros virtuosos. Debemos también poder mantenernos en pie por encima de la moral: ¡y no solo mantenernos en pie, con la miedosa tiesura del que teme resbalar y caer en cualquier instante, sino también cernernos y jugar por encima de ella! Para ello, ¿cómo podríamos prescindir del arte y del bufón? ¡Y mientras os sigáis avergonzando de algún modo de vosotros mismos, no podréis contaros aún entre los nuestros!