343

Lo que sucede con nuestra jovialidad

El mayor acontecimiento reciente, que «Dios ha muerto», que la fe en el Dios cristiano ha perdido toda credibilidad, comienza ya a lanzar sus primeras sombras sobre Europa. Como poco, a los pocos cuyos ojos, cuyo recelo en los ojos son lo suficientemente fuertes y delicados para este espectáculo, les parece que se ha puesto algún sol, que se ha vuelto duda alguna vieja y profunda confianza: a ellos nuestro viejo mundo tiene que parecerles diariamente más vespertino, más desconfiado, más ajeno, «más viejo». Pero en lo principal es lícito decir: el acontecimiento mismo es demasiado grande, demasiado lejano, demasiado apartado de la capacidad de comprensión de muchos para que pueda decirse que siquiera haya llegado su noticia, y menos que muchos sepan ya qué es realmente lo que con él ha sucedido, y todo lo que ahora, después de enterrada esta fe, tiene que derrumbarse porque estaba edificado sobre ella, apoyado en ella, había crecido dentro de ella: por ejemplo, toda nuestra moral europea. Esta larga abundancia y secuencia de demolición, destrucción, ruina y subversión que ahora se nos avecina: ¿quién adivinaría hoy lo suficiente de ella para tener que hacer de maestro y anunciador de esta enorme lógica de horrores, de profeta de un oscurecimiento y de un eclipse del sol como probablemente no los haya habido iguales en este mundo?… Incluso nosotros, descifradores natos de enigmas, que por así decir esperamos sobre las montañas, colocados entre el hoy y el mañana y tensados en la contradicción entre el hoy y el mañana, nosotros primogénitos e hijos prematuros del siglo venidero que ya deberíamos haber avistado las sombras que pronto tienen que envolver a Europa: ¿a qué se debe que incluso nosotros veamos cómo se acercan sin sentirnos realmente afectados por este oscurecimiento, sobre todo sin preocupación y miedo por nosotros? Quizá aún estemos en exceso bajo las consecuencias más próximas de este acontecimiento, y estas consecuencias próximas, sus consecuencias para nosotros no sean, al revés de lo que quizá podría esperarse, absolutamente nada tristes y oscurecedoras, sino más bien semejantes a una nueva especie, difícil de describir, de luz, felicidad, alivio, jovialidad, animación, aurora… En verdad, ante la noticia de que «el viejo Dios ha muerto» nosotros, filósofos y «espíritus libres», nos sentimos como irradiados por una nueva aurora; nuestro corazón rebosa agradecimiento, sorpresa, presentimiento, expectativa, por fin el horizonte vuelve a aparecernos libre, suponiendo incluso que no sea luminoso, por fin nos es lícito volver a zarpar con nuestros barcos, a zarpar dispuestos a afrontar cualquier peligro; toda osadía del que conoce vuelve a estar permitida, el mar, nuestro mar vuelve a estar abierto ante nosotros, y quizá no haya habido nunca un mar tan «abierto».

344

Hasta qué punto también nosotros seguimos siendo píos

Se dice, con buenas razones, que las convicciones carecen de derecho de ciudadanía en la ciencia: solo cuando se deciden a descender a la modestia de una hipótesis, de un punto de vista tentativo provisional, de una ficción regulativa, es lícito concederles acceso e incluso un cierto valor dentro del reino del conocimiento, si bien con la limitación de que queden puestas bajo vigilancia policial, bajo la policía de la desconfianza. Pero, vistas las cosas con más exactitud, ¿no quiere decir esto que solo cuando la convicción cesa de ser convicción le es lícito obtener entrada en la ciencia? ¿No empezaría la disciplina del espíritu científico con no permitirse ya más convicciones? Eso es probablemente lo que sucede: solo queda preguntar si, para que esa disciplina pueda empezar, no tiene que haber ahí ya una convicción, y concretamente una convicción tan imperativa e incondicionada que sacrifique a sí todas las demás convicciones. Se ve que también la ciencia descansa en una fe, que no hay ciencia alguna «sin presupuestos». La pregunta de si hace falta verdad no solo tiene que estar respondida afirmativamente ya de antemano, sino que tiene que estar respondida afirmativamente en tal grado que en ella se exprese el principio, la fe, la convicción de que «no hace falta nada más que verdad, y en comparación con ella todo lo demás tiene solamente un valor de segundo rango». Esta voluntad incondicionada de verdad: ¿qué es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? ¿Es la voluntad de no engañar? Pues también de esta última manera podría ser interpretada la voluntad de verdad, presuponiendo siempre que en la generalización «no quiero engañar» esté comprendido también el caso individual «no quiero engañarme a mí mismo». Pero ¿por qué no engañar? Pero ¿por qué no dejarse engañar? Nótese que las razones de lo primero residen en un campo enteramente distinto que las razones de lo segundo: uno no quiere dejarse engañar desde la suposición de que ser engañado es nocivo, peligroso, fatídico; en este sentido la ciencia sería una larga prudencia, una precaución, una utilidad, contra la que, empero, sería justo y equitativo objetar: ¿cómo?, ¿no querer dejarse engañar es realmente menos nocivo, menos peligroso, menos fatídico?: ¡qué sabéis de antemano del carácter de la existencia para poder decidir si es más ventajoso ser absolutamente desconfiado que absolutamente confiado! Pero en el caso de que ambas cosas fuesen necesarias, mucha confianza y mucha desconfianza: ¿de dónde podría sacar la ciencia su fe incondicionada, la convicción en la que descansa de que la verdad es más importante que cualquier otra cosa, también que cualquier otra convicción? Precisamente esa convicción no podría haber surgido si la verdad y la no verdad se mostrasen ambas continuamente como útiles: y tal es el caso. Así pues, la fe en la ciencia, que sencillamente es indiscutible, no puede haber tenido su origen en un cálculo de utilidades como ese, sino más bien a pesar de que la inutilidad y la peligrosidad de la «voluntad de verdad», de la «verdad a cualquier precio» se le está demostrando continuamente. «A cualquier precio»: ¡oh, lo entendemos harto bien después de haber ido ofreciendo y sacrificando en este altar una fe tras otra! En consecuencia, «voluntad de verdad» no significa «no quiero dejarme engañar», sino —no queda elección— «no quiero engañar, tampoco engañarme a mí mismo»: y con eso estamos en el terreno de la moral. Pues preguntémonos a fondo: «¿por qué no quieres engañar?», especialmente si pareciese —¡y lo parece!— que la vida está basada en la apariencia, quiero decir, en el error, el engaño, el disimulo, el cegar, el cegarse a sí mismo, y si por otra parte la forma grande de vida siempre hubiese mostrado, de hecho, que está del lado de los menos escrupulosos πoλúτρoπoι[52]. Un propósito como ese podría ser quizá, interpretado benignamente, una quijotada, una pequeña demencia exaltada; pero también podría ser algo peor, a saber, un principio destructor y enemigo de la vida… La «voluntad de verdad» podría ser una voluntad escondida de muerte. De ese modo, la pregunta: ¿por qué la ciencia?, remite al problema moral: ¿para qué la moral, si la vida, la naturaleza y la historia son «inmorales»? No cabe duda, el veraz, en ese sentido osado y último que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello un mundo diferente del de la vida, del de la naturaleza y del de la historia, y al afirmar ese «otro mundo», ¿acaso no tiene que negar por ese mismo motivo su pareja, este mundo, nuestro mundo?… Pero ya os habréis dado cuenta de adónde quiero ir a parar: a que nuestra fe en la ciencia sigue descansando en una fe metafísica, a que también nosotros los que hoy conocemos, nosotros los sin dios y antimetafísicos, seguimos tomando nuestro fuego del incendio provocado por una fe vieja de milenios, aquella fe de cristianos, que era también la fe de Platón, en que Dios es la verdad, en que la verdad es divina… Pero ¿y si precisamente eso se volviese cada vez menos creíble, si resultase que ya nada es divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, si resultase que Dios mismo es nuestra más larga mentira?

345

Moral como problema

La falta de personalidad se venga de múltiples maneras; una personalidad debilitada, delgada, apagada, que se niega a sí misma y reniega de sí misma, no vale ya para nada bueno, y para lo que menos vale es para la filosofía. El «desprendimiento de sí mismo» no tiene valor en el cielo ni en la tierra; los grandes problemas exigen todos el gran amor, y de él solamente son capaces los espíritus fuertes, redondos, seguros, que descansan firmes sobre sí mismos. Es muy distinto —constituye la más considerable de las diferencias— que un pensador adopte una actitud personal respecto de sus problemas, de modo que tenga en ellos su destino, su menesterosidad y también su mejor fortuna, o que tome una actitud «impersonal» hacia los mismos, a saber, que solo sepa tocarlos y cogerlos con los tentáculos del pensamiento frío y curioso. Podéis estar seguros de que en este último caso no saldrá de ahí nada bueno, pues los grandes problemas, suponiendo que se dejen coger, no se dejan retener por ranas y debiluchos: eso es lo que les gusta, y se trata de un gusto, por lo demás, que comparten con todas las mujercitas decentes. ¿Por qué será que todavía no he encontrado a nadie, tampoco en los libros, que adoptase como persona esa actitud respecto de la moral, que conociese la moral como problema, y ese problema como su personal menesterosidad, tormento, voluptuosidad, pasión? Bien se ve que hasta ahora la moral no ha sido un problema; es más, ha sido precisamente aquello en lo que se convenía después de toda desconfianza, discordia y contradicción, el lugar santificado de la paz en el que los pensadores descansaban también de sí mismos, respiraban aliviados, revivían. No veo a nadie que se haya atrevido a hacer una crítica de los juicios de valor morales; a ese respecto echo de menos incluso los ensayos de la curiosidad científica, de la imaginación mimada y tentadora de psicólogos e historiadores que con mucha facilidad anticipa un problema y lo coge al vuelo sin saber muy bien qué es lo que ahí ha cogido. Apenas he encontrado algunos escasos puntos de partida para una historia del surgimiento de estos sentimientos y estimaciones de valor (que es cosa distinta de una crítica de los mismos, y cosa distinta también de una historia de los sistemas éticos): en un caso concreto hice todo lo necesario para alentar una inclinación y talento para este tipo de historia: en vano, se me antoja hoy. Poco cabe esperar de estos historiadores de la moral (ingleses, concretamente): suelen estar ellos mismos, sin malicia alguna, bajo el mando de una moral determinada y, sin saberlo, hacen de escuderos y de séquito suyo; por ejemplo, con aquella superstición popular de la Europa cristiana, tan ingenuamente repetida aún, de que lo característico de la acción moral radica en el desprendimiento de uno mismo, en la abnegación, en el sacrificio de sí, o en la condolencia, en la compasión. El error usual del que parten es que afirman algún consensus de los pueblos, al menos de los pueblos mansos, sobre ciertos principios de la moral, y de ahí infieren su obligatoriedad incondicionada, también para ti y para mí; o bien que, a la inversa, después de que se les han abierto los ojos para la verdad de que en pueblos diferentes las estimaciones morales son necesariamente diferentes, infieren la falta de obligatoriedad de toda moral: ambas cosas son niñerías igual de grandes. El error de los más sutiles entre ellos es que descubren y critican las opiniones, quizá insensatas, de un pueblo sobre su moral o de los hombres sobre toda la moral humana, esto es, sobre su origen, sobre su sanción religiosa, sobre la superstición de la voluntad libre y sobre otras cosas semejantes, y con eso creen haber criticado esa moral misma. Pero el valor de una norma que diga «tú debes» es todavía profundamente distinto e independiente de las opiniones de ese tipo sobre dicha norma y de la mala hierba del error que quizá las cubra: con la misma certeza con que el valor de un medicamento para el enfermo es completamente independiente de que el enfermo piense sobre la medicina científicamente o como una vieja. Una moral podría haber surgido incluso de un error: aunque dispusiésemos de ese conocimiento seguiríamos sin haber ni siquiera tocado el problema de su valor. Nadie, pues, ha verificado hasta ahora el valor de aquella que es la más famosa de todas las medicinas, la denominada moral: lo primero que haría falta para ello es ponerla en cuestión. ¡Ea! Precisamente esa es nuestra obra.

346

Nuestro signo de interrogación

Pero ¿no lo entendéis? En verdad, os costará esfuerzo entendernos. Buscamos palabras, quizá busquemos también oídos. ¿Quiénes somos? Si quisiésemos denominarnos sencillamente, con una expresión algo antigua, «sin dios» o «incrédulos», o también «inmoralistas», no creeríamos estar correctamente designados, ni de lejos: somos las tres cosas en un estadio demasiado tardío para que se comprendiese —para que lo pudiéseis comprender vosotros, mis señores curiosos— cómo se encuentra uno por dentro cuando está en esa situación. ¡No!, ¡ya no tenemos la amargura y pasión de quien se ha visto arrancado, de quien de su falta de fe tiene que sacar aún una fe, una finalidad, un martirio incluso! Estamos curtidos en el conocimiento, que nos ha hecho fríos y duros, de que en el mundo las cosas no marchan en modo alguno divinamente, es más, ni siquiera razonablemente, con misericordia o con justicia según criterios humanos: lo sabemos, el mundo en el que vivimos es indivino, inmoral, «inhumano»: nos lo hemos interpretado durante demasiado tiempo equivocada y mendazmente, pero conforme a los deseos y a la voluntad de nuestra veneración, es decir, conforme a una de nuestras necesidades. ¡Y es que el hombre es un animal venerador! Pero también es un animal desconfiado: y que el mundo no vale lo que hemos creído es aproximadamente lo más seguro de todo aquello con lo que nuestra desconfianza ha llegado a hacerse finalmente. Tanta desconfianza, tanta filosofía. Nos guardamos de decir que valga menos: hoy nos mueve a risa que el hombre quiera arrogarse la tarea de inventar valores que superen el valor del mundo real; precisamente de eso hemos vuelto como de un exceso y extravío de la vanidad y sinrazón humanas que durante largo tiempo no ha sido conocido como tal. Ha tenido su última expresión en el pesimismo moderno, y una expresión más antigua, más fuerte, en la doctrina de Buda, pero también el cristianismo lo contiene, más dudosa y equívocamente, por cierto, pero no por ello de modo menos seductor. Toda esa pose de «el hombre contra el mundo», el hombre como principio «negador del mundo», el hombre como medida del valor de las cosas, como juez de mundos, que en último término pone la existencia misma en los platillos de su balanza y la encuentra demasiado ligera: hemos adquirido consciencia del enorme mal gusto de esta pose como tal, ya no la toleramos y nos reímos cuando encontramos «el hombre y el mundo» puestos uno junto a otro, separados por la sublime petulancia de la palabrita «y». Pero ¿cómo?, ¿acaso lo único que hemos hecho precisamente con ello, como reidores, es dar un paso más en el desprecio del hombre? ¿Y por tanto también en el pesimismo, en el desprecio de la existencia reconocible para nosotros? ¿No hemos sucumbido precisamente con ello al recelo de una contraposición, de una contraposición entre el mundo en el que hemos estado en casa hasta ahora con nuestras veneraciones —quizá gracias a ellas soportábamos vivir— y otro mundo distinto que somos nosotros mismos?: un recelo de nosotros mismos inexorable, a fondo, que llega muy abajo, que se apodera de nosotros los europeos cada vez más, cada vez peor, y que fácilmente podría poner a las generaciones venideras ante esta terrible disyuntiva: «¡o bien abolís vuestras veneraciones, o bien os abolís a vosotros mismos!». Lo segundo sería el nihilismo; pero lo primero, ¿no sería también… el nihilismo? Este es nuestro signo de interrogación.

