NIETZSCHE redactó el manuscrito de La gaya ciencia durante el invierno de 1881-82. Sin embargo, en una carta dirigida a Lou Salomé a mediados de 1882, el filósofo escribe que es la obra de seis años y que contiene todo su librepensamiento. Cuando se lo envió al editor, tuvo sus dudas sobre el escrito, pues recordó que sus amigos esperaban de él un verdadero libro y no un conjunto de notas, diálogos, parábolas sin una conexión aparente. Por eso, La gaya ciencia no es un libro para ser leído como un tratado, donde cada parte presupone la anterior, sino para divagar, ir de un lado a otro despreocupadamente, pues en él no hay un orden impuesto ni un sentido en su disposición. La obra contiene multitud de temas que, en ocasiones, son tratados a lo largo de varios aforismos seguidos, pero que luego se esconden para volver a surgir otra vez, en distintas formulaciones o expresiones, delimitando y dando una forma más precisa a esos temas, con el objetivo principal de que quien lo escribe pueda librarse de sus pensamientos, como confiesa el autor en uno de los aforismos. Es un libro que, hablando de cosas del conocimiento, lo hace, sin embargo, en un tono desenfadado, juguetón, dejándose ir por donde le lleva el capricho del pensamiento de su autor. Ese tono ligero se debe, según escribe el filósofo en el prólogo, a que en ese momento de su vida acaba por fin de librarse de una carga que venía arrastrando desde su juventud y que con el paso de los años se le iba haciendo insoportable: el romanticismo, representado sobre todo por la filosofía pesimista de Schopenhauer y la música dramática de Wagner.
El pensamiento liberador del filósofo, y que da la clave de lo que es un conocimiento alegre, lo plasma Nietzsche en el aforismo 324: «Que la vida es un experimento del que conoce» y no una obligación, algo fatídico. Solo así, haciendo de la filosofía un conocimiento que nos lleva a regiones desconocidas e inexploradas a través de peligros, de batallas, derrotas y victorias, se puede alcanzar una vida en la que uno puede reír alegremente, con valentía, manteniendo la mirada fija y el paso firme ante los peligros que puedan aparecer en el experimento en que se convierte la propia persona que se dedica a conocer, es decir, el filósofo.
Ahora bien, ¿qué significa que la actividad del filósofo haga de él mismo un experimento, que considere sus vivencias como un ensayo científico, y a sí mismo como un animal de laboratorio? Respondiendo de un modo: que el que conoce no esté sometido a una disciplina o convicción exterior, sino que conozca de un modo libre y sin presupuestos. Es la forma tardía que adopta el espíritu libre, o sencillamente el filósofo, que empezó a liberarse de toda imposición exterior, como la teología, a través del uso libre de la razón. Sin embargo, esa razón o sensatez con que miraban el mundo los primeros espíritus libres en el Renacimiento aparece en esta transformación del pensar libre como la disciplina de la que hay que liberarse también para abandonar la tristeza y la oscuridad.
La racionalidad se muestra ante la mirada de Nietzsche no como una forma en la que se describen las cosas de una manera adecuada y exacta. La razón parece más bien una forma subjetiva de organización cerebral que se distingue sobre todo por un elevado grado de disciplina. Esa sensatez que emana de someter nuestra cabeza a una determinada disciplina era lo más apreciado entre los hombres racionales que solo admitían lo que entraba dentro del «sano sentido común» y mostraban una hostilidad inusitada contra todo exceso de la fantasía. La ausencia de disciplina cerebral hace que entre en escena la demencia, es decir, el capricho en el sentir y en el pensar, la alegría del sinsentido y lo absurdo, Ahora bien, la demencia, advierte Nietzsche, no se contrapone a la verdad, es decir, a una representación racional que pinta el mundo fielmente, sino más bien a una obligación de pensar, creer de una determinada manera. Esto es, la racionalidad no es más que una convención en el sentir y en el pensar sin relación con ninguna supuesta realidad. Es solo una fe frente a otros tipos de fe. Que la disciplina del cerebro sea común a los miembros de una comunidad se lleva a cabo generalmente gracias a su un carácter obligatorio: hay que ser racional o sensato, pues de otro modo se corre el riesgo de ser castigado; hay que abrazar la fe por deber.