347

Los creyentes y su necesidad de fe

Cuánta fe necesita uno para desarrollarse bien, cuánto de «firme» que no quiere sacudir, porque se sostiene sobre ello, es un criterio para medir su fuerza (o, dicho con más claridad, su debilidad). El cristianismo, me parece, lo siguen necesitando los más en la vieja Europa, todavía hoy: por eso sigue encontrando fe. Pues así es el hombre: un artículo de fe podría estar para él refutado mil veces, pero en el caso de que lo necesitase lo tendría también una vez y otra por «verdadero», según aquella famosa «demostración por medio de la fuerza» de que habla la Biblia. La metafísica la necesitan además algunos; pero también aquel impetuoso anhelo de certeza que hoy descargan las grandes masas en la ciencia positiva, el anhelo de querer tener algo firme (mientras que, debido al ardor de este anhelo, la fundamentación de la seguridad se toma más a la ligera y descuidadamente): también este sigue siendo un anhelo de soporte, de apoyo, y sigue siendo, en suma, aquel instinto de la debilidad que, ciertamente, no crea religiones, metafísicas, convicciones de todo tipo, pero que sí las conserva. De hecho, todos esos sistemas positivistas están rodeados por el espeso humo de un cierto oscurecimiento pesimista, por algo de cansancio, fatalismo, desengaño, miedo a nuevos desengaños, o bien solamente rabia exhibida, mal humor, anarquismo indignado y todos los demás síntomas o mascaradas de la sensación de debilidad. Incluso la energía con que nuestros más avisados contemporáneos se pierden en míseros rincones y angosturas, por ejemplo en el patrioterismo (así llamo lo que en Francia se denomina chauvinismo, y en Alemania «alemán»), o en confesiones estéticas baratas al modo del naturalisme parisino (que solo extrae y desnuda de la naturaleza la parte que produce simultáneamente repugnancia y sorpresa: hoy gusta denominar a esa parte la verité vraie[53]), o en nihilismo de corte petersburgués (es decir, en la fe en la falta de fe, hasta el martirio por ella), muestra siempre antes que nada la necesidad de fe, de apoyo, de columna vertebral, de respaldo… Donde la fe es siempre más deseada, donde más urgentemente se la necesita, es donde falta voluntad: pues la voluntad, en tanto que emoción de la orden, es la señal decisiva de que la gloria de sí y de la fuerza. Es decir, cuanto menos sabe mandar uno, tanto más urgentemente desea que haya uno que mande, que mande con severidad, un dios, un príncipe, un estamento, un médico, un confesor, un dogma, una conciencia de partido. De lo que acaso quepa deducir que las dos religiones universales, el budismo y el cristianismo, pueden deber su surgimiento, y sobre todo su repentina extensión, a una enorme enfermedad de la voluntad. Y eso es lo que en realidad ha sucedido: ambas religiones encontraron que existía antes de ellas un anhelo de un «debes» que por enfermedad de la voluntad había ido creciendo hasta el absurdo, hasta la desesperación; ambas religiones fueron maestras del fanatismo en épocas de flojedad de la voluntad, y por ello ofrecieron a incontables personas un punto de apoyo, una nueva posibilidad de querer, un disfrute en el querer. Y es que el fanatismo es la única «fuerza de voluntad» a la que puede llevarse también a los débiles e inseguros, como una especie de hipnotización de todo el sistema sensorial-intelectual a favor de la alimentación excesivamente abundante (hipertrofia) de un determinado punto de vista y de un determinado modo de sentir que alcanza el predominio a partir de ese momento: el cristiano lo llama su fe. Allí donde una persona llega a la convicción fundamental de que hay que darle órdenes se hace «creyente», y, a la inversa, cabe pensar un placer y una fuerza de la autodeterminación, una libertad de la voluntad, en los que un espíritu se despida de toda fe, de todo deseo de certeza, experimentado como está en mantenerse sobre ligeras cuerdas y posibilidades y en seguir bailando incluso al lado de abismos. Un espíritu como ese sería el espíritu libre par excellence.

348

De la procedencia del erudito

El erudito crece en Europa en todo tipo de estamento y de condición social, ya que es una planta que no necesita una tierra específica: por esa razón se cuenta, esencial e involuntariamente, entre los portadores de la idea democrática. Pero esa procedencia se delata. Cuando hemos adiestrado algo nuestra mirada para que en un libro erudito, en un tratado científico, reconozca la idiosincrasia intelectual del erudito —todo erudito la tiene— y la pille en flagrante, llegaremos a ver detrás de ella, casi siempre, la «prehistoria» del erudito, su familia, y en especial sus tipos de profesión y sus oficios. Dondequiera que se exprese la sensación «esto queda ahora demostrado, esto es asunto concluido», es comúnmente el antepasado que el erudito lleva en su sangre y en su instinto quien aprueba desde su ángulo visual «el trabajo realizado»: la fe en la demostración es solamente un síntoma de lo que un linaje laborioso ha considerado desde siempre «trabajo bien hecho». Un ejemplo: los hijos de registradores y escribientes de todo tipo, cuya tarea principal ha sido siempre ordenar un material múltiple, distribuirlo en cajones y, en general, esquematizar, muestran, cuando llegan a ser eruditos, una inclinación preferente a considerar casi solucionado un problema por haberlo esquematizado. Hay filósofos que en el fondo son solamente cabezas esquemáticas: para ellos lo formal del oficio paterno se ha convertido en el contenido. El talento de hacer clasificaciones, tablas de categorías, delata algo; no se es impunemente el hijo de los padres de uno. El hijo de un abogado tendrá que ser un abogado también como investigador: en su materia querrá ante todo que se le dé la razón, y secundariamente, quizá, tener razón. A los hijos de clérigos y maestros de escuela protestantes se los reconoce en la ingenua seguridad con la que, cuando son eruditos, toman su asunto por ya demostrado con solo que haya sido expuesto por ellos enérgicamente y con calor: y es que están profundamente acostumbrados a que se les crea, ¡esto formaba parte del «oficio» de sus padres! Un judío, a la inversa, conforme al campo de actividades y al pasado de su pueblo, a lo que menos acostumbrado está es precisamente a eso, a que se le crea; examínese desde este punto de vista a los eruditos judíos: todos ellos consideran que es una gran cosa la lógica, esto es, forzar el asentimiento mediante razones; saben que con ella tienen que vencer, incluso allí donde exista repulsión de raza y clase contra ellos, allí donde disguste creerlos. Y es que nada es más democrático que la lógica: no hace acepción de personas y toma por rectas también las narices curvas. (Dicho sea de paso: precisamente en lo tocante a logificación, a costumbres mentales pulcras, Europa debe a los judíos no poco agradecimiento; ante todo los alemanes, en su calidad de raza lamentablemente deraisonnable[54], a la que todavía hoy es necesario empezar «leyéndole la cartilla». Dondequiera que los judíos hayan llegado a tener influencia han enseñado a separar más, a inferir con más rigor, a escribir con más claridad y limpieza: su tarea ha sido siempre hacer entrar «en raison» a un pueblo).

349

De nuevo la procedencia de los eruditos

Querer la propia conservación es expresión de un estado de necesidad, de una limitación de la auténtica pulsión vital fundamental: esta va en pos de la ampliación del poder y, con harta frecuencia, en esa voluntad pone en cuestión y sacrifica la autoconservación. Considérese sintomático que algunos filósofos, por ejemplo el tuberculoso Spinoza, viesen, tuviesen que ver lo decisivo precisamente en el denominado instinto de conservación: eran personas en estado de necesidad. Que nuestras modernas ciencias naturales se hayan enredado a tal punto en el dogma espinozista (últimamente aún, y del modo más tosco, en el darwinismo, con su incomprensiblemente unilateral doctrina de la «lucha por la existencia») se debe, probablemente, a la procedencia de la mayor parte de los investigadores de la naturaleza: a este respecto forman parte del «pueblo», sus antepasados eran gente pobre y sencilla, que conocía demasiado de cerca la dificultad de salir adelante. Alrededor de todo el darwinismo inglés se nota algo así como un irrespirable aire inglés a superpoblación, algo así como olor de gente humilde a menesterosidad y estrechez. Sin embargo, cuando se es investigador de la naturaleza se debería salir del propio rincón humano: y en la naturaleza no domina el estado de necesidad, sino la sobreabundancia, la dilapidación, incluso hasta el absurdo. La lucha por la existencia es solamente una excepción, una restricción temporal de la voluntad de vivir; la gran y pequeña lucha gira en todas partes alrededor de la preponderancia, del crecimiento, de la ampliación, del poder, conforme a la voluntad de poder, que es precisamente la voluntad de vivir.

350

En honor de los homines religiosi

Con toda certeza, la lucha contra la Iglesia también es —entre otras cosas, pues tiene significados muy variados— la lucha de las naturalezas vulgares, divertidas, superficiales y que suelen tomarse demasiadas confianzas, contra el dominio de las personas graves, profundas y meditativas, es decir, de las personas malas y recelosas que cavilan con una larga sospecha sobre el valor de la existencia, también sobre su propio valor: el instinto vulgar del pueblo, su alegría sensorial, su «buen corazón» se indignaban en contra de ellas. Toda la Iglesia romana descansa en un recelo meridional acerca de la naturaleza del hombre: en un recelo que desde el Norte siempre se entiende mal, y en el cual el Sur europeo es heredero del profundo Oriente, de la viejísima y misteriosa Asia y de su espíritu contemplativo. Ya el protestantismo es un levantamiento popular a favor de los cándidos, de los ingenuos, de los superficiales (el Norte ha sido siempre más bondadoso y plano que el Sur); pero solo la Revolución francesa puso el cetro plena y solemnemente en manos de la «buena persona» (en manos de la oveja, del asno, del ganso y de todo lo que es incurablemente plano y gritón y está maduro para el manicomio de las «ideas modernas»).

351

En honor de las naturalezas sacerdotales

Pienso que de lo que el pueblo entiende por sabiduría (¿y quién no es hoy «pueblo»?), de aquella prudente y vacuna tranquilidad de ánimo, devoción y mansedumbre de párroco rural, que está echada en el prado y que mira la vida con seriedad y rumiando, es de lo que precisamente los filósofos se han sentido siempre más alejados, probablemente porque no eran lo suficientemente «pueblo» para ello, y tampoco lo suficientemente párroco rural. También es probable que sean precisamente ellos los que más tarden en aprender a creer que al pueblo podría serle lícito entender algo de lo que más lejos le queda, de la gran pasión del que conoce, del que constantemente vive, tiene que vivir, en la nube de tormenta de los más altos problemas y de las más pesadas responsabilidades (por lo tanto no, de ningún modo, mirando, al margen, indiferente, seguro, objetivo…). Cuando, por su parte, el pueblo se forja un ideal de «sabio» está venerando a un tipo de hombre enteramente distinto, y tiene razón mil veces en rendir pleitesía con las mejores palabras y honores precisamente a ese tipo de hombre: se trata de las naturalezas sacerdotales suaves, serias-simples y castas y de lo que les es afín, pues es a ellas a quien se dirige la alabanza contenida en aquella veneración del pueblo por la sabiduría. Y a quién tendría el pueblo motivos para mostrarse más agradecido que a estos varones que pertenecen a él y de él proceden, pero como consagrados, escogidos, sacrificados a su bien —ellos mismos se creen sacrificados a Dios—, ante los que puede volcar impunemente su corazón, librándose así, al entregárselos a ellos, de sus secretos, de sus preocupaciones y de cosas peores (pues la persona que «se comunica» se libra de sí misma, y quien «ha reconocido» algo, lo olvida). Aquí manda una gran necesidad fisiológica: y es que también para los desechos del alma se necesita desagües, y en ellos aguas limpias y limpiadoras, se necesita impetuosas corrientes de amor y corazones fuertes, humildes y puros que estén dispuestos a prestar un servicio como ese de atención a la salud no pública y a sacrificarse a él, pues es un sacrificio, y un sacerdote es y no deja de ser nunca una víctima humana… El pueblo siente a esos hombres de «fe», serios, sacrificados y que han llegado a ser silenciosos, como sabios, es decir, como hombres que han llegado a saber, como «seguros» en comparación con su propia inseguridad: ¿quién querría quitarle la palabra y esa veneración? Pero, a la inversa y como es justo, entre filósofos un sacerdote sigue estando considerado como «pueblo» y no como alguien que sabe, sobre todo porque ellos mismos no creen en «los que saben» y precisamente en esa fe y superstición perciben ya el olor a «pueblo». Fue la modestia quien inventó en Grecia la palabra «filósofo» y dejó a los actores del espíritu la espléndida arrogancia de llamarse sabios: la modestia de esos mozancones del orgullo y del gloriarse de sí como Pitágoras, como Platón.

352

Hasta qué punto es difícil prescindir de la moral

El hombre desnudo ofrece en general un espectáculo vergonzoso: hablo de nosotros los europeos (¡y ni siquiera de las europeas!). Suponiendo que por malicia de un encantador el más alegre grupo de comensales se viese repentinamente destapado y desvestido, creo que se les acabaría no solo la alegría y que perderían hasta el mejor apetito: según parece, nosotros los europeos no podemos prescindir en modo alguno de esa mascarada llamada vestido. Y el disfraz de las «personas morales», su envoltura bajo fórmulas y conceptos de decoro morales, el entero esconder benevolentemente nuestras acciones bajo los conceptos de deber, virtud, sentimiento de formar parte de una comunidad, honorabilidad, abnegación, ¿no iban a tener sus igualmente buenas razones? No es que yo crea que de ese modo se está enmascarando, por ejemplo, la maldad y bajeza humana, en suma el animal malo y salvaje que hay en nosotros; mi idea es, a la inversa, que precisamente como animales mansos ofrecemos un espectáculo vergonzoso y necesitamos el disfraz de la moral, que, precisamente, el «hombre interior» en Europa no es ni de lejos lo suficientemente malo para poder «dejarse ver» (y por lo tanto ser bello). El europeo se pone el disfraz de la moral porque se ha convertido en un animal enfermo, enfermizo, tullido, que tiene buenas razones para ser «manso», porque es casi un engendro, algo demediado, débil, torpe… No es la terribilidad del animal de presa la que encuentra necesario un disfraz moral, sino el animal gregario con su profunda mediocridad, miedo y aburrimiento de sí mismo. La moral acicala al europeo —¡confesémoslo!— dándole un aire distinguido, importante, de buen ver, «divino».

353

Del origen de las religiones

La auténtica invención de los fundadores de religiones es, primero, establecer un determinado tipo de vida y de cotidianidad de las costumbres que actúa como disciplina voluntatis y que al mismo tiempo elimina el aburrimiento; después: dar precisamente a esa vida una interpretación en virtud de la cual parece envuelta en el resplandor del valor supremo, de modo que a partir de ese momento se convierte en un bien por el que se lucha y por el que en determinadas circunstancias se da la vida. En verdad, de estas dos invenciones la segunda es la más esencial: la primera, el modo de vida, ya solía estar ahí, pero junto a otros modos de vida y sin ser consciente de qué valor le era inherente. La importancia, la originalidad del fundador de una religión se manifiesta usualmente en el hecho de que él lo ve, de que él lo escoge, de que él adivina por primera vez para qué puede ser utilizado, cómo puede ser interpretado. Jesús (o Pablo), por ejemplo, encontró la vida de la gente humilde de las provincias romanas, una vida modesta, virtuosa y apocada: él la interpretó, introdujo en ella, mediante la interpretación, el más elevado sentido y valor, y con ello el ánimo para despreciar cualquier otro tipo de vida, el callado fanatismo de los Hermanos Moravos, la reservada y subterránea confianza en sí mismo, que crece y crece y al final está dispuesta a «vencer al mundo» (es decir, a Roma y a los estamentos elevados de todo el Imperio). También Buda encontró ese tipo de personas, y, por cierto, las encontró diseminadas entre todos los estamentos y niveles sociales de su pueblo que son buenos y bondadosos (sobre todo inofensivos) por inercia, y que, asimismo por inercia, viven abstinentemente, casi sin necesidades: entendió cómo ese tipo de personas tiene que ir rodando hasta caer inevitablemente, con toda la vis inertiae[55], en una fe que promete impedir el retorno de las fatigas terrenas (es decir, del trabajo, del actuar como tal): este «entender» fue su genio. Para ser el fundador de una religión hace falta infalibilidad psicológica en detectar un determinado tipo medio de almas que todavía no se han reconocido como copertenecientes. Es él quien las reúne; la fundación de una religión se convierte siempre, así, en una larga fiesta de reconocimiento mutuo.