Nietzsche asocia esa estructuración cerebral a la conservación de la especie, es decir, la considera algo útil. En esa estructura todas las pulsiones aparecen subordinadas a la pulsión del conocimiento, que, sin embargo, no terminan siendo aniquiladas sino simplemente acalladas, sin posibilidad de expresarse. El que sigue la norma está convencido de que tienen que mandarle, en esto consiste la esencia del creyente. Lo contrario del no creyente, que determina su placer en la autodeterminación, expulsando de sí toda fe, con lo que hace posible la libertad de la voluntad y de espíritu. La fe, o la sumisión a la norma, implica para Nietzsche un ritmo fisiológico que se resume en la lentitud de los procesos psíquicos, los que creen ejecutan la danza al ritmo que marca su fe, que los mantiene unidos, de modo que surge una imagen de las cosas idéntica en todos ellos. El no creyente, en cambio, debido a su agilidad mental, no soporta esa lentitud que impone el seguimiento de la norma. Esos hombres son, entre otros, los artistas, que rompen la norma y escapan de la disciplina por su gusto por la demencia, que «tiene un ritmo muy alegre». Por tanto, la sensatez o la insensatez viene determinada, en último término, por la fisiología de cada uno, por la que esta le exige: la seriedad o la alegría, la lentitud a la rapidez de los procesos internos. El prejuicio del que se somete a la disciplina consiste en identificar el pensamiento con la seriedad y en desposeer de todo valor a todo pensamiento que contenga alegría, es «el prejuicio de la bestia negra contra la gaya ciencia». (327).
Así, solo es posible reírse de sí mismo cuando uno se libera de la idea de que el conocimiento es una actividad sometida a obligaciones y se alcanza la irresponsabilidad, en este punto la risa encuentra la sabiduría. Ahora bien, esa liberación e irresponsabilidad significa abandonar toda forma de disciplina. La economía de la sensatez produce numerosos mandatos que crean la ilusión de un sentido en la existencia, lo que impide que esta aparezca como lo que es: algo insensato y disparatado, que provoca la risa, la risa de la propia existencia. Al proporcionar a esta un sentido o finalidad, la razón crea en el hombre la necesidad de encontrar un motivo para vivir, convirtiéndolo, según expresión de Nietzsche, en un animal fantástico en busca de razones, de una seriedad ficticia que diluye toda la alegría propia de lo insensato, de la ausencia de fines y de sentido, pues la fe en la vida que crean la moral y la religión es algo que hay tomar en serio y de lo que está prohibido reírse en absoluto.
La sensatez o la insensatez, como se ha dicho, solo dependen de un ritmo fisiológico y no de ser más o menos realistas, de una proximidad o lejanía de la realidad, pues para Nietzsche la conciencia, aparte de ser lo más imperfecto y débil del mundo orgánico, es siempre una conciencia de la apariencia, un soñar despierto; según una norma, en el caso del creyente, o libremente, en el caso de quien ha alcanzado la irresponsabilidad. Por tanto, detrás de las imágenes que se mueven en nuestra conciencia no hay nada en absoluto, ninguna «X», ningún enigma, como decía Schopenhauer; detrás de la máscara no vive nadie. Así no hay nada que se contraponga a la apariencia y lo que se expresa en la apariencia no es una realidad, sino todo el pasado de un ser sensible. La apariencia es «lo que actúa y vive» y no hay nada más que actúe y viva. Conocer se reduce, por tanto, a soñar, a ejecutar su propia danza. Para Nietzsche, lo que permite que el ensueño de cada soñador sea comunicable y universal es su encadenamiento. Así, continúa el filósofo en el aforismo 57, nuestras sensaciones o impresiones de un objeto no contienen nada de realidad, son todas producto de la fantasía, una fantasía que se ha ido formando a lo largo del tiempo no solo en la especie humana, sino también en su pasado como mero animal sin conciencia. Una cosa no es, por tanto, más que el conjunto de consideraciones y valoraciones que se forjan alrededor de una palabra, y nada más, que al fijarse se tornan en esencia, se toman por realidad, pero cuyo origen es la apariencia y la ilusión.