354

Del «genio de la especie»

El problema de la consciencia (más correctamente: del llegar a ser consciente) no comparece ante nosotros hasta que empezamos a comprender hasta qué punto podríamos prescindir de ella: y en ese comienzo del comprender nos sitúan ahora la fisiología y la historia animal (que, así pues, han necesitado dos siglos para ponerse en el nivel del recelo con el que Leibniz se adelantó a su tiempo). Y es que podríamos pensar, sentir, querer y recordar, podríamos asimismo «actuar» en todos los sentidos de la palabra, sin que todo eso tuviese por qué «llegar a nuestra consciencia» (como se dice figuradamente). La vida entera sería posible sin que, por así decir, se viese en el espejo: al igual que, de hecho, la mayor parte, con mucho, de esta vida se desarrolla en nosotros sin ese reflejo, y, por cierto, también la mayor parte de nuestra vida pensante, sentiente y volente, por ofensivo que ello pueda sonar a un filósofo de cierta edad. ¿Para qué la consciencia, si en lo principal es superflua? Pues bien —si se quiere prestar oídos a mi respuesta a esta pregunta y a la conjetura, quizá excesiva, que ella implica— me parece que la finura e intensidad de la consciencia siempre están en proporción a la capacidad de comunicarse de una persona (o animal), mientras que la capacidad de comunicarse está a su vez en proporción a su necesidad de comunicarse: esto último no entendido como si la persona individual misma que sea una maestra en la comunicación y en hacer inteligibles sus necesidades tuviese que ser al mismo tiempo la que estuviese más obligada a recurrir a los demás para subvenir a sus necesidades. Pero sí que me parece que es eso lo que sucede en lo que respecta a razas y cadenas de generaciones enteras: allí donde la necesidad, la menesterosidad han forzado durante largo tiempo a las personas a comunicarse, a entenderse recíprocamente con rapidez y finura, acaba habiendo una sobreabundancia de esta fuerza y arte de la comunicación, por así decir un patrimonio que se ha ido acumulando paulatinamente y que ahora está esperando un heredero que lo derroche (los denominados artistas son esos herederos, y lo mismo los oradores, los predicadores, los escritores: todos ellos personas que siempre vienen al final de una larga cadena, «nacidos tarde», en el mejor sentido de la palabra, y, como hemos dicho, derrochadores por esencia). Suponiendo que esta observación sea correcta, permítaseme seguir hasta la conjetura de que la consciencia como tal solo se ha desarrollado bajo la presión de la necesidad de comunicarse, de que de antemano solo era necesaria, solo era útil entre persona y persona (especialmente entre los que mandan y los que obedecen), y también de que solamente se ha desarrollado en proporción al grado de esa utilidad. Propiamente, la consciencia es solo una red de conexión entre persona y persona, solo como tal ha tenido que desarrollarse: la persona eremítica y semejante a los animales de presa no la habría necesitado. Que nuestras acciones, ideas, sentimientos y movimientos lleguen a nuestra consciencia —al menos una parte de los mismos— es la consecuencia de un «tener que» que ha actuado sobre la persona durante un tiempo terriblemente largo: la persona, al ser el animal que corría más peligro, necesitaba ayuda y protección, necesitaba semejantes, tenía que expresar su menesterosidad y saber hacerse entender, y para todo ello necesitaba antes «consciencia», esto es, «saber» ella misma lo que le pasaba, «saber» cómo se encontraba, «saber» qué pensaba. Y es que —digámoslo otra vez— el hombre, al igual que toda criatura viva, está pensando continuamente, pero no lo sabe; el pensamiento que se está haciendo consciente es solo la parte más pequeña del mismo, digamos que la parte más superficial, la más mala: pues solo este pensar consciente sucede en palabras, es decir, en signos de comunicación, con lo que se desvela la procedencia misma de la consciencia. Dicho concisamente: el desarrollo del lenguaje y el desarrollo de la consciencia (no de la razón, sino solamente de la adquisición de consciencia por la razón) van de la mano. A eso se añade que no solo el lenguaje sirve de puente entre persona y persona, sino también la mirada, la presión, el gesto; el llegar a ser conscientes de nuestras propias impresiones sensoriales, la fuerza para poder fijarlas y por así decir ponerlas fuera de nosotros mismos han aumentado en la misma medida en que crecía la coacción a transmitirlas a otros mediante signos. El hombre inventor de signos es al mismo tiempo el hombre cada vez más nítidamente consciente de sí mismo; solo como animal social aprendió el hombre a hacerse consciente de sí mismo, lo sigue haciendo aún, lo hace cada vez más. Mi idea es, como se ve, que la consciencia no pertenece propiamente a la existencia individual del hombre, sino más bien a aquello que es en él naturaleza comunitaria y gregaria; que, como de ahí se sigue, solo está desarrollada con finura en lo tocante a su utilidad comunitaria y gregaria, y que en consecuencia cada uno de nosotros, aun con la mejor voluntad de entenderse a sí mismo todo lo individualmente que resulte posible, de «conocerse a sí mismo», solo llegará a ser consciente de lo no-individual de él, de su «término medio»; que nuestra idea misma continuamente queda en minoría, por así decir, respecto del carácter de la consciencia, respecto del «genio de la especie» que manda en ella, y es retraducida a la perspectiva gregaria. Nuestras acciones son en el fondo todas ellas, de un modo incomparable, personales, únicas, ilimitadamente individuales, no cabe duda; pero tan pronto las traducimos a la consciencia ya no lo parecen… Este es el auténtico fenomenalismo y perspectivismo, tal y como yo lo entiendo: la naturaleza de la consciencia animal comporta que el mundo del que podemos ser conscientes solamente es un mundo de superficies y signos, un mundo que ha sido generalizado y vulgarizado; que todo lo que llega a ser consciente se torna, por esa misma razón, flaco, relativo-estúpido, genérico, signo, marca de rebaño; que a todo llegar a ser consciente va ligada una gran y profunda corrupción, falsificación, superficialización y generalización. En último término, la consciencia creciente es un peligro; y quien vive entre los europeos más conscientes sabe incluso que es una enfermedad. Como se puede adivinar, no es la contraposición de sujeto y objeto lo que aquí me interesa: esta distinción se la dejo a los teóricos del conocimiento que se han quedado prendidos en los lazos de la gramática (de la metafísica del pueblo). Tampoco, y menos aún, la contraposición de «cosa en sí» y fenómeno: pues no «conocemos», ni de lejos, lo suficiente para que nos fuese lícito hacer siquiera esa separación. Y es que no tenemos órgano alguno para el conocer, para la «verdad»: no «sabemos» (o creemos o nos imaginamos) nada más que lo que pueda ser útil en interés del rebaño humano, de la especie: e incluso lo que aquí se denomina «utilidad» solamente es, en último término, una fe, algo imaginado, y quizá precisamente aquella fatídica estupidez que un día nos hará perecer.

355

El origen de nuestro concepto de «conocimiento[56]»

Tomo esta explicación de la calle; oí a un hombre del pueblo decir «me ha reconocido[57]», y en ese momento me pregunté: ¿qué entiende realmente el pueblo por conocimiento?, ¿qué quiere cuando quiere «conocimiento»? Nada más que esto: remitir algo ajeno a algo consabido[58]. Y nosotros los filósofos, ¿hemos entendido por conocimiento realmente más? Lo consabido, es decir, aquello a lo que estamos tan acostumbrados que ya no nos asombramos de ello, nuestra cotidianidad, alguna regla en la que estamos incluidos, todas y cada una de las cosas en las que nos sabemos en casa: ¿acaso nuestra necesidad de conocer no es precisamente esta necesidad de algo consabido, la voluntad de descubrir, bajo todo lo ajeno, desacostumbrado y cuestionable, algo que ya no nos intranquilice? ¿No podría ser el instinto del miedo el que nos mandase conocer? La exultación del que conoce, ¿no podría ser precisamente la exultación de la recuperada sensación de seguridad?… Este filósofo se figuraba que el mundo quedaba «conocido» cuando lo había remitido a la «idea»: ay, ¿no era porque la «idea» le resultaba tan consabida, tan acostumbrada, no era porque de ese modo ya temía poco a la «idea»? ¡Oh, esta capacidad de los que conocen de necesitar poco! ¡Considérese desde este punto de vista sus principios y sus soluciones del enigma del mundo! Cuando vuelven a encontrar en las cosas, bajo las cosas, detrás de las cosas, algo que por desgracia nos es muy consabido, por ejemplo nuestra tabla de multiplicar o nuestra lógica o nuestro querer y desear, ¡qué felices son! Pues «lo que es consabido, está conocido»: en eso concuerdan. Hasta los más cuidadosos entre ellos piensan que al menos lo consabido es más fácilmente cognoscible que lo ajeno; que, por ejemplo, resulta obligado metodológicamente partir del «mundo interior», de los «hechos de consciencia», ¡porque este mundo nos es más consabido! ¡Error de los errores! Lo consabido es lo acostumbrado; y lo acostumbrado es lo más difícil de «conocer», es decir, de ver como problema, es decir, de ver como ajeno, como lejano, como «fuera de nosotros»… La gran seguridad de las ciencias naturales en comparación con la psicología y la crítica de los elementos de la consciencia —ciencias innaturales, como casi sería lícito decir— descansa precisamente en que toman lo ajeno como objeto: mientras que es casi contradictorio y absurdo querer tomar como objeto lo no-ajeno en tanto que tal…

356

En qué medida en Europa las cosas irán cada vez más «artísticamente»

La atención a las necesidades de la vida impone todavía hoy —en nuestro periodo transitorio, en el que tantas cosas ya no imponen nada— a casi todos los europeos de sexo masculino un determinado papel: lo denominan su profesión; a algunos les queda la libertad, una aparente libertad, de elegir ellos mismos ese papel, y a la mayoría se lo eligen. El resultado es harto extraño: cuando alcanzan cierta edad, casi todos los europeos se confunden con su papel y son víctima ellos mismos de su «buena interpretación teatral»: han olvidado en qué gran medida el azar, el capricho, lo arbitrario dispusieron sobre ellos entonces, cuando su «profesión» se decidió, y cuántos papeles distintos quizá habrían podido representar, ¡pues ahora ya es demasiado tarde! Vistas las cosas con más profundidad, el papel se ha convertido realmente en carácter, el arte en naturaleza. Hubo épocas en las que con rígida fiabilidad, con devoción incluso, se creía en la propia predeterminación para precisamente esa ocupación, para precisamente esa manera de ganarse el pan, y no se quería reconocer el azar que ahí estaba presente, el papel, lo arbitrario como tal: estamentos, gremios, privilegios profesionales hereditarios han conseguido con ayuda de esa fe levantar aquellas enormes y anchas torres de sociedad que distinguen a la Edad Media y a las que en todo caso hay que elogiar aún hoy por una cosa: permanencia (¡y en este mundo la permanencia es un valor de primer rango!). Pero hay épocas inversas, las épocas propiamente democráticas, en las que esa fe se echa en olvido más y más y pasan a primer plano una cierta fe y un cierto punto de vista de lo contrario atrevidos, aquella fe de los atenienses que se advierte por primera vez en la época de Pericles, aquella fe de los americanos de hoy, que aspira, cada vez más, a convertirse también en fe de los europeos: una fe con la que el individuo está convencido de poderlo más o menos todo, de estar a la altura de más o menos todo papel, una fe con la que cada uno ensaya consigo mismo, improvisa, ensaya de nuevo, ensaya con placer, en la que toda naturaleza cesa y se convierte en arte… Los griegos, tan pronto entraron en esta fe en papeles —una fe de artistas de circo, si se quiere— experimentaron paso a paso, como es sabido, una transformación extraña y que no en todos los aspectos merece imitación: se convirtieron realmente en actores; como tales, encantaron, vencieron por completo al mundo y en último término incluso a la «vencedora del mundo» (pues fue el graeculus histrio[59] quien venció a Roma, y no, como suelen decir los inocentes, la cultura griega…). Pero lo que yo temo, lo que hoy se toca ya con las manos, en el caso de que se tenga ganas de tocarlo, es que nosotros los hombres modernos vamos ya enteramente por el mismo camino; y cada vez que el hombre empieza a descubrir en qué medida desempeña un papel y hasta qué punto puede ser actor, se convierte en actor… Con ello surge una nueva flora y fauna de hombres que en épocas más firmes, más limitadas, no pueden crecer, o bien se los deja «abajo», bajo el poder y la sospecha de la deshonra: con ello surgen en cada ocasión las épocas más interesantes y locas de la historia, en las que los «actores», todos los tipos de actores, son los auténticos señores. Precisamente por esa causa se perjudica cada vez más profundamente a otra especie de hombres, se termina por hacerlos imposibles, sobre todo a los grandes «arquitectos»; ahora decae la fuerza que edifica; el ánimo para hacer planes a la larga es desanimado; los genios organizativos empiezan a faltar: ¿quién se atreve, a partir de ese momento, a emprender obras para cuya terminación habría que contar con milenios? Se extingue precisamente aquella fe fundamental que sirve de base para calcular, prometer, anticipar el futuro en el plan, hacer sacrificios al propio plan: la fe en que el hombre solo tiene valor, solo tiene sentido, en la medida en que sea un sillar de un gran edificio; para lo cual, antes de nada, tiene que ser sólido, tiene que ser «piedra»… Sobre todo, no ¡actor! Dicho concisamente —¡ay, se guardará silencio sobre ello todavía durante no poco tiempo!—, lo que a partir de ahora ya no es edificado, lo que a partir de ahora ya no puede ser edificado, es una sociedad en el viejo sentido de la palabra; para edificar ese edificio falta todo, lo primero el material. Ninguno de nosotros es ya material para una sociedad: ¡esta es una verdad cuyo momento ya ha llegado! Me parece indiferente que por ahora el tipo de hombre más corto de vista, quizá el más honrado, y en todo caso el más ruidoso que existe hoy, nuestros señores socialistas, siga creyendo, esperando, soñando, sobre todo gritando y escribiendo aproximadamente lo contrario; su consigna para el futuro, «sociedad libre», se lee ya en todas las mesas y paredes. ¿Sociedad libre? ¡Sí!, ¡sí! Pero, señores míos, ¿sabéis acaso con qué se construye? ¡Con hierro de madera! ¡Con el famoso hierro de madera! Y ni siquiera de madera…

357

Acerca del viejo problema: «¿qué es alemán?»

Repasemos en nuestro interior los auténticos logros del pensamiento filosófico que hay que agradecer a cabezas alemanas: ¿cabe anotarlos también, en algún sentido que esté permitido, en el haber de la raza entera? ¿Nos es lícito decir: son al mismo tiempo obra del «alma alemana», al menos su síntoma, en el sentido en que, por ejemplo, estamos acostumbrados a tomar la ideomanía de Platón, su casi religiosa locura de las formas, al mismo tiempo como un acontecimiento y un testimonio del «alma griega»? ¿O sería verdad más bien lo inverso? ¿Son precisamente tan individuales, en tal alto grado una excepción al espíritu de la raza, como por ejemplo lo fue el paganismo con buena conciencia de Goethe? ¿O como lo es entre los alemanes el maquiavelismo con buena conciencia de Bismarck, su denominada «Realpolitik»? ¿Contradicen incluso nuestros filósofos, quizá, las necesidades del «alma alemana»? En suma, los filósofos alemanes, ¿fueron realmente alemanes filósofos? Recuérdese tres casos. Primero, la incomparable intuición de Leibniz, con la que tuvo razón no solo contra Descartes, sino contra cuantos habían filosofado hasta él, de que la conscienticidad es solo un accidente de la representación, no su atributo necesario y esencial, que por tanto aquello que denominamos consciencia solamente constituye un estado de nuestro mundo espiritual y anímico (quizá un estado enfermizo) y, ni de lejos, ese mundo mismo: ¿hay en este pensamiento, cuya profundidad tampoco hoy está aún agotada, algo alemán? ¿Hay alguna razón para presumir que no habría sido fácil que a un latino se le ocurriese dar ese giro completo a la apariencia de las cosas? Pues de un giro completo se trata. Recordemos, en segundo lugar, el enorme signo de interrogación que Kant puso junto al concepto de «causalidad»; no es que, como Hume, dudase en modo alguno de la legitimidad de ese concepto: más bien, comenzó a delimitar cuidadosamente el reino dentro del cual ese concepto tiene siquiera sentido (tampoco ahora hemos terminado aún de trazar esos límites). Tomemos, en tercer lugar, el asombroso manotazo de Hegel, que sentó la mano a todas las costumbres de una lógica demasiado consentida cuando se atrevió a enseñar que los conceptos de las especies se desarrollan unos a partir de otros: con esa tesis los espíritus de Europa quedaron preformados para el último gran movimiento científico, para el darwinismo, pues sin Hegel no existiría Darwin. ¿Hay algo alemán en esta innovación hegeliana por la que fue introducido en la ciencia el decisivo concepto de «evolución»? Sí, sin duda alguna: en los tres casos sentimos «destapado» y adivinado algo de nosotros mismos, y quedamos agradecidos por ello, y al mismo tiempo sorprendidos; cada una de esas tres tesis es un pedazo de autoconocimiento, de autoexperiencia, de autocaptación alemanas que da mucho que pensar. «Nuestro mundo interior es mucho más rico, amplio, escondido»: así sentimos con Leibniz; como alemanes dudamos con Kant de la validez última de los conocimientos de las ciencias naturales, y en general de todo lo que se deja conocer causaliter: lo cognoscible nos parece ya, como tal, de menor valor. Nosotros los alemanes somos hegelianos, aunque nunca hubiese habido un Hegel, por cuanto nosotros (en contraposición con todos los latinos) atribuimos instintivamente al devenir, a la evolución, un sentido más profundo y un valor más rico que a lo que «es»: no creemos apenas en la legitimación del concepto de «ser»; también muestra que somos hegelianos el hecho de que no estamos inclinados a conceder a nuestra lógica humana que sea la lógica en sí, el único tipo de lógica (nos gustaría más bien persuadirnos de que es solo un caso especial, y quizá uno de los más extraños y estúpidos). Una cuarta pregunta sería si también Schopenhauer, con su pesimismo, es decir, con el problema del valor de la existencia, tenía que haber sido precisamente un alemán. Creo que no. El acontecimiento tras el cual cabía esperar con seguridad este problema, de modo que un astrónomo del alma habría podido calcular el día y la hora del mismo, la decadencia de la fe en el Dios cristiano, la victoria del ateísmo científico, es un acontecimiento paneuropeo en el que a todas las razas corresponde su parte de mérito y honra. Al contrario: habría que atribuir precisamente a los alemanes —a los alemanes coetáneos de Schopenhauer— haber retardado esta victoria del ateísmo más larga y peligrosamente que nadie; Hegel, especialmente, fue su retardador par excellence con el grandioso intento que hizo de persuadirnos de la divinidad de la existencia, en último término con ayuda de nuestro sexto sentido, el «sentido histórico». Schopenhauer fue como filósofo el primer ateo confeso e inflexible que hemos tenido nosotros los alemanes: su enemistad hacia Hegel tenía aquí su trasfondo. La indivinidad de la existencia era para él algo dado, tangible, indiscutible; perdía su circunspección de filósofo y caía en la indignación cada vez que veía a alguien dudar y hacer distingos al respecto. En este punto reside toda su honradez: el ateísmo incondicionado y sincero es precisamente el presupuesto de su planteamiento del problema, como una victoria de la conciencia europea lograda por fin tras dura lucha, como el acto más rico en consecuencias de una disciplina de dos mil años para la verdad que al final se prohíbe a sí misma la mentira de la fe en Dios… Se ve qué es lo que en realidad ha vencido sobre el dios cristiano: la moralidad cristiana misma, el concepto de veracidad tomado cada vez en un sentido más estricto, la sutileza de confesor propia de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en conciencia científica, en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como una demostración de la bondad y de la protección de un dios; interpretar la historia para honra de una razón divina, como testimonio constante de un orden moral del mundo y de propósitos últimos morales; interpretar las propias vivencias como las han interpretado durante no poco tiempo las personas piadosas, como si todo fuese disposición de lo alto, todo señal, todo estuviese pensado y enviado en beneficio de la salvación del alma: todo esto se acabó, tiene a la conciencia en su contra, está considerado por todas las conciencias delicadas indecoroso, insincero, mendacidad, feminismo, debilidad, cobardía; es precisamente con este rigor como somos buenos europeos —si es que en algo lo somos— y herederos de la más larga y valiente autosuperación de Europa. Cuando sacudimos de nosotros de ese modo la interpretación cristiana y condenamos su «sentido» como una falsificación de moneda, viene sobre nosotros inmediatamente, de un modo terrible, la pregunta schopenhaueriana: ¿tiene la existencia algún sentido?, esa pregunta que necesitará un par de siglos ya tan solo para ser oída completamente y en toda su profundidad. Lo que el propio Schopenhauer respondió a esa pregunta fue —perdóneseme— precipitado, juvenil, solo un arreglo, un quedarse parado y metido precisamente en las perspectivas morales cristiano-ascéticas en las que se había dejado de tener fe al no tenerla ya en Dios… Pero él planteó la pregunta, como buen europeo, según acabamos de decir, y no como alemán. ¿O es que los alemanes, al menos con el modo en que se apoderaron de la pregunta schopenhaueriana, han demostrado su copertenencia y parentesco internos, su preparación, su necesidad de su problema? Que después de Schopenhauer también en Alemania —¡bien tarde, por lo demás!— se haya pensado e imprimido sobre el problema por él planteado no es suficiente, por cierto, para decidir a favor de esa estrecha copertenencia; se podría incluso hacer valer en contra la peculiar falta de habilidad de este pesimismo post-schopenhaueriano: parece evidente que los alemanes no se comportaban en él como si estuviesen en su elemento. Con esto no estoy aludiendo, en modo alguno, a Eduard von Hartmann; al contrario, hoy sigue sin haberse disipado mi vieja sospecha de que es demasiado hábil para nosotros: quiero decir que él, como el malicioso tunante que es, quizá no solo se haya estado riendo desde el principio del pesimismo alemán, sino que al final podría incluso «legar» testamentariamente a los alemanes hasta qué punto, en la época de las fundaciones, se les ha podido tomar el pelo. Pero yo pregunto: ¿acaso se debe considerar que es una honra para los alemanes esa vieja peonza de Bahnsen, quien durante toda su vida ha girado con voluptuosidad alrededor de su miseria real-dialéctica y de su «mala suerte personal»?, ¿sería alemán precisamente eso?, (recomiendo sus escritos, y yo mismo los he utilizado con tal fin, como dieta antipesimista, especialmente a causa de sus elegentiae psychologicae, con las cuales, me parece, se puede superar hasta el mayor estreñimiento de cuerpo y de ánimo). ¿O bien se podría contar esos diletantes y solteronas, como el dulzón apóstol de la virginidad Mainländer, entre los alemanes como es debido? En último término, habrá sido un judío (todos los judíos se ponen dulzones cuando moralizan). Ni Bahnsen, ni Mainländer, ni menos Eduard von Hartmann, proporcionan un punto de apoyo seguro para responder la pregunta de si el pesimismo de Schopenhauer, su horrorizada mirada a un mundo desdivinizado, estúpido, ciego, que se ha vuelto loco y cuestionable, su horror sincero… ha sido no solo un caso excepcional entre los alemanes, sino un acontecimiento alemán; todo lo demás que está en primer plano, nuestra valiente política, nuestro alegre patrioterismo —que de forma harto decidida considera todas las cosas desde el punto de vista de un principio poco filosófico («Alemania, Alemania por encima de todo»), así pues sub specie speciei, a saber, desde el punto de vista de la species alemana— atestiguan lo contrario con gran claridad. ¡No! ¡Los alemanes de hoy no son pesimistas! Y Schopenhauer era pesimista, digámoslo otra vez, como buen europeo y no como alemán.

358

El levantamiento campesino del espíritu

Nosotros los europeos nos encontramos ante el espectáculo de un enorme mundo en ruinas en el que algunas cosas todavía se levantan hacia lo alto, muchas se mantienen apenas en pie, minadas e inquietantes, pero las más yacen ya por el suelo, no poco pintorescas —¿dónde ha habido nunca ruinas más bellas?— y cubiertas de grandes y pequeñas malas hierbas. La Iglesia es esta ciudad asolada: vemos la sociedad religiosa del cristianismo sacudida hasta en sus más profundos cimientos, la fe en Dios ha sido derribada, la fe en el ideal cristiano-ascético está luchando aún en estos momentos su última lucha. Es verdad que una obra edificada tan larga y sólidamente como el cristianismo —¡fue la última obra de romanos!— no podía ser destruida de repente; terremotos de todo tipo han tenido que sacudirla, ayudados por espíritus de todo tipo que la iban horadando, minando, royendo, humedeciendo. Sin embargo, y esto es lo más extraño, los que más se han esforzado por mantener, por conservar el cristianismo, se han convertido precisamente en sus mejores destructores: los alemanes. Parece que los alemanes no entienden la esencia de una Iglesia. ¿No son lo suficientemente espirituales para ello, lo suficientemente desconfiados? La construcción de la Iglesia descansa, en todo caso, sobre una libertad y un talante liberal meridionales, e igualmente sobre una sospecha meridional contra la naturaleza, el hombre y el espíritu: descansa sobre un conocimiento del hombre, sobre una experiencia del hombre enteramente distintos de los que ha tenido el Norte. La Reforma luterana fue en toda su extensión la indignación de la simplicidad contra algo «múltiple», para decirlo cautelosamente, un tosco y cándido malentendido en el que hay mucho que perdonar: no se comprendía la expresión «Iglesia triunfante» y solo se veía corrupción, se malentendía el escepticismo distinguido, aquel lujo del escepticismo y la tolerancia que todo poder triunfante y seguro de sí mismo se permite… Hoy se pasa no poco por alto cómo en todas las cuestiones cardinales del poder la predisposición natural de Lutero era fatídicamente de cortos vuelos, superficial, descuidada, sobre todo en su calidad de hombre del pueblo, al que le faltaba toda herencia de una casta dominante, todo instinto para el poder: de modo que sin que él lo quisiese ni lo supiese su obra, su voluntad de restablecer aquella obra de romanos, no fue al cabo más que el comienzo de una obra de destrucción. Él destejió, él desgarró, con una rabia sincera, allí donde la vieja araña había tejido con más cuidado y durante más largo tiempo. Puso los libros sagrados al alcance de cualquiera: de esa forma acabaron cayendo en manos de los filólogos, es decir, de los aniquiladores de toda fe que descanse en libros. Destruyó el concepto de «Iglesia» al rechazar la fe en la inspiración de los concilios: pues solo desde el presupuesto de que el espíritu inspirador que ha fundado la Iglesia aún vive y edifica en ella, y en ella continúa edificando su casa, conserva su fuerza el concepto de «Iglesia». Devolvió al sacerdote la relación sexual con la mujer: pero tres cuartas partes de la veneración de que es capaz el pueblo, sobre todo la mujer del pueblo, descansan en la fe en que un hombre excepcional en este punto será una excepción también en otros puntos: justo aquí tiene la fe popular en algo sobrehumano del hombre, en el milagro, en el dios redentor que hay en el hombre, su más sutil y capcioso abogado. Después de darle la mujer, Lutero tuvo que quitar al sacerdote la confesión auricular, lo cual era psicológicamente correcto, pero con ello quedaba abolido en el fondo el sacerdote cristiano mismo, cuya más profunda utilidad ha sido siempre ser un oído sagrado, un pozo que guarda silencio sobre todo lo que en él se arroje, una tumba para los secretos. «Cada uno su propio sacerdote»: tras esas fórmulas y su cazurrería aldeana se escondía en Lutero el abismal odio contra el «hombre superior» y el dominio del «hombre superior» tal y como la Iglesia había concebido a este último: destrozó un ideal que él no sabía alcanzar, mientras parecía combatir y despreciar la degeneración de ese ideal. Él, el monje imposible, se sacudió realmente el dominio de los homines religiosi; así pues, hizo dentro del orden social eclesiástico exactamente lo mismo que combatió tan intolerantemente en el orden civil: un «levantamiento campesino». Contemplemos cuanto de bueno y de malo ha ido creciendo posteriormente a partir de su Reforma y hoy puede ser objeto de un balance aproximado: ¿quién tendría la ingenuidad suficiente para elogiar o censurar a Lutero por esas consecuencias, así de sencillamente? Es inocente de todo, no sabía lo que hacía. El aplanamiento del espíritu europeo, especialmente en el Norte, su abondadosamiento[60], si se prefiere oírlo designado con una palabra moral, dio con la Reforma luterana un buen paso hacia delante, no cabe duda; e igualmente creció por causa suya la movilidad e intranquilidad del espíritu, su sed de independencia, su fe en un derecho a la libertad, su «naturalidad». Si en este último aspecto se le quiere reconocer el valor de haber preparado y favorecido lo que hoy veneramos como «ciencia moderna», hay que añadir, con todo, que también tiene parte de culpa en la degeneración del erudito moderno, en su falta de veneración, vergüenza y profundidad, en toda su ingenua simpleza y candidez en las cosas del conocimiento, en aquel plebeyismo del espíritu, en suma, que es peculiar de los dos últimos siglos y del que tampoco el pesimismo que ha habido hasta ahora nos ha redimido en modo alguno: también las «ideas modernas» siguen formando parte de ese levantamiento campesino del Norte contra el espíritu más frío, más ambiguo, más desconfiado del Sur, contra un espíritu que en la Iglesia cristiana se ha erigido su mayor monumento. En último término, no olvidemos qué es una Iglesia, concretamente en contraposición con todo «Estado»: una Iglesia es sobre todo una estructura de dominio que asegura a los hombres más espirituales el más alto rango y cree en el poder de la espiritualidad hasta el punto de prohibirse todos los medios violentos y groseros: ya por ese solo motivo es la Iglesia, en todo caso, una institución más distinguida que el Estado.