Nietzsche constata entonces el carácter ilusorio de todas nuestras representaciones. Solo reconociendo este fenómeno es posible hacer de la existencia algo soportable, para ello se hace necesario mostrar también el carácter arbitrario y fantástico de lo que pretende ser verdadero. Para que uno mismo pueda jugar y liberarse de la obligación, hay que estar por encima de la verdad que pretenden imponer el conocimiento y la moral. En cuanto al primero, dice Nietzsche que el intelecto se limita a crear errores, algunos de ellos se transmiten por herencia. Por tanto, la fuerza del conocimiento no puede residir en una verdad, sino en la edad que tenga ese error producido por el intelecto, su grado de asimilación y que se haya constituido en una condición de vida. Así, lo que se tiene por verdadero no es otra cosa más que una representación muy antigua que se ha ido formando a lo largo de la existencia de la especie y de lo orgánico en general. Además, todas las nociones lógicas que propone el conocimiento como reales son fruto del engaño que supone atributos en el mundo y en el hombre, que solo tienen su origen en las pulsiones, como la idea de permanencia, sustancia, causa, efecto, etc. La propia filosofía llegó a ver que todo el universo de la lógica tiene su nacimiento en las pulsiones, en el reino de lo ilógico. Con el descubrimiento de este origen, quedaron en entredicho las propiedades que el conocimiento atribuía al hombre, como el hecho de que la razón fuera algo autónomo y que tuviera su origen en sí misma. La lucha intelectual se convirtió así en «ocupación, estímulo, profesión, deber, dignidad», y la fe o el examen en un poder. El que las pulsiones quedaran organizadas de tal manera que todas se supeditaran al instinto de conocimiento es lo propio de la actividad de la moral, pues valora y ordena las diversas pulsiones.
De este modo, describir el mundo según las categorías lógicas no es más que un modo de fantasear como otro cualquiera que ayuda a mantener un cierto tipo de vida; pero el mundo, para Nietzsche, no es nada lógico ni moral, sino que es un auténtico caos, en el sentido de que carece de forma, de estructura, de orden. Pensar el mundo bajo las categorías de la lógica es concederle atributos que no tiene, es crear un mundo imaginario, pues el universo, según Nietzsche, no es ni un ser vivo, ni una máquina diseñada con una finalidad y donde están ausentes toda causa y toda meta. Tampoco es ni bello ni perfecto, pues no entra dentro de nuestros juicios estéticos o morales, ni tiene ley alguna, ni sustancia, ni materia. Concebir el mundo con un sentido significa, para el filósofo, pensarlo desde el presupuesto de la existencia de Dios; por eso no basta, para alcanzar la liberación o la alegría en el saber, anunciar la muerte de Dios, sino que hay que destruir también las consecuencias implícitas de la noción de Dios.