359

La venganza contra el espíritu y otros trasfondos de la moral

La moral, ¿dónde creéis que tiene sus abogados más peligrosos y maliciosos?… Ese hombre de ahí ha salido mal y no posee el espíritu suficiente para poder alegrarse de ello, pero sí la cultura suficiente, no más, para saberlo; se aburre, está hastiado, es un autodespreciador; por desgracia, a causa de algún patrimonio heredado, está privado incluso del último consuelo: las «bendiciones del trabajo», el olvidarse de sí en las «tareas cotidianas»; en el fondo, se avergüenza de su existencia —quizá albergue además un par de pequeños vicios— y por otra parte no puede evitar, mediante libros a los que no tiene derecho, o una compañía más espiritual de lo que puede digerir, mimarse e ir haciéndose vanidoso-susceptible, con resultados cada vez peores: alguien así, completamente envenenado —pues el espíritu se vuelve veneno, la cultura se vuelve veneno, las posesiones se vuelven veneno, la soledad se vuelve veneno en los que, como él, han salido mal— acaba cayendo en un estado habitual de venganza, de voluntad de venganza… ¿qué creéis que necesita, que necesita incondicionadamente, para conseguir en sí mismo la apariencia de la superioridad sobre personas más espirituales, el placer de la venganza realizada, al menos en su imaginación? Siempre la moralidad, podéis apostar a que sí, siempre las grandes palabras de la moral, siempre el blablablá de la justicia, de la sabiduría, de la santidad, de la virtud, siempre el estoicismo del gesto (¡qué bien esconde el estoicismo lo que uno no tiene…!), siempre la capa del prudente callar, de la afabilidad, de la suavidad, o cualquier otra de las capas de idealista bajo las que andan por ahí los autodespreciadores incurables, también los vanidosos incurables. Que no se me entienda mal: de esos enemigos del espíritu natos surge a veces aquel excepcional ejemplar de ser humano que el pueblo venera bajo el nombre de santo, de sabio; de esos hombres proceden aquellos monstruos de la moral que hacen ruido, que hacen historia: San Agustín se cuenta entre ellos. El miedo al espíritu, la venganza contra el espíritu, ¡oh, con qué frecuencia esos vicios, dotados de tanta fuerza impulsora, han llegado a ser ya la raíz de virtudes, es más, han llegado a ser virtudes! Y, preguntado ente nosotros, incluso aquella pretensión de poseer la sabiduría que los filósofos han elevado aquí y allí alguna vez en este mundo, la más loca e inmodesta de todas las pretensiones, ¿no ha sido siempre hasta ahora, en la India igual que en Grecia, sobre todo un escondrijo? En ocasiones, quizá se haya elevado esa pretensión desde el punto de vista de la educación, que tantas mentiras justifica, a fin de proteger delicadamente a los que están haciéndose y creciendo, a los discípulos, los cuales, frecuentemente, tienen que ser defendidos contra ellos mismos mediante la fe en la persona (mediante un error)… Pero en los casos más frecuentes se trataba de un escondrijo del filósofo para salvarse del cansancio, de la vejez, de volverse frío, de endurecerse, como sensación del cercano fin, como prudencia de aquel instinto que los animales tienen antes de la muerte: se hacen a un lado, se vuelven silenciosos, eligen la soledad, se esconden en cuevas, se vuelven sabios… ¿Cómo? ¿La sabiduría un escondrijo del filósofo para esconderse… del espíritu?

360

Dos tipos de causa que confundimos

Este me parece uno de mis pasos y progresos más esenciales: he aprendido a distinguir la causa del actuar de la causa del actuar precisamente de esta o de aquella manera concreta, del actuar en esta dirección, en pos de esta meta. El primer tipo de causa es un cuantum de fuerza acumulada que está esperando a ser consumido de algún modo, con alguna finalidad; el segundo tipo, en cambio, comparado con esa fuerza es enteramente insignificante, un pequeño azar la mayor parte de las veces, conforme al cual ese cuantum «se dispara» ahora de un modo muy concreto: la cerilla en comparación con el barril de pólvora. Entre estos pequeños azares y cerillas cuento todos los así denominados «fines», y lo mismo las todavía mucho más «así denominadas» «profesiones para toda la vida»: son relativamente caprichosas, arbitrarias, casi indiferentes en comparación con el enorme cuantum de fuerza que tiene urgencia, como hemos dicho, de ser consumido de algún modo. Comúnmente vemos las cosas de otra manera: estamos acostumbrados, en virtud de un viejísimo error, a ver en la meta (fines, profesiones, etc.) la fuerza impulsora, mientras que en realidad ella es solo la fuerza dirigente, y hemos confundido el timonel con el vapor. Y ni siquiera es siempre el timonel, la fuerza dirigente… ¿No sucede con harta frecuencia que la «meta», el «fin», es solamente una excusa cohonestante, un posterior cegarse a sí misma de la vanidad, que se niega a reconocer que el barco va siguiendo la corriente en la que casualmente ha caído, que «quiere» ir hacia allí porquetiene que ir hacia allí, que hay, sí, una dirección, pero no, absolutamente no, un timonel? Seguimos necesitando una crítica del concepto de «fin».

361

Del problema del actor

El problema del actor es el que durante más largo tiempo me ha intranquilizado; no estaba seguro (y en ocasiones sigo sin estarlo) de si no será precisamente desde ahí desde donde debamos abordar el peligroso concepto de «artista»: un concepto que hasta ahora ha sido tratado con imperdonable bondad. La falsedad con buena conciencia; el placer en el disimulo irrumpiendo como poder, empujando a un lado el denominado «carácter», anegándolo, en ocasiones extinguiéndolo; el anhelo interior de introducirse en un papel y en una máscara, en una apariencia; una sobreabundancia de capacidades de adaptación de todo tipo que ya no saben satisfacerse sirviendo a la más próxima y estrecha utilidad: todo esto, ¿no es quizá solamente el actor en sí?… Donde con más facilidad se habrá formado un instinto como ese es en las familias del pueblo bajo que tenían que salir adelante en la vida bajo una cambiante presión y coacción y en profunda dependencia, que tenían que amoldarse a todo con suma flexibilidad y adaptarse una y otra vez a nuevas circunstancias, que tenían que dárselas de una cosa distinta cada vez y hacerse pasar por ella, capacitadas paulatinamente a colocarse siempre al sol que más calienta, fuese cual fuese ese sol, y de ese modo, perdiendo prácticamente toda dignidad, como maestros de aquel arte —han llegado a hacerlo carne de su carne y sangre de su sangre— del eterno jugar al escondite que en el caso de los animales se denomina mimicry[61], hasta que al final todo este patrimonio acumulado de generación en generación se vuelve despótico, irracional, irrefrenable, como instinto aprende a dar órdenes a otros instintos y engendra el actor, el «artista» (el cómico, el contador de mentiras, el gracioso, el bufón, el clown primero, también el criado clásico, el Gil Blas: pues en tales tipos tenemos la prehistoria del artista y con harta frecuencia incluso del «genio»). También en condiciones sociales más elevadas crece bajo una presión semejante un tipo de persona semejante: solo que entonces la mayor parte de las veces el instinto de actor es mantenido a raya, aunque solo sea a duras penas, por otro instinto diferente, según sucede, por ejemplo, en el caso del «diplomático»: me siento inclinado a creer, por lo demás, que estaría en mano de un buen diplomático de cualquier época ser también un buen actor escénico, suponiendo que «estuviese en su mano». Y en lo que respecta a los judíos, aquel pueblo del arte de adaptarse par excellence, querríamos ver en ellos de antemano —siguiendo esta argumentación— por así decir, una institución, de gran relevancia para la historia universal, destinada a la cría de actores, una auténtica camada de actores; y en verdad resulta no poco oportuna esta pregunta: ¿qué buen actor no es hoy… judío? ¿Judío? Como literato nato, como dominador efectivo de la prensa europea, el judío ejerce su poder también con base en su capacidad de actor: pues el literato es esencialmente actor, a saber, representa el papel de «experto», de «especialista». Finalmente, las mujeres: reflexionemos sobre la historia entera de las mujeres, ¿no tienen que ser, antes que cualquier otra cosa y por encima de todo, actrices? Oigamos a los médicos que han hipnotizado a señoritas; al final las aman: ¡se dejan «hipnotizar» por ellas! ¿Qué sale a la luz siempre de ahí? Que «se las dan» de algo, incluso cuando se dan… La mujer es tan buena artista…

362

Nuestra fe en una masculinización de Europa

Es a Napoleón (y no, absolutamente de ningún modo, a la Revolución francesa, que iba en pos de la «fraternidad» entre los pueblos y del general y florido intercambio de los corazones) a quien hay que agradecerle que ahora puedan seguir uno a otro un par de siglos guerreros sin igual en la historia, que hayamos entrado, en suma, en la era clásica de la guerra, de la guerra a la mayor escala (de medios, de talentos, de disciplina), de la guerra erudita y al mismo tiempo popular, a la que todos los milenios venideros mirarán retrospectivamente con envidia y veneración, por cuanto verán en ella un ejemplo de perfección: pues el movimiento nacional del que crece esta gloria guerrera es solo la reacción a Napoleón, y sin Napoleón no existiría. A él será lícito atribuirle algún día que el varón haya vuelto a ser señor en Europa sobre el comerciante y filisteo; quizá incluso sobre «la mujer», que ha sido malcriada por el cristianismo y por el espíritu alucinado del siglo XVIII, y todavía más por las «ideas modernas». Napoleón, que en las ideas modernas y ya sencillamente en la civilización veía algo así como enemigos personales, ha demostrado ser con esta enemistad uno de los mayores continuadores del Renacimiento: ha vuelto a suscitar una parte entera del modo de ser de la Antigüedad, la decisiva quizá, la parte de granito. Y quién sabe si esta parte del modo de ser antiguo no volverá a enseñorearse del movimiento nacional y tendrá que declararse en sentido afirmativo heredera y continuadora de Napoleón, quien —como es bien sabido— quería a Europa unida, y unida como señora de la Tierra.

363

Cómo cada sexo tiene su prejuicio sobre el amor

A pesar de todas las concesiones que estoy dispuesto a hacerle al prejuicio monogámico, nunca permitiré que se hable de la igualdad de derechos del hombre y la mujer en el amor: esa igualdad no existe. Ello se debe a que el hombre y la mujer entienden por amor cada uno una cosa distinta, y se cuenta entre las condiciones del amor en ambos sexos que el uno no presuponga en el otro el mismo sentimiento, el mismo concepto de «amor». Lo que la mujer entiende por amor está bien claro: entrega perfecta (no solo abnegada dedicación) de cuerpo y alma, sin miramiento alguno, sin reserva alguna, con pudor y horror más bien ante la idea de una entrega sometida a cláusulas y condiciones. Por esta ausencia de condiciones su amor es una fe: la mujer no tiene otra. Cuando ama a una mujer, el hombre quiere de ella precisamente ese amor, por lo que cabe decir que el hombre, en lo que a él respecta, está máximamente alejado del presupuesto del amor femenino; y si hay hombres a los que no les sea ajeno el anhelo de abnegación perfecta, es que no son hombres. Un hombre que ama como una mujer se convierte en un esclavo, mientras que una mujer que ama como una mujer se convierte en una mujer más perfecta… La pasión de la mujer, en su incondicionada renuncia a los propios derechos, tiene precisamente como presupuesto que en el otro lado no exista un pathos igual, un igual querer renunciar: pues si por amor ambos renunciasen a sí mismos no sé qué resultaría de ello, ¿quizá un espacio vacío? La mujer quiere ser tomada, aceptada como posesión, quiere disolverse en el concepto de «posesión», de «poseída», y por consiguiente quiere a alguien que tome, que no se dé ni se entregue, a alguien a quien, a la inversa, más bien haya que hacer más rico en «sí»: mediante el incremento de fuerza, de felicidad, de fe que la mujer le proporciona al darse a él. La mujer se entrega, el hombre acepta: creo que esta contraposición natural no se superará mediante contrato social alguno, tampoco mediante la mejor de las voluntades de justicia, por deseable que sea no poner constantemente a nuestra propia vista lo duro, horrible, enigmático e inmoral de este antagonismo. Pues el amor de una pieza, grande, pensado hasta el final, es naturaleza, y en tanto que naturaleza será eternamente algo «inmoral». Por consiguiente, la fidelidad está incluida en el amor de la mujer, se sigue de su definición; en el hombre puede surgir fácilmente como secuela de su amor, por ejemplo como agradecimiento o como idiosincrasia del gusto o como la denominada afinidad electiva, pero no forma parte de la esencia de su amor, y tan poca parte de él forma que, en el caso del hombre, casi tendríamos derecho a decir que existe una contraposición natural entre amor y fidelidad: ese amor es precisamente un querer tener, no un renunciar y entregar, y el querer tener se acaba siempre con el tener… Realmente es la sutil y recelosa sed de posesión del hombre, quien se confiesa este «tener» rara vez y tarde, la que hace que persista su amor; por ello, es posible incluso que su amor siga creciendo después de la entrega: no admite fácilmente que una mujer ya no tenga nada más que «entregar» por él.

364

Habla el eremita

El arte de tratar con los hombres descansa esencialmente en la habilidad (que presupone un largo ejercicio) de aceptar, de ingerir una comida en cuya cocina no tenemos confianza alguna. Cuando llegamos a la mesa con un hambre canina, todo discurre con facilidad («la peor compañía te hace sentir», como dice Mefistófeles); ¡pero no la tenemos, esta hambre canina, cuando más la necesitamos! ¡Ah, qué difíciles de digerir son nuestros semejantes! Primer principio: igual que ante una desgracia, echar mano de toda nuestra valentía, intervenir con decisión, admirarnos a nosotros mismos al hacerlo, hincarle el diente a nuestra repulsión, tragarnos nuestra repugnancia. Segundo principio: hacer «mejorar» al prójimo, por ejemplo mediante un elogio, de modo que empiece a exudar sobre él mismo su felicidad; o coger una punta de sus características buenas o «interesantes» y tirar de ella hasta extraer toda la virtud y que se pueda meter al prójimo entre sus pliegues. Tercer principio: autohipnotización. Fijar la vista en el objeto de nuestro trato como en un botón de cristal hasta que dejemos de sentir placer o displacer e inadvertidamente nos quedemos dormidos, nos pongamos tiesos, adoptemos una actitud impasible: un remedio casero tomado del matrimonio y de la amistad, abundantemente puesto a prueba, loado como imprescindible, pero aún no formulado científicamente. Su nombre popular: paciencia.

365

El eremita habla otra vez

También nosotros tratamos con los «hombres», también nosotros nos ponemos modestamente el traje en el que (en calidad del cual) se nos conoce, se nos respeta, se nos busca, y con él nos introducimos en sociedad, es decir, nos rodeamos de disfrazados que no quieren llamarse así; también nosotros hacemos como todas las máscaras prudentes y de un modo cortés ponemos de patitas en la calle toda curiosidad que no concierna a nuestro «traje». Pero también hay otras maneras y destrezas para «saber tratar» con las personas: por ejemplo, el espectro, cosa muy aconsejable cuando queremos librarnos de ellas pronto y darles miedo. Hagamos la prueba: se echa mano a nosotros pero no se logra agarrarnos. Esto asusta. O bien: pasamos a través de una puerta cerrada. O bien: cuando todas las luces están apagadas. O bien: después de muertos. Esta última es la destreza de los hombres póstumos par excellence. («¿Qué os habéis creído?», dijo uno de ellos en cierta ocasión con impaciencia, «¿tendríamos ganas de aguantar esta tierra extraña, este frío, este silencio sepulcral que nos rodea, toda esta soledad subterránea, escondida, muda, no descubierta, que llamamos vida y que igual de bien podríamos llamar muerte, si no supiésemos qué será de nosotros, y que solo tras la muerte llegaremos a nuestra vida y llegaremos a estar vivos?, ¡ay!, ¡muy vivos!, ¡nosotros, los hombres póstumos!»).