La muerte de Dios es uno de los principales temas considerados en este libro. La lucha de los espíritus libres contra la autoridad religiosa se venía librando desde siglos antes de que Nietzsche emprendiera su propia batalla contra la religión. Varias son las figuras que toma el combatiente antirreligioso: el filósofo de la naturaleza del Renacimiento, el libertino erudito del época barroca y el filósofo (le philosophe) que surge con el Siglo de las Luces. A lo largo de toda esta guerra, llena de escamaruzas, emboscadas e incursiones, el bando antirreligioso siempre ha izado el estandarte de la razón. Este era el instrumento por excelencia usado para examinar las creencias y los dogmas religiosos, que se iban desvaneciendo a medida que eran iluminados por las luces de la razón. Nietzsche constata, por tanto, un proceso histórico de la inteligencia europea que sin cesar iba dejando sin argumentos racionales a cualquier idea de religión, al tiempo que iba desdivinizando diferentes aspectos de la existencia. Nietzsche pensaba que la victoria sobre la religión era incompleta, pues aunque se hubiera negado la existencia de Dios, su larga sombra seguía extendiéndose sobre los espíritus modernos de Europa. La muerte de la divinidad aparece en el pensamiento nietzscheano como el mayor de los acontecimientos recientes de la historia europea, y es consecuencia de la propia educación europea, que se ha fundado principalmente sobre la noción de verdad. La filosofía medieval intentó aunar la fe y la razón para dar una explicación racional de todas las creencias religiosas. Sin embargo, esa razón que quiso fundamentar la fe se fue haciendo cada vez más exigente, más fina y penetrante y terminó por desgarrar todo el suntuoso velo de la creencia que había tejido la propia razón; después de esto, se consideraron la fe y la razón como actividades contrarias e incompatibles, la razón «terminó prohibiendo la mentira de la creencia en Dios… Se ve lo que verdaderamente ha vencido al Dios cristiano: la moral cristiana misma, el concepto de veracidad entendido en un sentido cada vez más riguroso». (357).
Que la guerra contra el cristianismo no ha terminado, que la muerte de Dios no se ha llegado consumar en el espíritu europeo, Nietzsche lo expresa de varias maneras en este libro que el lector tiene entre sus manos. Así, en «Nuevas luchas», el filósofo escribe que, aunque el Buda haya muerto, su sombre sigue proyectándose en numerosas cavernas, es necesario, pues, vencer la sombra de dios. En «El hombre loco», un demente entra en un mercado buscando a Dios y constata que ya ha muerto; sin embargo, observa que el anuncio de esta muerte es demasiado prematuro y que nadie entiende su verdadero significado, pues «las hazañas necesitan tiempo, también después de hechas, para ser vistas y oídas». Por último, en «Lo que sucede con nuestra jovialidad», la noticia de la muerte de Dios aparece más que como un final como el comienzo de un largo y azaroso viaje para los filósofos y los espíritus libres, pues ante ellos se abre un nuevo mar.
El significado de la muerte de Dios se comprende mejor si se relaciona con el problema del valor de la existencia. Para Nietzsche, la fe cristiana y la fe metafísica implican, al establecer un mundo suprasensible, una desvalorización de nuestro mundo sensible, es decir, una negación de la existencia sin más. Sin embargo, el haber negado a Dios no significa que el hombre se haya liberado de lo fatídico y haya encontrado la libertad, afirmando con ello la existencia. Nietzsche analiza el caso de Schopenhauer, el primer filósofo alemán ateo confeso e inflexible, según él. A pesar de su ateísmo declarado, Schopenhauer continúa en la tradición de la moral cristiana a la hora de valorar la existencia, pues aunque rechaza lo divino y el sentido de la existencia, esta sigue siendo algo oscuro, terrible, que ha de ser negado.
Borrar la sombra de Dios, consumar su muerte, significa entonces destruir también la perspectiva del ascetismo cristiano que se halla implícita en la moral y en la ciencia, cuyo valor supremo es la veracidad, la verdad a cualquier precio. Supone, por tanto, acabar de aceptar el hecho de que no hay verdad, ni sentido en el mundo, pues esto, que a primera vista puede parecer terrible, es la condición para crear el mundo y a uno mismo en libertad, sin la carga del deber. El conocimiento de que todo es error e ilusión no lo pudo soportar Schopenhauer y le dio pie para negar nuestro mundo como también lo había hecho el cristianismo. Pero la constatación de que no hay verdad también abre la posibilidad de llegar a ser lo que es uno mismo, de crearse a sí mismo en tanto que ha desaparecido toda obligación exterior transmitida por la tradición. Una vez que se ha enterrado la fe, todo lo que sobre ella estaba construido ha de derrumbarse, este es el sentido de la consumación de la muerte de lo divino, y en lo divino está también incluida la razón que mató a Dios.