366

A la vista de un libro erudito

No somos de esos que solo llegan a tener ideas entre libros, por impulso de libros: estamos acostumbrados a pensar al aire libre, andando, saltando, subiendo, bailando, y donde más nos gusta hacerlo es en montañas solitarias o justo al lado del mar, allí donde incluso los caminos se hacen reflexivos. Nuestras primeras preguntas sobre el valor de un libro, una persona o una música rezan así: «¿sabe andar?, o, mejor aún, ¿sabe bailar?»… Leemos rara vez, pero no por ello leemos peor, ¡oh, qué deprisa adivinamos cómo ha llegado uno a sus ideas!: ¡si lo ha hecho sentado, delante del tintero, con el vientre comprimido y la cabeza inclinada sobre el papel!, ¡qué deprisa dejamos de leer su libro! Las entrañas atenazadas se delatan, se puede apostar a que sí, igual que se delata el aire de cuarto cerrado, el techo de cuarto cerrado, la estrechez de cuarto cerrado. Estas eran mis sensaciones cuando cerraba un libro honrado y erudito: quedaba agradecido, muy agradecido, pero también aliviado… En el libro de un erudito casi siempre hay también algo presionante, presionado: siempre acaba asomando el «especialista», su celo, su seriedad, su rabia, su sobrestimación del rincón en el que está sentado y teje su tela, su joroba (pues todo especialista tiene su joroba). Un libro de erudito siempre refleja también un alma encorvada: todo oficio encorva. Volvamos a ver a nuestros amigos, con los que fuimos jóvenes, después de que hayan tomado posesión de su ciencia: ¡ay, cómo siempre ha sucedido lo contrario!, ¡ay, cómo han sido ellos ocupados y poseídos por su ciencia para siempre! Incrustados en su rincón, arrugados hasta que ya no es posible reconocerlos, sin libertad, privados de su equilibrio, enflaquecidos y angulosos por todas partes, solo en un punto perfectamente redondos: nos sentimos conmovidos y guardamos silencio cuando los reencontramos así. Todo oficio, aun en el caso de que tenga un suelo de oro, tiene por encima de sí también un techo de plomo que oprime y oprime el alma hasta que la convierte en un alma rara y la deja oprimida y encorvada. Esto es sencillamente así. Y no se crea que es posible evitar esa desfiguración mediante algún arte de la educación. Todo tipo de maestría cuesta caro en este mundo, en el que quizá todo cueste demasiado caro; se es un especialista al precio de ser también la víctima de la propia especialidad. Pero vosotros queréis que las cosas sean de otro modo —más «baratas», sobre todo más cómodas—, ¿no es verdad, señores míos contemporáneos? ¡Muy bien! Pero entonces también obtendréis inmediatamente algo distinto, a saber, en vez del artesano y maestro el literato, el literato hábil y «lleno de recursos», al que ciertamente le falta la joroba, salvo la que se le forma cuando os hace reverencias como dependiente de la tienda del espíritu y «portador» de la cultura; el literato, que a decir verdad no es nada pero lo «representa» casi todo, que juega al experto y lo «representa», que con toda modestia asume la tarea de hacer que se le pague, honre y celebre a él en lugar de al primero. ¡No, mis eruditos amigos! ¡Os bendigo también por vuestra joroba! ¡Y por el hecho de que, igual que yo, despreciáis a los literatos y a los parásitos de la cultura! ¡Y porque no sabéis comerciar con el espíritu! ¡Y porque no tenéis más opiniones que las que no se pueden expresar en dinero! ¡Y porque no representáis nada que vosotros no seáis! ¡Porque vuestra única voluntad es llegar a ser maestros de vuestro oficio, porque veneráis todo tipo de maestría y eficiencia y porque rechazáis sin ningún escrúpulo todo lo aparente, semiauténtico, acicalado, propio de un virtuoso, de un demagogo o de un actor in litteris et artibus: todo lo que no puede acreditar a vuestros ojos una incondicionada probidad de la disciplina y la preparación mediante el estudio! (Ni siquiera el genio ayuda a superar una deficiencia como esa, por mucho que sepa engañar para que no se perciba: esto se comprende cuando se ha mirado de cerca a nuestros más dotados pintores y músicos: mediante una astuta inventiva para los modales, para los remedios de urgencia, incluso para los principios, todos ellos, casi sin excepción, saben apropiarse artificialmente y a posteriori de la apariencia de aquella probidad, de aquella solidez del estudio y la cultura, bien es verdad que sin engañarse con ello a sí mismos, sin acallar permanentemente con ello su propia mala conciencia. Pues —¿verdad que lo sabéis?— todos los grandes artistas modernos sufren de mala conciencia…).

367

Lo primero que hay que distinguir en las obras de arte

Todo lo que se piensa, escribe, pinta y compone, incluso todo lo que se edifica y forma, pertenece o bien al arte monológico o bien al arte ante testigos. Dentro de este último hay que contar también aquel aparente arte del monólogo del que forma parte la fe en Dios, la lírica entera de la oración: pues para un devoto no existe la soledad; este invento lo hemos hecho nosotros, los sin Dios. No conozco una diferencia global de la óptica de un artista más profunda que esta: que mire a la obra de arte que está haciendo (que se mire a «sí mismo») con ojos de testigo, o bien que «se haya olvidado del mundo»: esto último es lo esencial de todo arte monológico, el cual descansa en el olvido, es la música del olvido.

368

Habla el cínico

Mis objeciones contra la música de Wagner son objeciones fisiológicas: ¿para qué disfrazarlas bajo fórmulas estéticas? Mi «hecho» es que cuando esta música ha actuado sobre mí ya no respiro con facilidad; que enseguida mi pie se enfada con ella y se rebela: mi pie necesita ritmo, danza, marcha, exige de la música antes que nada los arrobamientos que hay en el buen andar, marchar, saltar, bailar. ¿No protesta también mi estómago?, ¿mi corazón?, ¿mi riego sanguíneo?, ¿mis entrañas? ¿No me pongo ronco sin darme cuenta al oírla? Y, así, me pregunto: ¿qué es lo que quiere realmente de la música todo mi cuerpo? Creo que su alivio: como si todas las funciones animales debiesen ser aceleradas mediante ritmos ligeros, atrevidos, desinhibidos, seguros de sí; como si se debiese dorar la vida de bronce y de plomo mediante buenas y tiernas armonías de oro. Mi melancolía quiere descansar en los escondrijos y abismos de la perfección: para eso necesito la música. ¡Qué me importa el drama! ¡Qué, los calambres de sus éxtasis morales, en los que el «pueblo» encuentra su satisfacción! ¡Qué, todo el abracadabra de gestos del actor!… Ya se adivina que tengo una forma de ser esencialmente antiteatral, mientras que Wagner era, a la inversa, esencialmente un hombre de teatro y un actor, ¡el más entusiasmado mimómano que haya habido, también como músico!… Y, dicho sea de paso: si la teoría de Wagner era que «el drama es el fin, y la música no es nunca otra cosa que su medio», su praxis era en cambio, desde el principio hasta el final, que «la pose es el fin, y el drama, también la música, no es nunca otra cosa que el medio de la pose». La música como medio para aclarar, reforzar, interiorizar el gesto dramático y la evidencia con que se hace perceptible a los sentidos el actor, ¡y el drama wagneriano solamente una ocasión para muchas poses dramáticas! Junto a todos los demás instintos, él tenía los instintos de mando de un gran actor, en todas y cada una de las cosas: y, como dijimos, también en su calidad de músico. Esto se lo dije claramente en cierta ocasión a un honrado wagneriano, con algún esfuerzo; y tuve razones para añadir además: «Sea usted un poco más sincero consigo mismo: ¡no estamos en el teatro! En el teatro se es sincero solamente como masa; como individuo se miente, se miente uno a sí mismo. Uno se deja a sí mismo en casa cuando va al teatro, renuncia al derecho a su propia lengua y a elegir por sí mismo, renuncia a su gusto, incluso a la valentía que se tiene y se ejerce hacia Dios y hacia los hombres entre las propias cuatro paredes. Al teatro nadie lleva consigo los más sutiles sentidos de su arte, tampoco el artista que trabaja para el teatro: en él se es pueblo, público, rebaño, mujer, fariseo, ganado con derecho a voto, demócrata, prójimo, congénere, en él hasta la más personal conciencia está sometida a la magia niveladora “del mayor número”, en él la estupidez actúa como lascivia y contagio, en él gobierna el “vecino”, en él se convierte uno en vecino…». (Me olvidaba de contar qué replicó mi wagneriano ilustrado a las objeciones fisiológicas: «Así pues, ¿lo único que sucede es que usted no está lo suficientemente sano para nuestra música?»).

369

Nuestro paralelismo

¿No tenemos que confesarnos, nosotros los artistas, que en nosotros hay una inquietante diferencia, que nuestro gusto y, por otro lado, nuestra fuerza creativa son independientes entre sí de forma extraña, que permanecen siéndolo y que tienen un crecimiento independiente, quiero decir, que son viejos, jóvenes, maduros, lánguidos y perezosos en grados y tempi[62] enteramente diferentes? De modo que, por ejemplo, un músico podría crear durante toda su vida cosas que contradicen lo que su mimado oído de oyente y su corazón de oyente estiman, degustan y prefieren: ¡no necesitaría ni siquiera ser sabedor de esa contradicción! Como muestra una experiencia casi exactamente regular, puede suceder fácilmente que el propio gusto crezca hasta llegar mucho más allá que el gusto de la propia fuerza, incluso sin que por ello la última quedase paralizada o se le impidiese suscitar cosas; pero también puede suceder algo inverso, y precisamente a esto querría dirigir la atención de los artistas. Alguien que sea contantemente creador, una «madre» de hombre, en el gran sentido de la palabra, alguien que ya no sabe ni oye de otra cosa que de embarazos y puerperios de su espíritu, que carece por completo de tiempo para considerarse, compararse a sí mismo y a su obra, que tampoco está ya dispuesto a seguir ejercitando su gusto, y que sencillamente lo olvida, a saber, lo deja estar, yacer o caer: quizá alguien así termine produciendo obras a cuya altura ya no esté él mismo, ni de lejos, con sus propios juicios, de modo que sobre ellas y sobre él mismo diga tonterías, las diga y las piense. Esa me parece ser en el caso de los artistas fecundos casi la relación normal —nadie conoce a un hijo peor que sus padres— e incluso, para tomar un ejemplo enorme, del entero mundo griego de poetas y artistas cabe decir que nunca «sabía» lo que hacía…

370

¿Qué es el romanticismo?

Quizá se recuerde, al menos entre mis amigos, que al principio me lancé a este mundo moderno con algunos gruesos errores y sobrestimaciones, y en todo caso con esperanza. Entendí —quién sabe con base en qué experiencias personales— el pesimismo filosófico del siglo XIX como si fuese el síntoma de una fuerza del pensamiento más elevada, de una valentía más osada y de una plenitud de vida más victoriosa que las del siglo XVIII, la época de Hume, Kant, Condillac y los sensualistas: de modo que el conocimiento trágico me pareció el auténtico lujo de nuestra cultura, su tipo de derroche más precioso, distinguido, peligroso, pero con todo, en virtud de su riqueza sobreabundante, su lujo permitido. Igualmente, interpreté para mi propio uso la música alemana como expresión de un poderío dionisíaco del alma alemana: en ella creí oír el terremoto con el que una fuerza primigenia acumulada desde los más remotos tiempos termina desencadenándose, indiferente al hecho de que todo lo demás que se denomina cultura empieza a temblar en ese momento. Ya se ve que en aquel entonces malentendí, tanto en el pesimismo filosófico como en la música alemana, lo que constituye su peculiar carácter: su romanticismo. ¿Qué es el romanticismo? Es lícito considerar todo arte, toda filosofía, como remedio curativo e instrumento al servicio de la vida, de la vida que crece y lucha: siempre presuponen sufrimiento y personas que sufren. Pero hay dos tipos de personas que sufren, por un lado aquellas a las que hace sufrir la sobreabundancia de vida y quieren un arte dionisíaco, e igualmente una visión trágica de la vida y un conocimiento trágico de la misma; por otra parte, las que sufren por empobrecimiento de la vida y buscan tranquilidad, sosiego, mar en calma, redención de sí mismos por el arte y el conocimiento, o bien la embriaguez, el espasmo, la narcotización, la locura. A la doble necesidad de las últimas responde todo romanticismo en las artes y en los conocimientos, a ellas respondía (y responde) Schopenhauer, igual que Richard Wagner, para mencionar a los más famosos y expresos de los románticos, en aquel entonces malentendidos por mí: no en perjuicio suyo, por lo demás, según es lícito concederme con toda justicia. El más rico en plenitud de vida, el dios y hombre dionisíaco, no solo se puede permitir poner la vista en lo terrible y cuestionable, sino incluso el acto terrible y todo lujo de destrucción, descomposición, negación; en él, lo malo, absurdo y feo aparece como permitido, por así decir, a consecuencia de una sobreabundancia de fuerzas engendradoras y fecundantes que está en condiciones de hacer de cualquier desierto una tierra exuberantemente fértil. Y, a la inversa, el que más sufre, el más pobre en vida, sería el que más necesitase la suavidad, lo pacífico, la bondad, tanto en el pensar como en el actuar, y a ser posible necesitaría un dios que propiamente, muy propiamente, fuese un dios para enfermos, un «salvador[63]»; asimismo necesitaría la lógica, la inteligibilidad abstracta de la existencia —pues la lógica tranquiliza, da confianza— y, en suma, una cierta estrechez y encerramiento, cálidos y destinados a defenderse del miedo, en horizontes optimistas. Así es como fui aprendiendo paulatinamente a comprender a Epicuro, que es lo más opuesto a un pesimista dionisíaco, y también al «cristiano», que en realidad solamente es una especie de epicúreo e, igual que él, esencialmente un romántico: y mi mirada se fue haciendo cada vez más perspicaz para la forma más difícil y capciosa de la inferencia que lleva a cometer la mayor parte de los errores, la inferencia de la obra al autor, del acto al agente, del ideal a quien lo necesita, de cada modo de pensar y valorar a las necesidades que están dando órdenes detrás de él. En lo que respecta a todos los valores estéticos me sirvo ahora de esta distinción principal: pregunto, en cada caso particular, «lo que aquí ha llegado a ser creador ¿es el hambre o la sobreabundancia?». De antemano parecería más recomendable practicar otra distinción —es, con mucho, más evidente—, a saber, prestar atención a si la causa del crear es el anhelo de hacer rígido, de eternizar, de ser, es, o bien lo es el anhelo de destrucción, de cambio, de lo nuevo, de futuro, de devenir. Pero ambos tipos de anhelo se revelan aún, mirando las cosas con más profundidad, como ambiguos, es decir, como interpretables cada uno de ellos conforme a aquel esquema, que se coloca delante y que con razón, según me parece, se prefiere. El anhelo de destrucción, de cambio, de devenir, puede ser expresión de una fuerza llena hasta rebosar, preñada de futuro (mi terminus para ello es, como se sabe, la palabra «dionisíaco»), pero también puede ser el odio del malogrado, del indigente, del que ha salido perdiendo y destruye, tiene que destruir, porque a él lo existente, es más, todo existir, todo ser incluso, lo indigna e irrita: para entender esta emoción mírese de cerca a nuestros anarquistas. La voluntad de eternizar necesita asimismo una doble interpretación. Por un lado, puede proceder del agradecimiento y el amor: un arte que tenga este origen será siempre un arte de apoteosis, ditirámbico quizá con Rubens, bienaventurado-burlón con Hafis, luminoso y bondadoso con Goethe, y extenderá sobre todas las cosas un brillo de luz y de gloria homérico. Pero también puede ser la voluntad tiránica de alguien que padece grandes sufrimientos, que lucha, que es torturado, al que le gustaría poner el sello de ley y coacción obligatoria a lo más personal, individual y estrecho, a la auténtica idiosincrasia de su sufrimiento, y que, por así decir, se venga de todas las cosas imprimiendo, metiendo a la fuerza, grabando a fuego en ellas su imagen, la imagen de su tortura. Esto último es el pesimismo romántico en su forma más expresiva, ya sea como filosofía schopenhaueriana de la voluntad, ya sea como música wagneriana: el pesimismo romántico, el último gran acontecimiento en el destino de nuestra cultura. (Que todavía puede haber un pesimismo enteramente distinto, un pesimismo clásico: esta premonición y visión me pertenece, como indisociable de mí, como mi proprium e ipsissimum[64], solo que mi oído rechaza la palabra «clásico», la cual está ahora demasiado gastada, se ha vuelto demasiado redondeada e irreconocible. Denomino a aquel pesimismo del futuro —¡pues viene!, ¡lo veo venir!— pesimismo dionisíaco).