Con Dios, dice Nietzsche, también ha de despedirse la razón, la que nos proporciona los sentidos de la existencia y nos protege de su carácter absurdo. Pero es mejor quedar desprotegidos, lanzarse al mar abierto de los peligros, asumir la falta de sentido, pues aún queda el arte para soportar semejante existencia, que de otro modo habría de ser negada por la sensación angustiosa que provoca el gran vacío dejado por tan eminente difunto. Aquí, en esta etapa del pensamiento de Nietzsche, en que ha dejado atrás el romanticismo de Wagner y el pesimismo de Schopenhauer, vuelve a aparecer la justificación estética de la existencia, desprovista ya de toda esa metafísica de la voluntad única que se redime en la representación. Ahora, la justificación estética de la existencia significa también el que esta aparezca soportable a nuestra mirada con los medios que nos proporciona el arte para hacer de nosotros un fenómeno estético, pero hemos dejado de ser sueños de una voluntad que se debate en el dolor y la contradicción. Con el destierro de la razón, se han expulsado también todas la nociones lógicas de permanencia y de unidad; ahora nos hemos convertido en un conjunto demente de pulsiones que sueña despierto, y si aprovechamos la destrucción de la verdad y del sentido, podemos danzar alegremente sobre las ruinas de los magníficos y esplendorosos edificios que una vez se construyeron sobre la fe en Dios, riéndonos de nosotros mismos, alegrándonos de nuestra insensatez y de nuestra sabiduría. Y, aprovechando la ausencia de toda norma, construirnos a nosotros mismos en la más absoluta libertad, expurgando las estimaciones recibidas y creando nuevas tablas de valores, sin preocupación alguna por su valor moral. Por ello, en la creación de uno mismo se justifica y se hace soportable la existencia: «Queremos llegar a ser los que somos, ¡los nuevos, los únicos, los que no admiten comparación, los que legislan para sí mismos, los que se crean a sí mismos!». Y en esto consiste el gran experimento: en llegar a ser lo que se es dejando a un lado toda norma, pues no se sabe lo que se va a llegar a ser, salvo algo único, pues el experimento en cada uno es también único. Se trata del arte de dar estilo al propio carácter, para lo que es necesario tener un solo gusto, pero poderoso y capaz de proporcionar una unidad a todo el desorden de pulsiones que viven en nosotros.
Como fenómeno estético, es posible que el hombre afirme de un modo total la existencia, incluido el dolor y las cosas más execrables. En esta línea de la afirmación de la existencia, aparecen también otros temas célebres del nietzscheanismo, como el amor fati y, sobre todo, el eterno retorno de lo mismo. El amor fati se resume en un decir sí en toda circunstancia, ni siquiera negar la fealdad, basta con apartar la mirada. El eterno retorno de lo mismo, una visión que confiere algo de misticismo a su filosofía, es una especie de culminación y engrandecimiento de su afirmación dionisíaca de la vida: no solo afirmar en cualquier circunstancia, sino que esa afirmación, en virtud de la vuelta eterna de las cosas, se hace ella misma eterna, la afirmación entra así en la eternidad. Por último, en La gaya ciencia aparece en la escena del drama nietzscheano uno de los personajes de ficción más célebres de la filosofía: Zaratustra, que anuncia que va a dejar su estancia en medio de las alturas de las montañas solitarias para acercarse a los hombres y enseñarles su sabiduría. Pero Zaratustra, que surgió en sus paseos por la Riviera en el invierno de 1881-82, va a añadir mucha pasión y lirismo a las ideas que fueron expresadas por primera vez en La gaya ciencia, dejando a un lado ese tono sereno y alegre en medio del cual nacieron. El librepensador deja paso al poeta y al visionario.
AGUSTÍN IZQUIERDO.