371

Nosotros los incomprensibles

¿Nos hemos quejado alguna vez de ser malentendidos, mal comprendidos, confundidos, calumniados, mal oídos y desoídos? Precisamente eso es lo que nos ha tocado en suerte —¡oh, y por mucho tiempo aún!, digamos, para ser modestos, que hasta 1901—, y es también nuestro galardón; no nos tributaríamos a nosotros mismos los honores suficientes si deseásemos que las cosas fuesen de otro modo. Si se nos confunde con otros es porque crecemos, porque estamos creciendo continuamente, porque nos desprendemos de viejas cortezas, porque cambiamos de piel cada primavera, porque nos hacemos cada vez más jóvenes, más futuros, más altos, más fuertes, porque hundimos nuestras raíces cada vez con más fuerza hacia la profundidad —hacia el mal—, mientras que al mismo tiempo abrazamos el cielo cada vez con más amor, cada vez abriéndonos más, cada vez absorbiendo su luz por todas nuestras ramas y hojas con más sed. Crecemos, como los árboles —esto es difícil de entender, ¡igual que toda vida!—, no en un solo punto, sino por todas partes, no en una sola dirección, sino lo mismo hacia arriba y hacia fuera que hacia dentro y hacia abajo: nuestra fuerza empuja al mismo tiempo en el tronco, en las ramas y en las raíces, y ya no nos está permitido, en modo alguno, hacer algo individual, ser algo individual… Eso es lo que nos ha tocado en suerte, como ya dijimos: crecemos hacia la altura; y suponiendo que ese sea incluso nuestro destino —¡pues vivimos cada vez más cerca de los relámpagos!—, ea, no por eso le vamos a tributar menos honores, sino que sigue siendo lo que no queremos compartir ni comunicar, el destino de la altura, nuestro destino…

372

Por qué no somos idealistas

Antes, los filósofos tenían miedo a los sentidos: ¿no habremos echado en olvido ese miedo excesivamente? Hoy, todos nosotros, los actuales y futuros, somos sensualistas en filosofía, no en teoría, pero sí en la praxis, en la práctica… Ellos, por el contrario, pensaban que los sentidos los seducían para apartarlos de su mundo, del frío reino de las «ideas», hacia una peligrosa isla más meridional en la que sus virtudes de filósofo se derretirían como la nieve cuando le da el sol. «Cera en los oídos» era entonces casi la condición del filosofar; un auténtico filósofo ya no oía la vida en la medida en que es música, negaba la música de la vida: es una vieja superstición de filósofo que toda música es música de sirenas. Pues bien, hoy puede que estemos inclinados a juzgar precisamente a la inversa (lo que de suyo podría ser igual de equivocado), a saber, que las ideas, con toda su fría apariencia anémica, y ni siquiera a pesar de esa apariencia, son seductoras peores que los sentidos: han vivido siempre de la «sangre» del filósofo, han dejado consumidos siempre los sentidos de este último e incluso, si se nos quiere prestar crédito, su «corazón». Estos viejos filósofos no tenían corazón: filosofar era siempre una especie de vampirismo. ¿No sentís en esas figuras, como todavía la de Spinoza, algo profundamente enigmático e inquietante? ¿No veis el espectáculo que aquí se desarrolla, el constante ir poniéndose más pálido, la des-sensualización interpretada cada vez más idealmente? ¿No entrevéis en el trasfondo alguna chupadora de sangre que durante largo tiempo ha estado escondida, que empieza por los sentidos y que al final conserva, deja, los huesos y el ruido de latas? Me refiero a categorías, fórmulas, palabras (pues, perdóneseme, lo que quedó de Spinoza, amor intellectualis dei, es ruido de latas, ¡nada más!, ¿qué es amor, qué deus, si les falta hasta la última gota de sangre?…). In summa: todo el idealismo filosófico ha sido hasta ahora algo así como una enfermedad, a no ser que, como en el caso de Platón, fuese el cuidado de una sobreabundante y peligrosa salud, el miedo a sentidos excesivamente poderosos, la prudencia de un prudente socrático. ¿Quizá lo único que sucede es que nosotros los modernos no estamos lo suficientemente sanos para necesitar el idealismo de Platón? Y no tememos a los sentidos porque, porque…

373

«Ciencia» como prejuicio

Se sigue de las leyes de la jerarquía que a los eruditos, dado que pertenecen a la clase media intelectual, no les es lícito en modo alguno llegar a tener a la vista los auténticos grandes problemas e interrogantes, y además ni su ánimo ni su mirada llegan a tanto; sucede sobre todo que las necesidades que los hacen convertirse en investigadores, su interno anticipar y desear que las cosas sean de esta manera y de aquella otra, su temer y su esperar llegan ya demasiado pronto al aquietamiento, a la satisfacción. Por ejemplo, lo que a Herbert Spencer, ese inglés exageradamente minucioso, lo lleva a delirar a su manera y a trazar una raya de esperanza, una línea de horizonte de la deseabilidad, a saber, aquella final reconciliación de «egoísmo y altruismo» de la que él fabula, a quien sea como nosotros le produce casi repugnancia: ¡un género humano con tales perspectivas spencerianas como perspectivas últimas nos parecería digno de desprecio, de aniquilación! Pero ya el hecho de que tenga que ser sentido por él como suprema esperanza algo que otros consideran, y les es lícito considerar, meramente como una repelente posibilidad, es un signo de interrogación que Spencer no habría podido prever… Lo mismo sucede con aquella fe con la que ahora se dan por contentos tantos investigadores de la naturaleza materialistas, la fe en un mundo que debe tener su equivalente y medida en el pensamiento humano, en los conceptos de valor humanos, la fe en un «mundo de la verdad» al que se pudiese poner bajo control de modo definitivamente válido con ayuda de nuestra rectangular y pequeña razón humana: ¿cómo?, ¿queremos realmente dejar que la existencia se degrade de ese modo hasta convertirse en un ejercicio de máquina de calcular y en una ocupación de matemáticos ratones de biblioteca? Sobre todo, no se debe querer despojar a la existencia de su carácter ambiguo: ¡así lo exige el buen gusto, señores míos, sobre todo el gusto de la veneración por todo lo que excede vuestros horizontes! Que únicamente esté justificada una interpretación del mundo en la que vosotros estéis justificados, en la que se pueda investigar y seguir trabajando científicamente en vuestro sentido (¿queréis decir realmente en sentido mecanicista?), una interpretación del mundo que permita contar, calcular, pesar, ver y coger, y nada más, es una tosquedad y una ingenuidad, suponiendo que no sea una enfermedad mental, una idiocia. O, a la inversa, ¿no os parece harto probable que sea precisamente lo más superficial y externo de la existencia —lo más aparente de ella, su piel y sensualización— lo primero que se deja captar?, ¿quizá, incluso, lo único que se deja captar? Una interpretación «científica» del mundo, tal y como vosotros la entendéis, podría seguir siendo, en consecuencia, una de las más estúpidas, es decir, una de las más pobres en sentido de todas las interpretaciones del mundo posibles: dicho esto al oído y a la conciencia a los señores mecanicistas que hoy en día gustan de correr a introducirse entre los filósofos, y que piensan de todas todas que el mecanicismo es la doctrina de las leyes primeras y últimas sobre las que toda la existencia tiene que estar edificada como sobre su base. ¡Pero un mundo esencialmente mecanicista sería un mundo esencialmente sin sentido! Si se estimase el valor de una música atendiendo a cuánto de ella puede ser contado, calculado, puesto en fórmulas, ¡qué absurda sería esa estimación «científica» de la música! ¡Qué se habría comprendido, entendido, conocido de ella! ¡Nada, absolutamente nada de lo que en ella es propiamente «música»!…

374

Nuestro nuevo «infinito»

Hasta dónde llega el carácter perspectivístico de la existencia, o, con mayor motivo aún, si tiene algún otro carácter, si una existencia sin interpretación, sin «sentido», no se convertirá precisamente en «sinsentido», si, por otra parte, toda existencia no será esencialmente una existencia interpretadora: todo esto, como es justo que suceda, no puede ser determinado ni siquiera mediante el más diligente, minucioso y concienzudo análisis y autoexamen del intelecto, ya que en ese análisis el intelecto humano no puede evitar verse a sí mismo bajo sus formas perspectivísticas y ver solo en ellas. No podemos ver lo que hay a la vuelta de nuestra esquina: es una curiosidad sin esperanza alguna de éxito querer saber qué otros tipos de intelecto y perspectiva podría haber: por ejemplo, si algunos seres pueden sentir el tiempo hacia atrás, o alternativamente hacia delante y hacia atrás (con lo que estaría dada una diferente dirección de la vida y un diferente concepto de causa y efecto). Sin embargo, creo que hoy al menos estamos lejos de la ridícula inmodestia de decretar desde nuestra esquina que solo desde esa esquina es lícito tener perspectivas. Antes bien, el mundo ha vuelto a tornarse «infinito» para nosotros, ya que no podemos rechazar la posibilidad de que encierre en sí infinitas interpretaciones. Una vez más, se apodera de nosotros el gran estremecimiento, pero ¿quién tendría ganas de volver a divinizar inmediatamente, a la vieja manera, este monstruo de mundo desconocido? ¿Y quizá de adorar de ahí en adelante lo desconocido como «el desconocido»? ¡Ay, en eso desconocido están incluidas demasiadas posibilidades de interpretación indivinas, demasiadas cosas diabólicas, demasiada estupidez, demasiada insensatez de la interpretación, nuestra propia humana, demasiado humana incluso, a la que conocemos!…

375

Por qué parecemos epicúreos

Tenemos mucho cuidado, nosotros los hombres modernos, con las convicciones últimas; nuestra desconfianza está al acecho contra los encantamientos y los engaños de la conciencia que hay en toda fe fuerte, en todo «sí» y «no» incondicionados: ¿cómo se explica esto? Quizá sea lícito ver ahí, por una buena parte, la precaución del «gato escaldado», del idealista decepcionado, y por otra parte, distinta y mejor, la jubilosa curiosidad de un antiguo mozo de esquina al que su esquina ha llevado a la desesperación y que a partir de ese momento se regodea y se extasía en lo contrario de la esquina, en lo ilimitado, en lo «libre en sí». Con ello va formándose una tendencia cognoscitiva casi epicúrea que no desea que se pierda así como así el carácter de signo de interrogación de las cosas; asimismo, una repugnancia contra las palabras y gestos grandilocuentes de la moral, un gusto que rechaza todas las contraposiciones bastas y rebolludas y que es consciente, con orgullo, de lo ejercitado que está en albergar reservas. Pues de esto es de lo que estamos orgullosos, de este ligero tirar de las riendas a nuestro impulso hacia la certeza que se abalanza hacia delante, de este autodominio del jinete en sus más salvajes cabalgadas: y es que, hoy como antaño, tenemos bajo nosotros animales desbocados y fogosos, y cuando titubeamos es harto improbable que sea el peligro lo que nos hace titubear…

376

Nuestros tiempos lentos

Así es como sienten todos los artistas y todas las personas de las «obras», el tipo maternal de persona: en cada fase de su vida —cada una de ellas viene marcada por una obra— creen siempre haber llegado ya a la meta y aceptarían la muerte pacientemente, con la sensación: «estamos maduros para ella». No es expresión de cansancio, antes bien lo es de un cierto sol y de una cierta suavidad otoñales que la obra misma, el haber llegado a madurar de una obra, deja siempre en su autor. Ahí se ralentiza el tempo de la vida y se hace espeso y adquiere la densidad de la miel: hasta largas fermatas, hasta la fe en las largas fermatas…

377

Nosotros los apátridas

Entre los europeos de hoy no faltan los que tienen derecho a llamarse apátridas en un sentido que distingue y honra, ¡justo a ellos les pido expresa y encarecidamente que tengan en cuenta mi secreta sabiduría y gaya scienza! Pues su suerte es dura y su esperanza incierta, y requiere gran habilidad inventar para ellos un consuelo. Sin embargo, ¡de qué serviría! Nosotros los hijos del futuro, ¡cómo podríamos estar en casa en este hoy! Miramos con malos ojos todos los ideales que podrían hacer que nos sintiésemos en casa incluso en este periodo transitorio frágil y fracturado, y en lo que respecta a sus «realidades» no creemos que tengan permanencia. El hielo que hoy sigue resistiendo se ha vuelto ya muy delgado; sopla el viento del deshielo, nosotros mismos, nosotros los apátridas, somos algo que hace que se abran el hielo y otras «realidades» demasiado delgadas… No «conservamos» nada, no queremos volver tampoco a pasado alguno, no somos de ninguna manera «liberales», no trabajamos para el «progreso», no necesitamos taparnos los oídos para no oír a las sirenas de futuro del mercado, y lo que ellas cantan, «igualdad de derechos», «sociedad libre», «no más amos ni siervos», ¡no nos seduce!: no consideramos absolutamente nada deseable que el reino de la justicia y de la concordia sea fundado en este mundo (porque en todo caso sería el reino de la más profunda mediocrización y achinamiento), nos dan alegría todos los que, igual que nosotros, aman el peligro, la guerra, la aventura, los que no se conforman y no se dejan capturar, reconciliar y castrar, nos contamos a nosotros mismos entre los conquistadores, reflexionamos sobre la necesidad de nuevos órdenes, también de una nueva esclavitud, pues ¿no es verdad que todo fortalecimiento y elevación del tipo «hombre» va unido con una nueva especie de esclavización? ¡Con todo eso, difícilmente íbamos a estar en casa en una época que gusta de reivindicar el honor de llamarse la época más humana, suave y jurídica que el sol haya visto hasta ahora! ¡Mala cosa que precisamente ante esas bellas palabras tengamos pensamientos escondidos tanto más feos! ¡Que en ellas solo veamos la expresión —también la mascarada— del profundo debilitamiento, del cansancio, de la vejez, de que la fuerza decrece! ¡Qué puede importarnos con qué lentejuelas adorne un enfermo su debilidad! Que las exhiba, si quiere, como su virtud: no cabe duda alguna de que la debilidad hace suave, ¡ay, tan suave, tan jurídico, tan inofensivo, tan «humano»! La «religión de la compasión» a la que se nos quiere persuadir: ¡oh, conocemos lo suficiente a los hombrecillos y mujercillas histéricos que hoy necesitan precisamente esta religión como velo y perifollo! No somos humanitaristas; nunca nos atreveríamos a permitirnos hablar de nuestro «amor a la humanidad[65]», ¡para ello uno como nosotros no es suficientemente actor! O no lo suficientemente saintsimoniano, no lo suficientemente francés. Es necesario estar afectado por una desmesura gálica de excitabilidad erótica y de impaciencia enamorada para acercarse a la humanidad en búsqueda sincera de apareamiento… ¡A la humanidad! ¿Ha habido alguna vez, entre todas las viejas, una vieja más repulsiva que esta?, (a no ser «la verdad»: una pregunta para filósofos). No, no amamos a la humanidad; por otra parte, no somos, ni de lejos, lo suficientemente «alemanes», en el sentido en que hoy la palabra «alemán» anda en boca de todos, para decir lo que le gusta oír al nacionalismo y al odio de raza, para poder alegrarnos con la sarna del corazón y con el envenenamiento de la sangre «nacionales» por cuya causa ahora los pueblos se cierran y candan unos a otros en Europa como si estuviesen en cuarentena. Para ello estamos demasiado carentes de prejuicios, somos demasiado malvados, estamos demasiado mimados, también demasiado bien informados y demasiado «viajados», y preferimos, con mucho, vivir en las montañas, al margen, «extemporáneamente», en siglos pasados o venideros, solo para ahorrarnos la ira sorda a la que nos sabríamos condenados como testigos oculares de una política que hace al espíritu alemán vacío y aburrido por cuanto lo hace vanidoso, y que además es política pequeña: ¿no necesita ella, para que su propia creación no vuelva a desintegrarse inmediatamente, plantarla entre dos odios mortales?, ¿no tiene que desear la eternización de la división de Europa en muchos Estados pequeños?… Nosotros los apátridas somos por nuestra raza y procedencia demasiado múltiples y mezclados, en tanto que «hombres modernos», y en consecuencia estamos poco tentados a participar en esa fementida autoadmiración de la raza y en esa impudicia que hoy en día se exhiben en Alemania como signo de actitud interior alemana y que en el pueblo del «sentido histórico» nos dan la impresión de ser doblemente falsas e indecentes. Nosotros somos, en una palabra —¡y va a ser nuestra palabra de honor!—, buenos europeos, los herederos de Europa, los ricos, repletos, pero también excesivamente obligados herederos de milenios del espíritu europeo: en calidad de tales nos hemos desgajado del cristianismo y lo miramos con malos ojos, precisamente porque procedemos de él, porque nuestros antepasados eran cristianos de una cristiana honradez carente de miramientos, que sacrificaron gustosos a su fe hacienda y sangre, posición y patria. Nosotros… hacemos lo mismo. Pero ¿a qué las sacrificamos?, ¿a nuestra falta de fe?, ¿a nuestra especie de falta de fe? ¡No, vosotros lo sabéis mejor, amigos míos! El que está escondido en vosotros es más fuerte que todos los «no» y «quizá» que os han hecho enfermar con vuestra época; y si tenéis que embarcaros, vosotros emigrantes, también a vosotros os fuerza a ello ¡una fe!…

378

«Y volvemos a iluminarnos»

Nosotros, los generosos y ricos de espíritu, estamos junto a la carretera igual que pozos abiertos y no nos gusta prohibir a nadie que saque agua de nosotros: por desgracia, no sabemos defendernos cuando querríamos hacerlo, no podemos evitar con nada que se nos haga turbios y oscuros, que la época en la que vivimos arroje en nosotros «lo más temporal» de ella, que sus pájaros sucios tiren dentro de nosotros sus desechos, los chicuelos sus bagatelas y los caminantes exhaustos que descansan junto a nosotros sus grandes y pequeñas miserias. Pero haremos como siempre hemos hecho: acogeremos en nuestra profundidad cuanto se nos arroje, pues somos profundos, no olvidamos y volvemos a iluminarnos

379

Inciso del bufón

No es un misántropo quien ha escrito este libro: la misantropía sale hoy demasiado cara. Para odiar como antes se odiaba a el hombre, timónicamente, en conjunto, sin exceptuar nada, de todo corazón, con todo el amor del odio, para ello habría que renunciar a despreciar: ¡y cuánta delicada alegría, cuánta paciencia, cuánta bondad incluso, tenemos que agradecer precisamente a nuestro despreciar! Además, con él somos los «escogidos de Dios»: el delicado despreciar es nuestro gusto y privilegio, nuestro arte, nuestra virtud quizá, ¡de nosotros, de los más modernos entre los modernos!… En cambio, el odio equipara, pone frente a frente, en el odio hay honra, y, finalmente: en el odio hay miedo, una gran y buena parte de miedo. Pero nosotros los sin miedo, nosotros las personas espirituales de esta época, conocemos nuestra ventaja lo suficientemente bien para, precisamente en nuestra calidad de espirituales, vivir sin tener miedo a esta época. Difícilmente se nos decapitará, encerrará o desterrará; ni siquiera se prohibirá y quemará nuestros libros. La época ama el espíritu, nos ama y necesita, aun cuando tuviésemos que darle a entender que somos artistas en el desprecio; que todo trato con personas nos hace experimentar un ligero estremecimiento; que a pesar de toda nuestra suavidad, paciencia, amabilidad y cortesía no podemos persuadir a nuestra nariz de que abandone el prejuicio que tiene contra la cercanía de las personas; que amamos más la naturaleza cuanto menos humanamente marchan las cosas en ella, y que amamos el arte cuando es expresión de que el artista huye del hombre o de que el artista se está burlando del hombre o de que el artista se está burlando de sí mismo…

380

Habla «el caminante»

Para mirar nuestra moralidad europea por una vez desde lejos, para compararla con otras moralidades distintas, anteriores o venideras, hay que hacer como hace un caminante que quiere saber cómo son de altas las torres de una ciudad: sale de la ciudad. Las «ideas sobre los prejuicios morales», en el caso de que no fuesen prejuicios sobre prejuicios, tienen como condición previa una posición fuera de la moral, algún más allá del bien y del mal, al que se debe subir, trepar, volar, y, llegado el caso, en todo caso un más allá de nuestro bien y mal, una libertad respecto de todo lo que es «Europa», entendiendo por esta última una suma de juicios de valor que dan órdenes y que han pasado a ser carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Que precisamente se quiera salir hacia allí, subir hacia allí, es quizá una pequeña locura, un muy extraño e irracional «tienes que», pues también nosotros los que conocemos tenemos nuestras idiosincrasias de la «libertad esclava»: la cuestión es si realmente se puede subir hasta allí. Eso quizá dependa de múltiples condiciones, pero básicamente es cuestión de lo ligeros o lo pesados que seamos, el problema radica en cuál sea nuestro «peso específico». ¡Hay que ser muy ligero para empujar la propia voluntad de conocimiento hasta una lejanía tal y, por así decir, hasta más allá de la propia época, a fin de conseguir ojos que permitan abarca con la mirada milenios enteros, y además un cielo puro en esos ojos! Tenemos que habernos desatado de muchas cosas que nos presionan, atenazan, oprimen y hacen pesados, precisamente a nosotros, los europeos de hoy. El hombre de un más allá como ese, el hombre que quiere llegar a tener a la vista él mismo las medidas de valor supremas de su época, necesita primero «superar» esa época en sí mismo —es su prueba de fuerza— y por consiguiente no solo su época, sino también la repulsión y contradicción que ha tenido hasta ahora contra esa época, su sufrimiento por esta época, su extemporaneidad, su romanticismo

381

Sobre la cuestión de la inteligibilidad

Cuando se escribe se quiere no solo ser entendido, sino también —no es menos cierto— no ser entendido. Que alguien encuentre un libro ininteligible no es aún, en modo alguno, una objeción contra ese libro: quizá justo eso formaba parte del propósito de quien lo escribió, pues no quería ser entendido por «cualquiera». Cuando quiere comunicarse, todo espíritu y gusto dotado de cierta distinción elige también sus oyentes; al elegirlos traza al mismo tiempo sus barreras contra «los otros». Todas las leyes estilísticas dotadas de cierta sutileza tienen ahí su origen: mantienen al mismo tiempo lejos, crean distancia, vedan «la entrada», la comprensión, como dijimos, mientras que abren los oídos a quienes están emparentados con nosotros por sus oídos. Y —dicho sea entre nosotros y en mi caso— no quiero dejar que mi ignorancia ni la vivacidad de mi temperamento me impidan ser inteligible para vosotros, amigos míos: que no me lo impida la vivacidad, por mucho que me obligue a poner bajo control una cosa rápidamente para poder de algún modo ponerla bajo control. Pues hago con los problemas profundos lo mismo que con un baño de agua fría: rápido para dentro, rápido para fuera. Que de esa forma no se llega a la profundidad, que no se llega lo suficientemente abajo, es la superstición de los que tienen miedo al agua, de los enemigos del agua fría; hablan sin experiencia. ¡Oh!, ¡el mucho frío hace andar listo! Y, preguntado sea de paso: ¿una cosa queda realmente sin ser entendida ni conocida ya por el mero hecho de que sea tocada, mirada o contemplada solo por un instante?, ¿es absolutamente necesario empezar sentándose bien sobre ella?, ¿haberla empollado como se empolla un huevo? ¿Diu noctuque incubando[66], como decía Newton de sí mismo? Al menos hay verdades de tan especial timidez y sensibilidad a cualquier roce que no es posible hacerse con ellas de otro modo que repentinamente, a las que hay que tomar por sorpresa o dejar… Finalmente, mi brevedad tiene aún otro valor: dentro de cuestiones como las que me ocupan tengo que decir muchas cosas brevemente para que sean oídas aún con mayor brevedad. Y es que cuando se es inmoralista hay que cuidarse de no corromper la inocencia, me refiero a los asnos y a las solteronas de ambos sexos que no han sacado de la vida otra cosa que su inocencia; es más, mis escritos aspiran a entusiasmarlos, a elevarlos, a animarlos a la virtud. No sabría mencionar nada de este mundo que sea más divertido que ver viejos asnos entusiasmados y solteronas excitadas por los dulces sentimientos de la virtud: y «lo he visto», así hablaba Zaratustra. Hasta aquí en lo que respecta a la brevedad; peor están las cosas en lo tocante a mi ignorancia, y ni siquiera a mí mismo quiero ocultarla. Hay horas en las que me avergüenzo de ella; ciertamente también hay horas en las que me avergüenzo de esa vergüenza. Quizá nosotros los filósofos estemos hoy todos en mala situación en lo que respecta al saber: la ciencia crece, los más eruditos de nosotros están cerca de descubrir que no saben lo suficiente. Pero aún sería peor que las cosas fuesen de otro modo, que supiésemos demasiado; nuestra tarea es y será antes de nada no confundirnos a nosotros mismos. Somos algo distinto de eruditos: aunque no cabe eludir que, entre otras cosas, también somos eruditos. Tenemos otras necesidades, otro crecimiento, otra digestión: necesitamos más, necesitamos también menos. No existen fórmulas acerca de cuánto necesita un espíritu para su alimentación; pero si su gusto está orientado a la independencia, al rápido ir y venir, a la caminata, quizá a aventuras a cuya altura solo están los que andan más listos, prefiere vivir libre con una dieta escasa a vivir sin libertad y atiborrado. No grasa, sino la mayor flexibilidad y fuerza es lo que un buen bailarín exige de su alimentación: y no sabría qué desearía ser el espíritu de un filósofo más que ser un buen bailarín. Y es que el baile es su ideal, también su arte, en último término su única devoción, su «acto de culto»…

382

La gran salud

Nosotros los nuevos, los sin nombre, los poco inteligibles, nosotros los hijos prematuros de un futuro todavía no demostrado, nosotros necesitamos para un nuevo fin también un nuevo medio, a saber, una nueva salud, una salud más fuerte, sagaz, tenaz, osada y divertida que todas las saludes habidas hasta ahora. Aquel cuya alma tiene sed de haber experimentado todo el conjunto de los valores y deseabilidades habidos hasta ahora y de haber navegado todas las costas de este «Mediterráneo» ideal, quien pasando las aventuras de la más propia experiencia quiere saber qué siente un conquistador y descubridor del ideal, qué siente un artista, un santo, un legislador, un sabio, un erudito, un devoto, un adivino, alguien divinamente marginal al viejo estilo: ese, digo, necesita para ello antes que nada una sola cosa, la gran salud, ¡una salud que no solo se tiene, sino que también se adquiere y es necesario adquirir constantemente, porque una vez y otra la arruinamos y tenemos que arruinarla!… Y ahora, tras haber estado de camino largo tiempo de esa manera —nosotros los argonautas del ideal, más animosos quizá de lo que sería prudente, y con harta frecuencia náufragos y dañados, pero, como dijimos, más sanos de lo que se desearía permitirnos, peligrosamente sanos, una y otra vez sanos—, se nos antoja como si, en recompensa por ello, tuviésemos aún ante nosotros un país por descubrir, cuyas fronteras todavía no ha alcanzado a ver nadie, un más allá de todos los países y rincones del ideal habidos hasta ahora, un mundo tan sobreabundantemente rico en cosas bellas, ajenas, cuestionables, terribles y divinas, que nuestra curiosidad y nuestra sed de posesión se han puesto fuera de sí, que, ¡ay, a partir de ahora ya no puede saciarnos ninguna otra cosa! ¿Cómo podríamos nosotros, tras haber visto todo eso y con tal hambre canina en la conciencia y en el saber, darnos por satisfechos con el hombre actual? Mala cosa esa, pero es inevitable que al mirar sus más dignas metas y esperanzas nos cueste trabajo conservar la seriedad, y puede que hasta dejemos de mirarlas. Un ideal distinto corre ante nosotros, un ideal extraño, tentador, lleno de peligros, al que no nos gustaría persuadir a nadie, porque a nadie concedemos tan fácilmente el derecho a él: el ideal de un espíritu que ingenuamente, es decir, sin pretenderlo y desde una plenitud y un poderío desbordantes, juega con todo lo que hasta ahora se ha llamado santo, bueno, intocable, divino; para el que lo más alto, aquello en lo que, como es justo, el pueblo tiene su medida de valor, ya significaría tanto como peligro, ruina, rebajamiento, o, al menos, reposo, ceguera, autoolvido temporal; el ideal de un bienestar y de una benevolencia humanos-demasiado humanos, que con harta frecuencia aparecerá como inhumano, que, por ejemplo, cuando se coloque junto a toda la seriedad habida hasta ahora en el mundo, junto a todo tipo de solemnidad en el gesto, la palabra, el sonido, la mirada, la moral y la tarea, aparecerá como su más palpable parodia involuntaria, y con el que, a pesar de todo, quizá comience la gran seriedad, se ponga el signo de interrogación propiamente dicho, el destino del alma dé un giro, se mueva la manecilla del reloj, empiece la tragedia…

383

Epílogo

Cuando, para terminar, pinto despacio, despacio, este lúgubre signo de interrogación y tengo aún la voluntad de recordar a mis lectores las virtudes del correcto leer —¡oh, qué olvidadas y desconocidas virtudes!— me sucede que alrededor de mí se hace oír la risa más malvada, vivaz y propia de un gnomo: los espíritus de mi libro caen ellos mismos sobre mí, me dan un tirón de orejas y me llaman al orden. «No lo soportamos más», me gritan, «fuera, fuera con esta música negra como un cuervo. ¿No nos rodea una luminosa mañana? ¿Y un suelo y un césped verdes y mullidos, el reino de la danza? ¿Ha habido alguna vez una hora mejor para estar alegre? ¿Quién nos canta una canción, una canción matutina, tan soleada, tan ligera, tan alada que no espanta a los grillos, que, antes bien, invita a los grillos a que se sumen al canto, a la danza? ¡Y mejor una simple y aldeana gaita que esos sonidos misteriosos, esas advertencias agoreras, esas voces sepulcrales y esos silbidos de marmota con los que usted nos ha regalado hasta ahora en su despoblado, mi señor eremita y músico del futuro! ¡No!, ¡no esos tonos! ¡Sino otros más agradables y más alegres!». ¿Os gusta así, mis impacientes amigos? ¡Ea! ¿A quién no le gustaría concederos ese deseo? Mi gaita espera ya, mi garganta también, ¡puede que suene un poco áspera, probad! Para eso estamos en la montaña. Pero lo que llega a vuestros oídos al menos es nuevo; y si no lo entendéis, si entendéis mal al que canta, ¡qué importa! Esa es sencillamente «la maldición del que canta». Y tanto más claramente podréis oír su música y su melodía, tanto mejor podréis también danzar al son de su flauta. ¿Queréis?…